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ENSXXI Nº 28
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2009

JULIÁN SAUQUILLO
Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid

La democracia y su “círculo vicioso”
Desde los pensadores antiguos hasta los modernos, la corrupción se ha dado por inevitable. Bien porque la república era entendida como un cuerpo orgánico tendente al crecimiento, madurez, decadencia, corrupción y muerte, bien porque el congénito egoísmo individualista conduce a los hombres al abandono de cualquier vocación pública, la corrupción política ha sido considerada un horizonte ineluctable. Las terapias propuestas han sido diversas pero oscilan entre la confianza en la excepcionalidad de ciertos hombres de especial prudencia, capaces de afrontar el deterioro manifiesto de las instituciones y remontar su desgaste, y los mecanismos democráticos para renovar mayorías legislativas y de gobierno tras cada elección. Desde las revoluciones burguesas, los modelos de democracia han ido perdiendo parte de su fuerte contenido cívico para concluir la democracia actual en ser un procedimiento de configuración de una voluntad pública en sociedades con fuerte división social. Ya parece definitivamente pérdida la finalidad desarrolladora de los individuos por la democracia que se mantuvo entre mediados del siglo XIX y la I Guerra Mundial. La democracia no tiene como objetivo conseguir una felicidad de calidad cultural entre sus gobernados.
Pero, curiosamente, echamos, cada vez, más en falta el cometido que tuvieron algunos de sus primeros teóricos, como Jeremy Bentham, para la democracia como defensora de los ciudadanos ante los atropellos de sus representantes, en la primera parte del siglo XIX. La sola pregunta proyectada a los medios de comunicación, “¿Afectará el “caso Gürtel” en las elecciones?” (Ignacio Jurado, El País, 23/ XI, 2009),  ya nos pone ante el problema: no es evidente que el electorado de Valencia o el de Santa Coloma de Gramanet consideren relevante la corrupción de sus representantes como motivo, entre otros muchos, de su futura orientación del voto. O los electores fieles se encastillan en sus habituales decisiones, o se fijan en cuestiones de política económica más atractivas, o se abstienen. Además, los electores de centro que pueden decidir un vuelco electoral hacen un examen retrospectivo de los aciertos y las deficiencias del gobierno en general y no castigan los casos de corrupción. Dentro de un sistema bipartidista, por más que se apunte alguna alternativa de centro cada vez más respetable, la política general, y no los escándalos de corrupción, es la que marca la tendencia de voto. No obstante la admonición del fundador del utilitarismo acerca de que los políticos tienen la misma tendencia al incremento de su propio beneficio que los electores y acaban torciendo los intereses generales en beneficio propio, los electores no acometen castigo electoral alguno, según la mayor o menor limpieza que puedan mostrar las opciones contendientes en democracia. Lo que acaba confirmando que la “cuenta de resultados” que de cada hogar predomina sobre cuestiones anejas a la “política ordinaria”, independientemente de su gravedad. Podría hablarse, entonces, de la democracia y su “círculo vicioso” o de la democracia encerrada en sus aporías, las de un pueblo soberano desactivado.   

"Extraña la antigüedad de las reflexiones sobre la corrupción política y su pervivencia tenaz en nuestros días"


Ante todo, extraña la antigüedad de las reflexiones sobre la corrupción política y su pervivencia tenaz en nuestros días. Parece que el progreso moral es mucho más lento que el tecnológico. Pero no nos apresuremos en las conclusiones. El  barómetro de “Transparencia Internacional” para el 2009 resume la alerta cívica ante la corrupción. En el sector privado, se da un aumento del ocho por ciento porcentual de corrupción en los últimos cinco años. Aumenta la desconfianza acerca del papel jugado por las compañías privadas en la toma de decisiones de los gobiernos ya que suponen frecuentes sobornos de la voluntad política (“captura del Estado”). Menos mal que España se encuentra entre el grupo de países menos afectados por esta lacra (el de un seis por ciento, o menos, sobornados). Los partidos políticos, las policías y las administraciones públicas son considerados las organizaciones más corruptas a nivel internacional. El sector privado y el poder judicial se llevan la palma. La denuncia por sus víctimas es infrecuente y se descarta que los procedimientos de castigo sean efectivos (sólo el setenta por ciento de la población sobornada toma alguna medida). Los españoles encuestados experimentan una pérdida de confianza en la efectividad de los medios gubernamentales de persecución de la corrupción. Mientras que los partidos políticos, el poder legislativo, el judicial y los medios de comunicación no experimentaron una mayor descalificación en la opinión pública, en los cinco últimos años, el sector privado empeora su percepción ocho puntos porcentuales a escala internacional. Los españoles encuestados consideran al sector privado como el más corrupto. Desgraciadamente, España se encuentra en los niveles medio bajos de interés, entre el público encuestado, en comprar a empresas transparentes, sin corrupción, por el crecimiento a largo plazo y el desarrollo que generan. La limpieza empresarial es premiada según los países  con el aumento de la clientela. En nuestro país, el sistema de partidos no obtiene la nota mínima. Las cifras de cargos públicos investigados, dadas a mediados de noviembre por el Fiscal General del Estado, estremecen: PSOE (264), PP (200), Coalición Canaria (43), CIU (30), Partido Andalucista (24), Izquierda Unida (20), GIL (17), Unió Mallorquina (7), ERC (5). La recalificación urbanística, la adjudicación espuria de obras públicas en las tres administraciones estatales y la indulgencia partidista cuando el tema está “sub iudice” alimentan la lacra social y económica.

El servicio público como privilegio

Barack Obama se ha constituido, en cambio, en un referente moral para todos los gobiernos. En su primer día de gobierno, extremó las medidas anticorrupción: congelación de sueldos de sus colaboradores en la Casa Blanca en paralelo con los sacrificios económicos de las familias, nuevas reglas para el lobby más afín y prohibición de posibles regalos de los grupos de presión a quienes tengan responsabilidades políticas. El Presidente norteamericano ha prometido gobernar con alto nivel de transparencia y bajo el Estado de Derecho, enterrando un periodo que justificaba el secreto de las decisiones. Quiso resaltar que el servicio público es un privilegio que debe ir dirigido al bien común. Creo que referirse a niveles de transparencia y austeridad del servicio público, no puede ser más acertado. Debemos desengañarnos acerca de que quepa una total transparencia. Las relaciones sociales contemporáneas se han despersonalizado necesariamente: sabemos algo de los otros actores sociales pero no podemos conocerlo todo, ni de ellos ni de lo que realizan, por su complejidad esencial. Porque desarrollamos nuestra vida social en un ámbito muy cualificado y especializado, nuestras acciones requieren de cada vez mayor confianza y crédito en los otros. Así es en las relaciones políticas y comerciales. Es imposible fiscalizar hoy todas las actuaciones de nuestros representantes. Por ello, la corrupción ocasiona un daño mayor hoy que en las sociedades tradicionales: destruye la confianza, esencial en la dinámica de nuestras sociedades. Una vuelta a la sobriedad y a la autoexigencia es necesaria en los representantes y en los funcionarios. Ambas virtudes de la prudencia no pueden obtenerse únicamente regulando y sancionando. Requieren algún tipo de virtud pública o de “poesía pública”, en los términos de Martha C. Nussbaum, entendidas como diálogo cívico compartido entre todos los ciudadanos desde los orígenes de la transición política española. Pero nuestros representantes políticos no dan mucha ocasión en la arena política de diálogo de ningún tipo, incluso prosaico.
Además, Obama desea recuperar el sentido fuerte de servicio público. Algunas corrientes liberales han destacado que no existe una relación necesaria entre vida privada y vida pública. De acuerdo con este argumento, podría darse que un representante no devolviera los libros de la biblioteca del Congreso o sea, desgraciadamente, un “sablista” con sus amigos, y fuera, no obstante, un excelente político. Pero esta división se está mostrando inconsistente. Aunque no nos importa qué hace el político en su vida privada y solamente nos interese su comportamiento público, porque este nos concierne directamente, es difícil que un energúmeno pueda brillar por su ponderación y mesura en la vida política activa. Las corrientes republicanas antiguas subrayaron que sólo quienes saben gobernarse a sí mismo pueden gobernar a los otros. No es irrelevante la conducta compulsiva del hombre público. Las magistraturas antiguas surgieron vinculadas a la igualdad en los nombramientos, la limitación y rotación en los cargos, y la rendición de cuentas. También el funcionario contemporáneo surgió dentro de un perfil austero (algunos lo identificaron, con sumo rigor histórico, con el “ethos” del hombre obediente del jesuitismo: la “Ecole Nationale d´Administration” sería una Compañía de Jesús laica y secular de servidores públicos). El funcionario, que tiene acceso a unos expedientes necesariamente reservados dentro de la Administración, lleva una ascesis (“askesis”) muy particular: resuelve “sine ira et studio” con competencias estatutariamente establecidas, según una jerarquía de mando, con sueldo fijo según rango, y un procedimiento de queja de los administrados. Pero uno de los problemas irresueltos en todos los niveles de la administración española es la oscuridad y presiones en que se desenvuelve la relación entre político y funcionario. Si las decisiones responsables del político abaratan los costes de decisión que tendría una ocupación masiva de los ciudadanos en las decisiones políticas –por extraordinariamente cara, imposible-, el funcionario recuerda y, a veces informa, al político de cuáles son los límites jurídicos de su decisión en el Estado de Derecho. Asignar puestos funcionariales a afines al partido político en la administración local, autonómica y central es todo un retroceso en la gestión de la Administración. La captación por méritos probados y el entrenamiento del funcionario no deben suspenderse en beneficio de la afinidad política. Salvo que nos sea indiferente renunciar a competencia, especialización e “imperio de la ley” en beneficio de las alianzas políticas que no distinguen ya gestión y gobierno de la Administración.

"Los españoles encuestados experimentan una pérdida de confianza en la efectividad de los medios gubernamentales de persecución de la corrupción"

En el pasado siglo, se meditó oportunamente sobre la solvencia de las administraciones estables y la debilidad de las administraciones flexibles. Cuando William L. Marcy, el senador conservador norteamericano, pronunció que las elecciones eran una batalla y que la administración es el botín que se reparte el partido ganador, estaba acuñando, a inicios del siglo XIX, una forma perversa de concebir la Administración: el “spoils system” o “sistema de despojos”. Casi dos siglos de vida política transcurridos desde la formulación del reparto clientelar de los puestos funcionariales, nos deben servir para abandonar definitivamente esta pésima concepción de la política en la Administración.

Pérdida de confianza y crédito por corrupción

Desde sus orígenes, la democracia moderna se caracterizó por una tensión central entre la vocación pública y el deseo de “maximización de utilidades” de los individuos tanto fuera como dentro de la Administración y las instituciones representativas. No se trata de un defecto sino de un rasgo central que explica la persistencia de la corrupción en la democracia contemporánea. Si en el plano político, las decisiones públicas orientadas por intereses corruptos generan desconfianza en el sistema político, los costes suplementarios ocasionados por la corrupción producen incertidumbre y pérdida de competitividad en el mercado. A la descomposición moral de las instituciones, la corrupción añade fuertes y costosas distorsiones económicas del mercado. El sostenimiento de la confianza política y económica requiere perseverar en la conjunción de libertad individual con igualdad social. La corrupción de la representación política –por el clientelismo de los partidos políticos, por ejemplo- y del desarrollo económico –por la discrecionalidad de los funcionarios para conceder licencias, valga de ejemplo- son aporías del sistema democrático que requieren mejorar el juego económico y político.
¿Qué hacer ante el desmoronamiento de la confianza por la corrupción? Comparto con Susan Rose-Ackerman que el Estado es un instrumento de correcta relación entre ciudadanos y Gobierno, salvo que pierda su esperable sentido racionalizador. La desregulación no limita la corrupción: la privatización del sector público suele ser ocasión para obtener beneficios particulares. La fenomenología de la corrupción es amplia y mutante: soborno para la interpretación favorable de la legislación, para la explotación beneficiosa de recursos naturales, por la obtención de un trato favorable, por la reducción de aranceles y agilización de servicios, por exenciones fiscales, para la infracción de leyes medioambientales, por certificación a ciertas personas no cualificadas para la obtención de ciertos servicios públicos, para la obtención de inmunidad del crimen organizado,… Recibir un trato de favor, acceder a información confidencial, ser contratista ganador de antemano, obtener precios inflados o escatimar la calidad de lo ofrecido no sólo es inmoral sino disfuncional porque acarrea costes económicos en la población, tanto más empobrecida.
La democracia y el imperio de la ley son ya una garantía frente a la corrupción si comparamos nuestros procedimientos con los países en vía de desarrollo con Estados débiles. En estos, la corrupción puede hacer irrealizables las ayudas al desarrollo de las organizaciones internacionales por la pérdida de competitividad, la evasión de capital y la defraudación fiscal o el fracaso de la inversión externa porque carezca de competitividad debido a los requeridos sobornos internos. La regulación limita la corrupción pero sería también ingenuo suponer que no existen especuladores que utilizan la ley para fijar donde implementar sus beneficios espurios en el límite (externo) de la ley. La ley puede ser un manual para especuladores.

"Barack Obama se ha constituido, en cambio, en un referente moral para todos los gobiernos"

Aunque los mecanismos democráticos no sean una panacea anticorrupción, establecen garantías jurídicas y mecanismos de responsabilidad de las decisiones a través de la rendición de cuentas. La transparencia de las leyes administrativas, la regularidad de los procedimientos electorales, la división de poderes, la existencia de una judicatura y de unos representantes independientes y la financiación legal de los gastos electorales son mecanismos básicos frente a la corrupción. Pero los remedios frente a la perseverante corrupción política no se agotan en la responsabilidad jurídica. Sin desconsiderar los controles jurídicos de la corrupción, hay que subrayar la responsabilidad política de los actos públicos a través del cese y la dimisión que puedan restablecer la confianza. Pero el deterioro actual es tal que la confianza política está sumamente deteriorada. La confianza no es evidente en las sociedades democráticas por dos razones fundamentales. En primer lugar, porque las elecciones democráticas son concebidas como una concurrencia de oferta de programas políticos y captación de consumidores de programas con su voto. El modelo competitivo de partidos produjo un vaciado normativo porque concibe la lucha política como la obtención de seguidores y aliados políticos en la lucha electoral –tal como Weber la define y Schumpeter la detalla en Capitalismo, socialismo y democracia (1942)-. En segundo lugar, porque el sistema de partidos políticos logró la estabilidad del sistema político sobre la base de neutralizar a sus consumidores con ofertas tan centradas que se sitúan en un espacio de nadie poco dado a los debates sociales. Las ofertas políticas ya cuentan con todos los conservantes, los colorantes, los edulcorantes y las homologaciones apropiadas a un consumidor político pasivo, demasiado encerrado en alcanzar su bienestar o su supervivencia en plena crisis.
Este vaciado valorativo propio de una consideración de la democracia como actividad funcional-competitiva requiere de alguna mayor consistencia moral de la requerida por la estricta observancia del derecho –ya sea el antídoto al desencantamiento la “poesía pública” de Martha C. Nussbaum, llevado a profundizar el acuerdo y el diálogo constitucional de nuestra transición, o sea algún concepto de “lealtad”. Los comunitaristas apelan a una lealtad particularista de los individuos con una tradición histórica o postulan una comunidad de fuerte afinidad (así pueden defender que la organización de las infraestructuras de los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992 contaron con altos niveles de limpieza por la afinidad en que se formó una generación de representantes en torno a aquella comunidad). No conciben que proteger los derechos de los individuos sin subrayar sus deberes dentro de un “tejido social cooperativo” pueda limitar la corrupción. Aunque puedan incurrir en un particularismo moral algo constrictivo y moralizador, o aleccionador, que exija sacrificios mayores que los estrictamente jurídicos, no les falta razón en suponer que alguna suerte de lealtad al sistema está siendo imprescindible. La última propuesta de John Rawls, en Justicia como equidad (2001), incide en la lealtad y la confianza cívicas de los ciudadanos como bases de la estabilidad de la sociedad democrática frente a una sociedad corrupta. Quizás el problema sea qué tipo de lealtad pueden suscitar las instituciones mismas, y a través de qué procedimientos, para asegurar la estabilidad del sistema democrático y evitar la corrupción social. El punto de partida de Rawls es tomar en cuenta ciertos supuestos de la psicología humana razonable y las condiciones normales de la vida humana, para ordenar a las instituciones básicas de forma justa y equitativa. El objetivo de la justicia como equidad es favorecer la resistencia a la tendencia humana hacia la injusticia. La justicia y la estabilidad se logran mediante la suficiente motivación de los ciudadanos para evitar la injusticia y la corrupción social.


Ejemplaridad pública: una propuesta

Entre nosotros, una de las propuestas más sugerentes y bien argumentada de reforma de las instituciones democráticas es la realizada por Javier Gomá en Ejemplaridad pública (Madrid, Taurus, 2009, 274 págs.). El libro parte de una carencia histórica: las luchas en favor de la libertad individual, libradas por el hombre occidental en los tres últimos siglos, no han comprendido todavía una emancipación moral. La libertad individual se logró a través de una auténtica revuelta contra la opresión y el despotismo ideológico que sometían al yo. En su argumento, el yo moderno tomó conciencia de sí mismo mediante la demanda de los derechos y garantías jurídicas y logró así una civilización no represora en amplias cuotas. Las violaciones de la libertad individual que todavía se producen envilecen y desprestigian a los poderes. La paradoja de esta liberación individual para Gomá consiste en que no va acompañada de su uso cívico. Hasta ahora, se habría insistido fundamentalmente en el lenguaje de la liberación cuando urge más la emancipación personal, cultural y moral. Nuestro tiempo, nos recuerda Gomá, se caracteriza por la vulgaridad: una liberación masiva de individualidades no emancipadas, una revalorización cultural de la libre manifestación espontánea e instintiva del yo. Se trata de una espontaneidad no refinada, directa, elemental, sin la posible estilización de un yo civilizado.

"En el pasado siglo, se meditó oportunamente sobre la solvencia de las administraciones estables y la debilidad de las administraciones flexibles"

Ejemplaridad pública no desmerece el avance social que supuso lo consecución de la vulgaridad como emancipación genuina de la igualdad. Pero debe ser entendida como punto de partida de la libertad moral y no como punto de llegada. Esta manifestación de la igualdad sin libertad puede ser una forma de barbarie si la libertad no va acompañada de emancipación real. Sobre los débiles cimientos de la vulgaridad no cabe construir una cultura y un proyecto ético colectivo. De acuerdo con este argumento, estamos en un mundo sin ciudadanos sino más bien de seres incompletos, no evolucionados, instintivamente autoafirmados y desinhibidos del deber. Ejemplaridad pública plantea un “programa de reforma de la vulgaridad”. Un programa tanto más urgente cuanto la vivencia kantiana de la ley moral en uno mismo ha sido sustituida palmaria y ostensiblemente, en todos los niveles sociales, por la monótona “inmensidad de la materia inerte” y los “perversos instintos y pulsiones destructivas”. El cometido no le parece a Javier Gomá carente de serias dificultades: ¿cómo van a admitir los individuos contemporáneos sacrificar la satisfacción inmediata de instintos –se dice- por una cierta urbanización de sus sentimientos?

"La democracia y el imperio de la ley son ya una garantía frente a la corrupción si comparamos nuestros procedimientos con los países en vía de desarrollo con Estados débiles"

Por momentos, Gomá parece volver a polémicas del Trecento italiano, sumamente sugestivas hoy, que estuvieron muy presentes en el humanismo florentino,  cuando plantea, en Ejemplaridad pública, “fundar una casa y desarrollar un oficio al servicio de la comunidad”. Efectivamente, aquella discusión entre los partidarios de Petrarca y los de Dante acerca de cual era la auténtica forma de contribuir positivamente a la república: si apartándose, retirándose al cultivo de uno mismo, como quería el primero consciente de los peligros de desmoralización personal en la sociedad, o participando en todos los niveles de acción –familiar, económico, político,…-, como quería el segundo, plantea un dilema cívico de ayer y de siempre. Gomá lo resuelve en ese aliento participativo de la “vita politica activa” que apuesta por una socialización en donde cabe lograr una “individualidad auténtica”. Es en el espacio de la “socio-individuación personal” donde cabe un refinamiento de la personalidad, una salida de la vulgaridad y de la adolescencia prolongada. Pero hemos renunciado a los tradicionales vehículos de socialización del yo, nos dice, sin que los hayamos sustituido por otros. De ahí que Gomá vea la necesidad de sustituir una representación de la subjetividad como extravagancia, propia del Romanticismo,  para proponer una “teoría cultural de la ejemplaridad”. El modelo de ejemplaridad que propone se aparta de su origen aristocrático y se vincula a la democracia contemporánea como “ejemplaridad igualitaria”. Su contenido parte del consenso de una comunidad histórica finita, actual y presente, de “los hombres dotados de buen gusto”.
A los administradores de lo público, señala Javier Gomá, les concierne el mismo cuidado de la ejemplaridad de su yo, pero, por razón de su posición relevante en las “instituciones de la política” y de que están investidos de un poder coactivo sobre sus conciudadanos, les incumbe un superior impacto moral en su círculo de influencia que el tenido por otros ciudadanos. La notoriedad pública de los políticos, su “ejemplaridad electiva”, favorece un mayor impacto de sus modelos de vida. La exigencia moral prescrita por Ejemplaridad pública no se detiene en el cumplimiento de la ley por los políticos, va más lejos: “No basta con que cumplan la ley, han de ser ejemplares. Si los políticos realmente lo fueran, sólo sería necesario un número muy reducido de leyes básicas, porque las costumbres cívicas que emanarían de su ejemplo excusarían de imponer por fuerza lo que una mayoría de ciudadanos ya estaría haciendo de buen grado.” (pág. 262). Los profesionales de la política o estimulan las costumbres cívicas con obligaciones morales y políticas que rebasan el ámbito jurídico o contribuyen decisivamente a la corrupción y a la deshonestidad del grupo. Gomá confía en que la reversibilidad de los programas de los políticos se solvente en la decisión cívica de los electores por la mayor calidad de la “narración autobiográfica” o la mejor “política narrativa” de unos u otros. Propone sustituir la trama de planes, programas y proyectos, a veces de difícil identificación, por un dramatis personae que levanta el telón del “teatro finito de la polis”. A Javier Gomá puede servirle parte de la tradición romántica de la que se distancia para forjar este sugestivo ideal de ejemplaridad que traba de forma impecable en Ejemplaridad pública. Así el propio John Stuart Mill postuló una excentricidad que no tenía nada que ver con la frivolidad narcisista actual. Exaltó la excentricidad como riqueza del tejido deliberativo de una sociedad que ya a mediados del siglo XIX comenzaba a resentirse del colapso de la sociedad de masas. Su ideal no está lejos del de Javier Gomá pues se trata de la democracia de Pericles, un ideal antiguo de democracia, diferente de la democracia vulgar o de masas.

"El deterioro de la política coincide tanto con la puntualidad de escándalos de corrupción entre funcionarios y representantes como con la fatiga crítica de los ciudadanos"

Consideración final
Su propuesta moral para la política irrumpe dentro de una necesaria deliberación acerca de cómo remontar el deterioro social y moral de la política. También arranca del desgaste de las estrictas normas y sanciones para solventar la tendencia de las instituciones a la corrupción. El deterioro de la política coincide tanto con la puntualidad de escándalos de corrupción entre funcionarios y representantes como con la fatiga crítica de los ciudadanos. El deterioro es profundo –en mi opinión- y viene de lejos. A comienzos del siglo XX, Max Weber preguntaba a los trabajadores norteamericanos de “mono azul” si no les avergonzaba que algunos representantes corrompieran a la Administración delante de sus narices. Aquellos trabajadores manuales cualificados estaban beneficiándose mucho, entonces, de las posibilidades económicas abiertas, altamente lucrativas, de desarrollo de Estados Unidos hacia el Oeste. Estaban “a lo suyo” y sólo pedían que los causantes de la corrupción se renovaran un poco y no se consolidaran definitivamente en el aparato de la administración. Si no, sería todavía peor. Desconfiaban de que la corrupción pudiera ser evitada en las administraciones modernas. Hoy tampoco la corrupción es nota fundamental de renovación de los gobiernos. No faltarán ocasiones de comprobarlo. Un siglo después, sólo podemos decir que “mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado”.

Abstract

Ever since its inception, modern democracy has been characterized by a central tension between the sense of public duty and the wish for “maximizing the benefits” of citizens inside and outside the Administration and the representative institutions. We are not dealing with a flaw but with a central feature which explains the existence of corruption within contemporary democracy. If, in the political scope, public decisions influenced by corrupted interests generate distrust in the political system, the underlying effects of corruption bring about uncertainty, diminishing economic competence.  In order to maintain political and financial trust, a balance between social and individual equality has to be kept. Corruption of political representation -generated by the clientelism of political parties- and of economic development- triggered by the discretionality of government officials to grant licenses- is an aporia of a democratic system which requires improving the political and economical game. The key issue is to consider what to do about the crumbling of political and financial trust caused by corruption.

 

 

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