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ENSXXI Nº 28
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2009

LUIS MIGUEL GONZÁLEZ DE LA GARZA
Doctor en Derecho Constitucional –UNED-

La fuerza mitológica que evoca la expresión “democracia” entre quienes reciben el término en su sentido más popular y menos técnico ha venido con el tiempo a constituirse, por accesión, en un compendio poco definido y nebuloso que pretende dar forma –en general- a la participación de los ciudadanos en el poder político de nuestros actuales regímenes de gobernanza. Sin embargo, y como recuerda Böckenforde, hay que precisar que la democracia responde a la pregunta de quién es el portador y el titular del poder que ejerce el dominio estatal, no a la de cuál es su contenido; y, por lo tanto, se refiere a la formación, a la legitimación y al control de los órganos que ejercen el poder organizado del Estado y que llevan a cabo las tareas encomendadas a este; es así, un principio configurarador de carácter orgánico formal. Es el grado de participación y la naturaleza jurídica de la misma la que marca la gran división entre democracia directa y democracia representativa, como método de la adopción de decisiones jurídicamente vinculantes, siendo ambos modelos realmente antitéticos ya que, como advirtiera Manuel García Pelayo, la democracia es una unidad entre el sujeto y el objeto del poder político. La pura democracia –la democracia directa- ahonda en esta unidad hasta transformarla en identidad; por consiguiente, dentro de ella no ha lugar para la representación.
Si los candidatos fuesen jurídicamente responsables ante los electores de cada distrito (lo que impide la prohibición del mandato imperativo y la lógica del sufragio secreto) mediante el instituto de la revocación del mandato o recall y, a su vez, no estuviesen encuadrados rígidamente en estructuras asociativas privadas revestidas de funciones públicas, los partidos políticos (mediante el uso de listas de candidatos abiertas y no bloqueadas), se intensificaría la exigencia de “responsabilidad” sobre los mismos, debilitándose simétricamente la influencia –hoy absoluta- de los partidos políticos sobre la selección y designación de tales candidatos. Los partidos políticos han diseñado una estructura de funcionamiento autónoma de la sociedad, de la que tan sólo se sirven periódicamente para legitimar jurídicamente su acceso a las instituciones estatales. Una vez en ellas, se ven completamente libres de adoptar las decisiones que hagan operativa la relación aritmética de mayorías y minorías que sean producto del proceso electoral y la responsabilidad por su actividad queda relegada a la denominada responsabilidad política, que en sus términos más generales significa que no existe responsabilidad. Tan sólo la responsabilidad jurídica es responsabilidad y ésta –a salvo modulaciones muy restringidas de naturaleza penal- es inexistente en el sistema representativo Español.

"Böckenforde, hay que precisar que la democracia responde a la pregunta de quién es el portador y el titular del poder que ejerce el dominio estatal, no a la de cuál es su contenido"

Podemos ejemplificar lo anterior con el “terremoto demográfico” que vivimos actualmente en toda Europa y con singular magnitud en España. ¿Los ciudadanos españoles han tenido la oportunidad de debatir públicamente, reflexionar ampliamente y determinar jurídicamente el acceso indiscriminado de extranjeros al territorio nacional? ¿Ha existido un debate profundo de las razones por las que en España la demografía ha caído de forma que las tasas de reposición poblacional no cubren las tasas de envejecimiento y decesos? Sabemos que esos debates no han existido con la intensidad y prioridad que un tema de tal magnitud representaría en un pueblo preocupado por conocer las causas de sus propios procesos internos de supervivencia. Lo que queremos señalar es que, con la misma facilidad que un Gobierno con la mayoría parlamentaria suficiente puede embarcar al Estado en una guerra absurda y extenuante, puede cambiar, igualmente, si así se lo propone, la estructura demográfica de la Nación introduciendo sin límite nuevas poblaciones en su seno. Ambos ejemplos y, sobre todo, la incapacidad jurídica manifiesta de poder oponerse, en ambos casos, vinculantemente a tales situaciones, diferentes obviamente, pero significativas por lo que tienen de procesos prácticamente irreversibles, son la demostración palmaria de que los modelos de democracia representativa  desapoderan de un modo prácticamente absoluto a los ciudadanos incapaces de articular una respuesta a lo que los verdaderos detentadores del poder jurídico estiman apropiado y conveniente a sus intereses políticos. Los ciudadanos, en tales tipos de regímenes político-jurídicos carecen, prácticamente, de toda capacidad de acción sobre los intereses fundamentales de los partidos políticos: lo que se podría denominar sus intereses medulares o inelásticos.

La opinión pública

Se objetará a lo anterior que los circuitos de opinión pública tienen una capacidad de influencia elevada sobre los Gobiernos. Probablemente eso sea así en las áreas de interés negociables de las organizaciones políticas, no olvidando que los medios de comunicación, como industrias ideológicas que son, sirven a intereses económicos distintos del interés general. Sus lógicas operativas, como señaló Luhman –aún cuando sus precedentes pueden encontrarse en Thomas More, James Harrington, Lorenz von Stein o Alf Ross- se dirigen a objetivos fundamentalmente crematísticos, en muchas ocasiones, al servicio estricto de los grupos y organizaciones políticas. Luego, en su agenda selectiva, no aparecerán todos aquellos asuntos que no sean del interés de sus líneas de actuación empresarial; es decir, la política informativa, así como la industria informativa, forman parte de la estructura institucional característica de los modelos de democracia representativa, conformando los formatos ideológicos de entre las diversas formas de actuación a su alcance, y excluyendo de su círculo de interés –de su agenda- los temas, en la mayoría de los casos extraordinariamente relevantes, que no interesan a las élites políticas. Lo que no significa que novedosos instrumentos de comunicación y participación política pública informal y autónoma, que se basan en las tecnologías que representa Internet, sean capaces de articular progresivamente alternativas serias al poder oligopólico que representan los medios de comunicación de masas institucionales.

"Si los candidatos fuesen jurídicamente responsables ante los electores mediante el instituto de la revocación del mandato y no estuviesen encuadrados en estructuras asociativas privadas revestidas de funciones públicas, se intensificaría la exigencia de 'responsabilidad' sobre los mismos"

La representación política, una alienación de la voluntad
La democracia representativa conduce, necesariamente, a la oligarquía de partidos como señalaran acertadamente Michels, Duverguer, Zippelius, etc., es, por así expresarnos, una consecuencia natural y, en tanto ello sea así, los ciudadanos habrán de conformarse a los intereses de sus gobernantes; en sentido jurídico no cabe sino admitir que la institución de la representación política supone la alienación de la voluntad de los representados por los representantes, circunstancia que, como justamente advirtiera Kelsen, no es otra cosa que una ficción, cuyo origen y objeto histórico quedó superado (el nacimiento del parlamentarismo moderno, distinto de las antiguas asambleas estamentales), pero cuya virtualidad liberalizadora de las oligarquías gobernantes ha mantenido en su transmisión legal el efecto protector buscado por las mismas, de ahí las palabras de Karl Loewenstein cuando sostuviera que la invención o descubrimiento de la técnica de la representación ha sido tan decisiva para el desarrollo político de Occidente y del mundo como ha sido para el desarrollo técnico de la humanidad la invención del vapor, la electricidad, el motor de explosión o la fuerza atómica.
Probablemente sea estéril y, tal vez, aún indeseable, proponer modelos de democracia directa dada la naturaleza del ser humano, como ya advirtiera Rousseau: “si existiera un pueblo de dioses estaría gobernado democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres”. Si bien, en el marco institucional de la democracia representativa, no están, posiblemente, agotadas todas sus virtualidades y posibilidades si, de algún modo, existe la voluntad de reformar las mismas. En el sentido anterior, es la “responsabilidad” uno de los mecanismos que deben ser redefinidos con más energía y urgencia. En tanto la “responsabilidad jurídica” sea mejor definida y se articule mediante instrumentos institucionales novedosos e imaginativos, los márgenes de autonomía, libertad y arbitrariedad de la política quedarán mejor vinculados por el derecho. El derecho constitucional fue en sus orígenes un importante esfuerzo por someter a control jurídico el omnímodo poder político monárquico y su arbitrariedad, aquel esfuerzo tuvo grandes y positivos resultados para asegurar la libertad, igualdad, seguridad y justicia de los ciudadanos, sin embargo, hoy se padecen las tensiones de monarquías asociativas electivas en cuyo vértice un Secretario General o un Presidente de Partido corporeizan el espíritu de aquel monarca decimonónico transformando su voluntad personal, por medio de una ideología asociada a un líder carismático, en veleidades tan personales y, a menudo, tan funestas como las del monarca de antaño, si bien, el mecanismo institucional de recepción de tales organizaciones: la Constitución, responde en su diseño organizacional al control de aquél poder histórico absolutista y, en muy escasa medida, a dar cauce y expresión jurídica –controlar- la desbordante fuerza expansiva de los partidos políticos que han conquistado sin oposición alguna toda la maquinaria gubernamental, circunstancia que advirtiera señaladamente Triepel.

"Rousseau: 'si existiera un pueblo de dioses estaría gobernado democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres'"

Totalitarismo de los partidos
Nuevas constituciones habrán de venir a resolver el problema enunciado, constituciones que desplieguen nuevos métodos de control de los partidos políticos. Probablemente sea cierto que un freno efectivo del poder de los partidos ha sido, y todavía lo es, la carta de derechos fundamentales, pero posiblemente lo haya sido debido a dos factores: 1) su carácter de garantías de la libertad de los ciudadanos (expresándonos en términos muy generales); y 2) su adecuación a la Constitución en su regulación efectuada por una institución jurídica especial como el Tribunal Constitucional. Si bien, éste último empieza en España a sufrir un descrédito en la medida que aborda temas sensibles a los partidos de Gobierno, como en tiempos advirtiera Gerhard Leibholz, con carácter general. Sin perjuicio de reformar el modo y forma de proveer los magistrados de tan relevante institución, en la que el azar podría jugar un papel en la selección de un amplio conjunto de cualificados expertos juristas con más de 20 años de ejercicio profesional y que no pertenezcan a ninguna organización política, lo cierto es que, en la actualidad, y como el resto de la maquinaria del Estado, ha sido perfectamente asimilada por la imparable y desbordante capacidad de los partidos políticos para situar a sus miembros –con sus rígidas lealtades ideológicas- en todos los órganos del Estado. Ya no es el bien público o el interés general, sino el interés del partido el principio rector supremo de toda la acción política, a la que no estorba la institución u órgano en el que administrativamente se encuentre adscrito formalmente el miembro del partido. Es la lealtad con el partido que le ha designado la que determina efectivamente la línea de su conducta política. No existe, en la actualidad, sino una concentración de poder en favor de los partidos que generan una densa y eficiente red de intereses sectarios que monopolizan todas las instituciones y funciones del Estado, el tan temido, como inevitable poder de las facciones advertido por Madison en 1787. Así lo vio singularmente Duverguer, para quien la disciplina de los miembros del partido aumenta, al mismo tiempo, por estos medios materiales y por un esfuerzo mayor todavía de propaganda y de persuasión, que los lleva a venerar al partido y a sus jefes y a creer en su infalibilidad: el espíritu crítico se retira, en provecho del espíritu de adoración. Los parlamentarios mismos están sometidos a esta obediencia que los transforma en máquinas de votar, conducidas por los líderes del partido. Se llega así a esos organismos cerrados, disciplinados y mecanizados, a esos partidos monolíticos, cuya estructura se parece exteriormente a la de un ejército; pero los medios de organización son infinitamente más flexibles y más eficaces, descansando en un adiestramiento de las almas, más que de los cuerpos. El dominio sobre el hombre se profundiza: los partidos se convierten en totalitarios. Requieren de sus miembros una adhesión más íntima; constituyen sistemas completos y cerrados de explicación del mundo. El ardor, la fe, el entusiasmo y la intolerancia reinan en estas Iglesias de los tiempos modernos. Con ésta organización humana –añadimos nosotros- se ocupan todos los órganos e instituciones del moderno Estado constitucional. De lo expuesto se desprende, necesariamente, que no existe en la actualidad una imprescindible separación de poderes.

Concentración de poderes

En este preciso sentido, señala con rigor Dieter Grimm, que es justamente la separación de poderes, esencial al Estado constitucional, la que es esquivada por los partidos políticos, puesto que como instancias de elección de personal para todos los niveles y funciones estatales, consiguen influencia también sobre aquellas posiciones sustraídas a la competencia de los partidos para que (como la Administración) sirvan lealmente a los gobiernos cambiantes de los partidos o (como es el caso de la Justicia y los medios) ejerzan funciones de control sobre el proceso político básicamente partidista o (como las empresas públicas) puedan orientarse más por criterios de mantenimiento del poder que de eficacia. Pero, ante todo, los partidos rebasan los límites jurídico-constitucionalmente trazados porque atraen la toma de decisión estatal a su esfera, haciéndose valer en los órganos por medio de sus representantes. Los partidos políticos siempre han realizado así su tarea, antes de que pudiera intervenir la división jurídico-constitucional de poderes: lejos de entrar en conflicto con los poderes estatales independientes, cooperan consigo mismos en diferentes papeles. El derecho constitucional se encuentra, en gran parte, impotente frente a esta evolución. Su posibilidad de regular las estructuras de input para los órganos y los procedimientos estatales queda forzosamente limitada en un sistema democrático, que depende de la sociedad y permanece abierto a ésta, mientras las exigencias jurídico-constitucionales dirigidas a los partidos políticos, como la democracia interna o la accesibilidad al público de sus finanzas, no consiguen penetrar en el problema de la división de poderes. En la actualidad, los derechos liberales clásicos se encuentran relativamente bien asegurados, en tanto en cuanto se garantice y respete jurídicamente aquél propósito fundamental que las Declaraciones de Derechos están llamadas a realizar y que, como señalara el juez Robert Jackson, citado por Stephen Holmes, fue retirar ciertos temas de las vicisitudes de la controversia política para colocarlos fuera del alcance de mayorías y funcionarios y establecerlos como principios jurídicos que serían aplicados por los tribunales. Derechos, en suma, que no dependen del resultado de las elecciones, como lo son, en mayor medida los derechos sociales. Pero la separación de poderes ha sido desmantelada casi por completo merced a la acción de los partidos políticos, como acabamos de considerar con Grimm. Tan sólo quedan residuos de separación en la institución del jurado popular, figura tan injustamente atacada como, simultáneamente, verdadera escuela de democracia participativa como argumentara con todo acierto Tocqueville, y la institución de la participación ciudadana, que aún se conserva en la LOREG.  

"El sistema representativo, campo de operaciones de la acción de los partidos políticos, ha orillado cualquier manifestación jurídicamente relevante de democracia directa"

Sin vestigios de democracia directa
El sistema representativo, campo de operaciones de la acción de los partidos políticos, ha orillado cualquier manifestación jurídicamente relevante de democracia directa. Los mecanismos formalmente existentes han sido desarrollados normativamente de forma restrictiva y cicatera. La iniciativa legislativa popular y, en su caso, el sedicente derecho de petición, residuo arcaico de una especie de suplica de gracia dieciochesca cuyo sentido podría buscarse en el absolutismo, es por completo disonante y disfuncional en un Estado de derecho donde es únicamente la justicia, y no el favor del Príncipe, la que debe resolver cualquier satisfacción subjetiva de tutela judicial efectiva; teniendo ambas instituciones más un sentido decorativo que jurídicamente operativo, ya que su efectividad depende por completo de la voluntad de los partidos políticos con representación parlamentaria. Ninguna iniciativa legislativa que éstos no deseen apoyar tiene la más mínima posibilidad de prosperar. Lo anterior no exige prestar conformidad a la insuficiencia del desarrollo institucional instaurado por nuestra vigente Constitución. Con análogas limitaciones, el Derecho constitucional comparado observa semejantes fórmulas institucionales, conscientemente “mutiladas” bien por las materias sobre las que pueden versar, bien sobre las condiciones de admisibilidad, bien, finalmente, por la forma jurídica en la que la decisión será adoptada o rechazada por los administradores reales del poder político: los partidos políticos. Como señalamos más arriba, las constituciones actualmente en vigor no han sido conscientemente pensadas y desarrolladas institucionalmente para administrar y limitar apropiadamente el poder real de los partidos políticos, esa es la razón, finalmente, de que se carezca de fórmulas institucionales eficientes de separación de poderes en la era de la democracia de partidos, manejándose expresiones suaves como: colaboración de poderes o funciones, etc., que en verdad encubren la realidad de la “confusión de poderes o de funciones”, dado que los partidos han logrado ocupar de facto todas las instituciones y existe –en el marco de las mayorías y coaliciones apropiadas- una identidad de poder político partidista que refleja, en el entramado institucional del Estado, las proporciones adjudicadas en virtud de los pactos de reparto que se producen tras los comicios. Para hacer frente a tal estado de cosas, tan sólo la reforma institucional es la herramienta apropiada, si bien es ingenuo pensar que los máximos beneficiarios de un estado como el creado se decidirán en ningún sentido a modificarlo. Tan sólo situaciones extraordinarias son capaces de reordenar la arquitectura institucional del Estado y ellas no se dan sino en momentos históricos revolucionarios o grandes crisis.

Propuestas de reformas

Existe un temor, advirtamos que justificado, a reformar las constituciones, más porque el equilibrio del poder político territorial pueda perjudicar o beneficiar a unos partidos en perjuicio de otros, que por aspectos relevantes para la salud, buen funcionamiento y bienestar del Estado. Por ello, precisamente, los constituyentes encarecen tanto los procesos de reforma, exigiendo mayorías extraordinarias y prohibiendo las reformas en momentos de crisis; es más probable que la constitución mute a través tanto de la interpretación jurídico constitucional formal efectuada por el TC, como a través de la acción o inacción de los partidos políticos en la interpretación informal o lata que hacen de la misma en su actividad política -en el sentido propuesto por Peter Häberle-, cuyo producto será una práctica que podría ser enjuiciada por el TC, pero tácitamente podría no serlo si a ello se oponen quienes se benefician de los efectos buscados y, a su vez, serían los únicos que podrían competencialmente someterla a enjuiciamiento. Nosotros proponemos tres tipos de reformas que consideramos podrían sujetar la acción de los partidos políticos. No son, desde luego, ni lo pretenden ser, más que piezas de un mecano jurídico que en un futuro otros autores habrán de encajar y completar en el marco de una reforma constitucional de gran alcance y que, tal vez, muchos de los que puedan leer estas páginas no veremos, pero si el diagnóstico es correcto el trabajo está en sus principios teóricos bien definido: se tratará de someter a control jurídico, el poder de los partidos políticos, lo que exige disponer de un nuevo instrumental institucional.
1. No parece razonable, en primer lugar, que la falta de apoyo popular, en lo que se refiere a la participación en los comicios, pueda beneficiar a los detentadores del poder, con independencia del grado de la misma. Probablemente toda participación inferior al 60% del censo electoral, habría de penalizarse con el acceso a una legislatura de 3 años de duración del mandato parlamentario. Las participaciones superiores podrían beneficiarse de un mandato de 4 años. Si los partidos que presentan sus programas y candidaturas no encuentran el apoyo popular normativamente necesario significa que carecen de la capacidad de satisfacer las necesidades de quienes se abstienen. La abstención tiene que tener, en éste sentido, un valor jurídico unificado, no una admonición moral indefinida. Lo que parece, en nuestra opinión, consistente con la idea de que los parlamentos deben traducir una imagen fiel de la opinión y voluntad ciudadanas, y no hay razón técnica alguna para obviar jurídicamente el grado cuantitativo en el que se produce tal manifestación política.

"Existe un temor a reformar las constituciones, más porque el equilibrio del poder político territorial pueda perjudicar o beneficiar a unos partidos en perjuicio de otros, que por aspectos relevantes para la salud, buen funcionamiento y bienestar del Estado"

2. Los debates sobre el Estado de la Nación, de periodicidad anual, deberían constituir un examen real y efectivo de la acción de Gobierno, enjuiciable por la Nación de forma jurídicamente vinculante. Con las garantías y condiciones técnicas apropiadas se podría aprobar o desaprobar la acción del Gobierno pero, para que tal reprobación fuese jurídicamente efectiva, la misma debería ir acompañada por una deducción del periodo de mandato parlamentario, cifrándose tal reducción en un mes de pérdida de mandato. Lógicamente, los cuatros debates del Estado de la nación penalizarían como máximo la acción de Gobierno y de mandato parlamentario general en 4 meses, si todos los debates fueran reprobados.
3. Por último, no es razonable que las sentencias de inconstitucionalidad contra Leyes consistan tan sólo en la expulsión del ordenamiento de la Ley inconstitucional sometida a enjuiciamiento. La responsabilidad jurídica del Gobierno debería anudarse a tal inconstitucionalidad y, en el caso de producirse, deducir del mandato parlamentario 15 días de mandato por cada inconstitucionalidad, con un máximo de 2 meses (4 Leyes inconstitucionales) por mandato. Es inconcebible que una norma jurídica con rango de ley declarada inconstitucional carezca de consecuencias jurídicas para quienes la han propuesto, defendido y desarrollado. En el siglo V A.C., una proposición ilegal, aun habiendo sido aprobada por la asamblea (o Boulé, en Atenas) y que contraviniera la ley existente o que hubiera sido aprobada por un procedimiento irregular, se podía bloquear mediante una acusación de proposición ilegal o graphé paranomón, acusación, que como recuerda Hansen, podía presentarla cualquier ciudadano en cualquier momento, no se atribuía pues tal facultad al Gobierno, ni a un concreto número de diputados o senadores, sino que quedaba al arbitrio del celo, e iniciativa de los ciudadanos atenienses; caso de prosperar la acusación, el declarado culpable podía perder sus derechos cívicos y sufrir una fuerte multa. En el sentido considerado, nuestra evolución jurídica ha sido poco edificante y el castigo de transgresiones tan graves como el de una ley inconstitucional no es incompatible con la exigencia de la responsabilidad, hoy inexistente, teniendo en cuenta que una ley inconstitucional no recurrida podría afectar irreversiblemente al ordenamiento jurídico constitucional de forma indefinida, hasta que tal norma fuese recurrida, que podría, perfectamente, no serlo o serlo tras muchos años de producción de efectos posiblemente irreversibles contra la Constitución.
Los plazos temporales anteriores habrían de deducirse por igual de los periodos de mandato cortos de 3 años (en los casos de participación del censo electoral por debajo del 60%), como de los ordinarios 4 años (en los casos de participación del censo electoral por encima del 60%). La deducción temporal máxima sería de 6 meses (4 debates reprobados del Estado de la Nación, más cuatro Leyes declaradas inconstitucionales, lo que implicaría, necesariamente, un enjuiciamiento de éstas en plazos temporales breves, a lo que no se opone ninguna razón técnica). Las medidas propuestas tendrían por objeto generar “responsabilidad” jurídica en la acción política, de modo que ésta promoviera una acción más sensible a las necesidades y demandas de la sociedad, en detrimento de los intereses partidarios que no encuentran, en la actualidad, un límite a su propio interés corporativo. La limitación temporal del mandato parlamentario en virtud de la participación exigiría de los partidos políticos proponer programas de acción política que coincidiesen, en mayor medida, con la voluntad de los representados. El control de la acción ordinaria de Gobierno anual sería una genuina forma de controlar con efectividad tal periodo de acción gubernamental, de fácil instrumentación por métodos tan sencillos como eficientes como el voto por correo. La responsabilidad por propuestas legislativas contrarias a la Constitución podrían forzar a sus proponentes a respetar más intensamente los valores y principios constitucionales, que es uno de los problemas centrales, como veremos seguidamente, de las ideologías totalizantes en acción que se expresan a través de los partidos políticos. No cabe duda, para concluir, que una pieza esencial de cierre de toda reforma institucional del marco de la democracia representativa de partidos debe contemplar la necesaria limitación de mandatos que los representantes puedan desempeñar, es decir, limitar normativamente los periodos que un representante puede desempeñar en las distintas esferas institucionales de posible ocupación política. Un límite normativo de dos mandatos, continuos o discontinuos, sería posiblemente lo óptimo, sin descuidar, tampoco, limitaciones trasversales no representativas de ocupación partidaria de los órganos estatales.
Las medidas propuestas no resuelven el problema de fondo, tan sólo pretenden instaurar técnicas de control del poder de mayor efectividad que las actualmente romas herramientas institucionales de análogos propósitos, tiempo ha sobrepasadas, pues, como advirtiera una mente tan brillante como la de Schmitt, tal vez lo peor de la conquista del aparato institucional estatal por los partidos políticos sea la erosiva y corrosiva acción de los conceptos “ideológicos” de legalidad, que destruyen el respeto a la Constitución y transforma el terreno creado por ésta en una zona insegura, batida de varios lados, cuando en realidad toda Constitución debiera ser consustancialmente una decisión política que estableciese de modo indudable lo que es la base constitucional de la unidad estatal. Los grupos políticos o coaliciones que en cada momento dominan –prosigue Schmitt- consideran sinceramente como legalidad la utilización exhaustiva de todas las posibilidades legales y el aseguramiento de sus posiciones, el ejercicio de todas las atribuciones políticas y constitucionales en materia de legislación, administración, política de personal, derecho disciplinario y autonomía administrativa, de donde resulta naturalmente que toda severa crítica e incluso cualquier amenaza a su situación aparece para esos grupos como ilegalidad, como acto subversivo o como un acto contra el espíritu de la Constitución; entre tanto, cada una de las organizaciones adversarias afectadas por semejantes métodos de Gobierno se esfuerzan en demostrar que la vulneración de esta misma posibilidad constitucional constituye el más grave atentado contra el espíritu y fundamento de una Constitución democrática, no obstante lo cual, rechazan con decisión firme, igualmente, todo reproche de ilegalidad y de transgresión constitucional que se les dirija. Entre estas dos negaciones, que funcionan de un modo contrapuesto y casi automático en el ámbito del pluralismo estatal, queda aplastada la Constitución misma. El mecanismo técnico de acción por el que se lleva a cabo tal erosión de la fuerza normativa de la Constitución lo definió con brillantez Werner Kägi. Muy sintéticamente podemos resumirlo en las siguientes palabras del autor: cuando ya no existen ideas comunes sobre los valores y el orden, en virtud de las cuales puedan extraerse de los preceptos de un texto constitucional concreto las normas jurídicas objetivas de aplicación, también se refleja en la interpretación y, por consiguiente, en la aplicación del derecho, esa pluralidad de las ideologías y sistemas de valores. La interpretación del derecho conscientemente condicionada por la coyuntura y por los intereses habrá de conducir hacia esa degradación jurisprudencial circunstancial, que contribuye, en una amplia e imponderable medida, a la desvalorización de la “majestad del derecho” en la vida estatal, a la decadencia de lo normativo y al descrédito de la Constitución. A través de la “pluralidad de conceptos de legalidad” se destruye el respeto a la Ley fundamental. Si se pasan por alto los retrocesos, la historia del Estado constitucional moderno se caracteriza, esencialmente, por una creciente densidad normativa, es decir, por una progresiva precisión, delimitación y restricción de las competencias de las autoridades estatales. En la actualidad presenciamos un desarrollo inverso: un nuevo avance del “poder político”. El hecho de que cada vez más se ponga en un primer plano al Gobierno al lado o en lugar del “Poder Legislativo”, es sólo un síntoma de las tendencias más incisivas que propenden a liberar a los máximos órganos estatales, en la mayor medida posible, de vinculaciones normativas o, al menos, aumentar su libertad de movimiento al reemplazar las competencias definidas en particular por “cláusulas generales” o simplemente por metas. Como precisara Alf Ross, dejar todo en manos del Gobierno equivale a dejar todo en manos de la providencia, lo que es lo mismo que incurrir en indiferencia política y en una declinación del sentido comunitario y de la conciencia de la propia responsabilidad, lo que inevitablemente conduce a la decadencia nacional.

Bibliografia

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Abstract

Post-war constitutions were not consciously created to provide a channel and suitable legal terms for the political parties’ reality. Political parties were actually recognized by several constitutions, for example the 1978 Spanish constitution. However, the formal institutional network of these constitutions is organised and created with the aim of restricting a kind of authority, usually monarchist, formerly stabilized and controlled by law. Political parties, whose origin lays in the civil society, enter the Government institutions through the constitution and exceed every mechanism of separation of powers, without the existence nowadays of an operative technical restriction for such a reality. According to the author, the only way to overcome such an undesirable situation is to redesign a new institutional system. In order to do it, it is necessary to accurately establish which is the theoretical problem that lays in the centre of the political parties and the representation, and subsequently think up and establish legal institutions able to exercise their control inside of the constitutional framework. For this purpose and at least to begin with, the author suggests three authority limitation techniques prior to subsequent developments that may ease the long reforms process of which the General Constitution Theory is needed.

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