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ENSXXI Nº 31
MAYO - JUNIO 2010

Conferencia dictada por Jorge Sáez-Santurtún Prieto, notario de Madrid

Conferencia dictada en la Academia Matritense del Notariado el 25 de marzo de 2010, dentro del ciclo en memoria de Roberto Blanquer y que contó con una gran asistencia.

Introducción: respuesta legal ante la crisis empresarial
La depreciación de valor de ciertos activos, en especial de algunos financieros e inmobiliarios, la extraordinaria pérdida de liquidez de estos últimos y una excepcional restricción crediticia han abocado en los últimos años a una crisis económica sin precedentes a multitud de empresas en nuestro país.
La Ley Concursal impone al deudor el deber de solicitar la declaración de concurso en el plazo de dos meses desde que conozca su situación de insolvencia (es decir, no poder cumplir regularmente el pago de las obligaciones exigibles, ex art.2), plazo pretendidamente breve, ya que, como dice la Exposición de Motivos, lo que se pretende es “adelantar en el tiempo la declaración de concurso, a fin de evitar que el deterioro del estado patrimonial dificulte las soluciones más adecuadas para…” el logro del fin primordial del procedimiento concursal, que es “la satisfacción de los acreedores”. El deudor hará muy bien en observar este riguroso plazo de los dos meses, ya que su incumplimiento conllevaría, si se abriera la sección de calificación, el que el concurso se califique como culpable. Y esta es una amenaza muy seria, el gran temor de los administradores sociales, al tener una consecuencia tan grave como responder con su patrimonio personal de las deudas que hubieren quedado sin satisfacer, por falta de bienes, en la liquidación de la sociedad (art.172.3).
El problema que surge con este planteamiento legal es que, por un lado, nuestra legislación contempla una única institución para regular la situación de insolvencia, y esta institución es el concurso de acreedores, un procedimiento judicial, con todo lo que ello implica; y, por otro lado, empuja a iniciar este procedimiento, empuja a judicializar este problema, cuanto antes. Sin duda nuestro legislador tiene una muy buena consideración de las virtudes y eficacia de nuestros Juzgados y Tribunales.
El Departamento de Economía Aplicada y la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid elaboró un análisis económico sobre el procedimiento concursal, analizando la eficiencia de nuestra regulación, es decir, si mediante la acción colectiva de todos los acreedores bajo la tutela judicial logran éstos una mejor satisfacción de sus créditos que si actuaran individualmente. Y en relación a la empresa se analiza si la regulación ayuda a una reestructuración rápida de las empresas viables, y a una también rápida liquidación de las no viables. El informe es del año 2004, recién entrada la vigencia de la ley (1-09-2004), y ya apunta que el éxito en términos de eficiencia dependería en buena medida de la ausencia de dilaciones y atascos en los juzgados de lo mercantil.

"Por un lado, nuestra legislación contempla una única institución para regular la situación de insolvencia, el concurso de acreedores, un procedimiento judicial; y, por otro lado, empuja a iniciar este procedimiento, a judicializar este problema, cuanto antes. Sin duda nuestro legislador tiene una buena consideración de las virtudes y eficacia de nuestros Juzgados y Tribunales"

Hoy, seis años después, ya disponemos de algunos datos. Así, tomando como referencia los tres últimos años, resulta que en el año 2007 se declararon poco más de 1000 concursos en España (1030); en el año 2008, casi tres mil (2874); y en el 2009, casi 6000 (5967). Hay un incremento notable, pero que se explica por la crisis económica que atravesamos, no necesariamente porque a deudor y acreedores les resulte útil acudir el proceso concursal. Para apreciar la utilidad que a éstos les pueda reportar resultan más esclarecedores estos otros datos: el 90% de los concursos finalizan con liquidación de la empresa, no con convenio; en el 100% de los que finalizan con liquidación, no han quedado pagados todos los acreedores (dada la insuficiencia de bienes); y la duración media de los concursos desde que se declara hasta que se dicta el auto de terminación del concurso es de casi dos años.
Naturalmente, esto viene a ser la media; grupos societarios inmobiliarios de gran complejidad se han declarado en concurso, con propiedades en diferentes países, supuestos en los que los plazos y los incidentes se multiplican.

Actitud del deudor y de los acreedores
Es en el ámbito del procedimiento concursal donde los acreedores mejor pueden lograr la reconstrucción del patrimonio del deudor (acción rescisoria concursal) y, en caso, la responsabilidad personal de los administradores sociales por las deudas insatisfechas tras la liquidación de un concurso culpable. No obstante, pueden igualmente lograr tales fines, o semejantes, al margen del concurso, en el ámbito de nuestro derecho civil y mercantil general. Así, mediante la acción pauliana y mediante la exigencia de responsabilidad personal a los administradores sociales por incumplir los deberes inherentes a su cargo, en especial a través de la conocida como responsabilidad del art. 262 LSA si concurren los requisitos para ello.
El que los acreedores puedan lograr estos efectos al margen del concurso puede explicar, en parte, que no sean ellos los que de ordinario solicitan el concurso de su deudor. En general podemos decir, según las estadísticas, que sólo 1 de cada diez concursos ha sido solicitado por los acreedores. En la inmensa mayoría de los casos, 9 de cada 10, el concurso lo solicita el deudor. El dato debería hacer reflexionar al legislador. No ven los acreedores en la ley concursal una solución a sus problemas.
En cambio, el deudor -la empresa en dificultades- sí que puede encontrar en la ley concursal un gran aliado para intentar superar sus problemas. Así, sin ánimo exhaustivo, podemos enumerar algunas de las ventajas que resultan para el deudor con la declaración concursal: sus facultades patrimoniales no van a quedar suspendidas, sino, en principio, sólo intervenidas por la administración concursal; los administradores sociales no quedan cesados; pueden seguir vendiéndose las acciones o participaciones de la sociedad; las deudas, salvo que estén garantizados con garantía real, dejan de devengar intereses; se paraliza la ejecución de garantías reales sobre los bienes afectos a la actividad empresarial; puede el deudor rehabilitar créditos vencidos o contratos de adquisición de bienes resueltos en los tres meses anteriores; puede enervar y paralizar desahucios; se le facilita la tramitación de Expedientes de regulación de Empleo (ERES) frente a sus trabajadores; tratándose de un deudor-persona física-casada, se facilita salvar la vivienda habitual, adjudicándose al cónyuge no deudor; puede negociar y conseguir un convenio con sus acreedores que le permita mantener su empresa, con quitas en sus créditos de hasta la mitad, y esperas de hasta cinco años, e incluso de más cantidad y de más tiempo si hubo propuesta anticipada de convenio o se trata de una empresa de especial trascendencia para la economía; y si, finalmente, no queda otra que liquidar la empresa, al final del proceso podrá solicitar la cancelación registral de la sociedad, incluso aunque quedaran deudas sin pagar.
Por tanto, quizá para los acreedores no, pero para el deudor, para el empresario, resultan evidentes las ventajas que le proporciona la ley concursal a sus dificultades económicas.
Sigue, sin embargo, siendo mayoritaria en nuestro país la desaparición de hecho de la empresa deficitaria, al margen del concurso. En España se declaran muy pocos concursos en comparación con lo que ocurre en otros países de nuestro entorno. El número de concursos en Francia, Italia o Alemania triplica o cuadruplica el de España. En Estados Unidos, incluso en términos relativos, el número de concursos es aun mayor. En España, aunque han aumentado en los últimos años (en especial a instancia del deudor, dadas las ventajes vistas) siguen siendo pocos y, además, muchos de los que hay, llegan tarde, en una situación de deudas absolutamente desproporcionadas con el activo, de muy difícil saneamiento, de tal manera que los juzgados de lo mercantil han venido a convertirse en una especie de UVI empresarial, donde a veces se trata de ganar tiempo en busca de un convenio que no llega por imposible, y que casi siempre acaba con la muerte de la empresa.
Las razones de esta situación suelen encontrarse en la llamada falta de cultura concursal en España. Es muy frecuente oír que en España se declaran todavía pocos concursos porque falta cultura concursal. A esta falta algunos le atribuyen incluso un origen religioso: los valores católicos no perdonan al concursado, le estigmatizan, le culpabilizan. A diferencia de los valores protestantes, los cuales valoran y admiran al empresario que es capaz de sobreponerse a las dificultades. Por eso la rapidez y la falta de prejuicios con que el empresario solicita el amparo de la legislación de insolvencias en países con estos valores.
Sin embargo, esta razón no explicaría la gran diferencia que también nos separa con países de nuestros mismos valores, como Francia o –sobre todo- Italia. Mucho me temo que, en relación a los países más desarrollados, en España, a pesar de las bondades de la actual legislación positiva, falta una respuesta rápida, cierta y satisfactoria por parte de las instancias involucradas en la tutela concursal, no generándose así la confianza precisa en el deudor y, sobre todo y muy especialmente, en sus acreedores. Éstos participan de una actitud un tanto esquiva hacia concurso mientras no se declare, e insegura y escéptica una vez declarado.
De esta actitud participan en especial los acreedores ordinarios. Lo cual es especialmente grave ya que son ellos los que precisamente pueden –una vez declarado el concurso- evitar la liquidación de la empresa mediante  la aprobación  de un convenio con el deudor. Recordemos que los acreedores subordinados no tienen derecho a  voto en la junta de acreedores, y los privilegiados –sobre todo los que ostenten privilegio especial- no suelen votar para así no quedar vinculados con lo que en ella se acuerde. Por tanto, el convenio debe ser aprobado por los acreedores ordinarios, resultando esencial un buen entendimiento entre ellos y el deudor. La ley pretende que el canal para este entendimiento sea el puesto que por derecho propio corresponde a un acreedor en la terna de administradores concursales, pero tal pretensión queda diluida tanto porque cuando el concurso se tramite por el procedimiento abreviado la administración concursal la integrará un solo miembro -que deberá ser abogado o auditor-, como porque la ley no reserva en exclusiva tal puesto a un acreedor ordinario, pudiendo ser un privilegiado con privilegio general –por ejemplo, la Hacienda Pública-, y porque en la práctica incluso se entrometen los que sí que están excluidos, esto es, los acreedores con privilegio especial –los bancos-, los cuales en ocasiones adquieren mediante cesión un crédito ordinario con la sola finalidad de formar parte de la administración concursal.

"Mucho me temo que, en relación a los países más desarrollados, en España, a pesar de las bondades de la actual legislación positiva, falta una respuesta rápida, cierta y satisfactoria por parte de las instancias involucradas en la tutela concursal, no generándose así la confianza precisa en el deudor y, sobre todo en sus acreedores"

Como situación particular de especial problemática podemos citar la de los compradores de viviendas en construcción en caso de concurso de la promotora constructora. Y ello debido a que no hay unanimidad en los juzgados a la hora de considerar a estos adquirentes como acreedores integrados en la masa pasiva del concurso, al entender que sólo cuando venza el plazo previsto para la entrega de las viviendas es cuando pueden quedar integrados en la misma –como acreedores concursales ordinarios-, calificándose hasta entonces su crédito como contingente. Me parece discutible esta opinión, no compartida por otros juzgados que consideran –en mi opinión con mejor criterio- que las cantidades entregadas antes del concurso deben ser calificadas ya como créditos concursales, y las entregadas después deben serlo como créditos contra la masa, si bien el principal problema para estos adquirentes va a ser ejecutar los avales bancarios que necesariamente tuvo que concertar la entidad promotora para recibir cantidades a cuenta, conforme a la todavía vigente Ley 57/1968. Para ello, tendrán que esperar al transcurso del plazo previsto de entrega, y, en caso de incumplimiento de la promotora concursada, reclamar al banco el importe del aval o –según cada caso- resolver previamente el contrato –a través del incidente concursal-. Y todo ello muy pendiente de que no transcurra el plazo fijado de duración del aval.

En especial, el acreedor bancario: los acuerdos de refinanciación y su formalización notarial
En realidad, los bancos no tienen interés en que su deudor sea declarado en concurso. Les va a interesar más negociar con su deudor en una fase preconcursal. Por ello, como intento de solución para las dos partes, deudora y acreedora, se han venido celebrando en los últimos años, desde los comienzos de la crisis, acuerdos extrajudiciales llamados de refinanciación o reestructuración financiera, que vienen a ser un acuerdo marco entre el deudor y el conjunto de sus acreedores –o parte de ellos- en el que se acuerdan una serie de medidas, especialmente financieras –aunque no solo- (aplazamiento de créditos, novaciones), que permitan al deudor disponer de más crédito o en condiciones más ventajosas.
A pesar de que en los últimos tiempos se han negociado en España muchos acuerdos de este tipo –con los grandes deudores-, no existe una regulación de los mismos, la cual, por otro lado, no es necesaria dada la autonomía de la voluntad propia de nuestro derecho privado. Sí, quizá, pudiera ser interesante para las entidades financieras recibir por parte del Banco de España alguna pauta de buenas prácticas en estos acuerdos, que ayuden a despejar un cierto prejuicio de que la refinanciación únicamente sirve –aunque no lo pretenda- para ganar tiempo y demorar la inevitable insolvencia del deudor. En los próximos meses veremos –una vez que venzan los aplazamientos y carencias concedidos- cuánto hay de incierto o no en este prejuicio.
Los acuerdos de refinanciación tienen, o han venido teniendo, un problema importante: no bloquean –no impiden- el que un acreedor distinto a los que lo han firmado solicite la declaración judicial de concurso, o que la situación se deteriore deviniendo desde la dificultad financiera a la insolvencia propia y solicite el concurso el propio deudor, cumpliendo con su deber.
La declaración de concurso pudiera implicar en estos casos que los créditos, aplazamientos, novaciones y garantías acordados entre el deudor y sus acreedores en el marco del acuerdo de refinanciación se vean rescindidos por el ejercicio de la acción rescisoria concursal del artículo 71 LC, siempre que no hubieren transcurrido dos años, y aunque no hubiese existido intención fraudulenta por parte del deudor y sus acreedores, ya que tal acción rescisoria atiende únicamente al perjuicio causado.
La preocupación de las entidades bancarias por esta situación aumentó cuando empezaron a dictarse sentencias judiciales que no sólo estimaban la acción rescisoria concursal de los acuerdos de refinanciación –en especial de las nuevas garantías constituidas-, decantándose así por la opinión –discutible- de que la Ley Concursal había derogado el artículo 10 de la Ley del Mercado Hipotecario del año 1981 –el cual protegía, salvo que se probara fraude, las hipotecas de los bancos en el régimen anterior de retroacción de la quiebra-, sino que incluso, alguna sentencia, para evitar tener que pronunciarse sobre la vigencia o no de tal precepto, declaró la mala fe fraudulenta de la entidad bancaria, pasando su crédito a ser considerado en el concurso como subordinado.
Como no podía ser de otra manera, el legislador reaccionó para atajar estos peligros que venían a bloquear la asistencia financiera necesaria para que el deudor, en dificultades pero todavía solvente, pudiera evitar el concurso. Así, la primera reacción legal se produjo con la Ley 41/2007, de 7 de Diciembre, que reformó el mencionado artículo 10 de la LMH, adecuando su redacción a la nueva terminología legal, sin alterar su sentido, sancionándose así la vigencia del precepto en beneficio de las hipotecas bancarias, las cuales sólo podrán ser rescindidas si se prueba el fraude, no bastando el perjuicio.
Y, en segundo lugar, con la reforma llevada a cabo en la Ley Concursal por el Real Decreto-Ley 3/2009, de 27 de Marzo, el cual, junto con otras novedades, introduce la ya famosa Disposición Adicional 4ª, previendo unos requisitos que, si se ajustan a ellos los acuerdos de refinanciación, impiden el ejercicio frente a éstos de la acción rescisoria concursal si posteriormente se declarara el concurso.
En definitiva, proporciona lo que se ha venido a llamar un “escudo protector” de los acuerdos de refinanciación, siempre que éstos cumplan los requisitos exigidos, a saber: que el acuerdo sea suscrito por acreedores que representen al menos 3/5 del pasivo del deudor, que el acuerdo responda a un plan de viabilidad que permita la continuidad de la actividad del deudor en el corto y medio plazo, que dicho plan sea informado –positivamente, se entiende- por un experto independiente, y que el acuerdo se formalice en instrumento público. Es al notario, por tanto, al que confía la ley el control de la concurrencia de los requisitos para gozar de la protección.
En la práctica, y a propósito de la formalización notarial de estos acuerdos de refinanciación, se ha planteado algún problema en relación al tipo de documento notarial –escritura o póliza- y a la unidad o no de acto en la incorporación al instrumento notarial de todos los documentos precisos, en especial el informe del experto independiente. Respecto a lo primero –el tipo de documento-, y no obstante utilizar la ley el término más amplio de instrumento público, que podría incluir la póliza, entiendo que la forma obligada es la escritura pública. Recordemos que el Reglamento Notarial (art.144) excluye la póliza de todo negocio que no sea el propio y habitual de al menos una de las partes otorgantes, y en todo caso cuando tenga por objeto inmuebles –lo que será frecuente en los acuerdos que refinancian deudas hipotecarias. Además, la propia ley, al fijar un régimen arancelario para los folios del documento, presupone que se trata de una escritura pública, ya que tal concepto no existe en las pólizas. No hay que temer, por otro lado, que la documentación en escritura active el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados, ya que la propia ley distingue entre el acuerdo de refinanciación en sí –que actúa como un acuerdo marco, y es el que debe documentarse en escritura-, y los distintos negocios en ejecución de tal acuerdo –pignoraciones, novaciones- que ya se podrán documentar en la forma documental que les sea propia –así, por ejemplo, en póliza las pignoraciones de crédito.
Respecto al problema de la unidad de acto, hay que tener en cuenta que la unidad exigible en la autorización de escrituras es la llamada unidad de acto formal, no, en cambio, la sustancial o negocial –que es la que afectaría al negocio jurídico en sí-, y por ello el propio Reglamento Notarial –art-176- admite los otorgamientos sucesivos y las adhesiones al negocio jurídico. Es posible, por tanto, que el acuerdo de refinanciación se otorgue inicialmente por el deudor, o por el deudor y ciertos acreedores, contemplándose ya a los restantes acreedores que pudieran adherirse –a los que se dirige la oferta de acuerdo-, y que posteriormente sea aceptado por éstos, pactándose desde el momento inicial que la eficacia del acuerdo se sujeta a que los acreedores adheridos representen las tres quintas partes del pasivo.
Incluso, ante el problema que se viene generando por no acceder el registrador mercantil a designar al experto independiente hasta que se le acredita la existencia de un acuerdo con las mayorías necesarias, no veo inconveniente a que el informe del experto se incorpore a la escritura en un momento posterior a las adhesiones de los acreedores, pactándose igualmente la sujeción de la eficacia del acuerdo al informe positivo del experto. Sin duda en estos casos es fácil que se generen problemas prácticos si resulta luego que el informe del experto, aun siendo positivo, contiene matizaciones, surgiendo la duda del consentimiento cierto de los acreedores a tal situación. Por ello, es preferible evitar la incorporación posterior del informe del experto, en busca de una satisfactoria seguridad jurídica. Pero no porque exista un impedimento legal: tengamos en cuenta, en este sentido, que la propia Disposición Transitoria del RDL 3/2009 permite proteger las refinanciaciones acordadas antes de su entrada en vigor siempre que se cumplimenten los requisitos ahora exigidos -entre ellos éste del informe de experto independiente-, por lo que la propia ley viene a no exigir ningún tipo de unidad de acto sustancial o negocial.

"En la práctica, y a propósito de la formalización notarial de estos acuerdos de refinanciación, se ha planteado algún problema en relación al tipo de documento notarial y a la unidad o no de acto en la incorporación al instrumento notarial de todos los documentos precisos, en especial el informe del experto independiente"

Dación de inmuebles a bancos acreedores en pago de deudas
Estas daciones en pago suponen también, en un sentido amplio, una operación de refinanciación para el deudor, en cuanto extinguen deuda (reducen pasivo), dando activos inmobiliarios sin liquidez alguna en los tiempos actuales. Sin embargo, parece haber acuerdo en que estas daciones en pago no gozan de la protección de la disposición adicional 4ª-dada su literalidad- frente a posibles acciones rescisorias concursales si después se declarara el concurso, a diferencia de los acuerdos de refinanciación en sentido estricto que acabamos de examinar. Es decir, no gozan del escudo protector, ni siquiera tratándose de daciones en pago de deudas con garantía real.
Se han venido realizando estas daciones en dos momentos distintos, antes de la declaración del concurso, y después –durante la fase común-, planteando problemas distintos en uno y otro momento.
Antes de la declaración concursal, la dación en pago puede conllevar dos riesgos. Uno, que aún no se ha dado mucho en la práctica, es que pudiera pensarse que tal forma de pagar las deudas no es la prevista, no es la normal, no es un cumplimiento regular, por lo que algún otro acreedor pudiera decir que el deudor se encuentra en estado de insolvencia, y solicitar el concurso.
El otro riesgo es el antes referido, es decir, que, si dentro de los dos años posteriores se declara el concurso, puede ejercitarse contra la dación la acción rescisoria concursal del art. 71 LC, si se la considera perjudicial para la masa activa. Lo cierto es que, salvo que se tratara de daciones en pago de deudas con vencimiento posterior a la declaración del concurso, y que se pagaron anticipadamente –supuesto en el que el art. 71.2 presume iuris et de iure el perjuicio-, en los demás casos, esto es, cuando la deuda ya estaba vencida al tiempo de la dación –que es el supuesto normal-, el perjuicio para la masa no se presume, y ha de ser objeto de prueba.
Sin embargo, cierta doctrina ha considerado que toda dación en pago, en cuanto altera el principio par conditio creditorum, satisfaciendo a un acreedor y no a otros, siempre resulta perjudicial para los restantes acreedores. En mi opinión, por el contrario, el art. 71 habla de perjuicio “para la masa activa”, no para la pasiva, por lo que entiendo que el perjuicio ha de probarse caso por caso, examinando la correspondencia entre el valor de la deuda vencida y el valor del bien dado en pago, y atendiendo al valor al tiempo de la dación, no de la declaración concursal.
Tengamos en cuenta, además, que en ocasiones la rescisión puede ser más perjudicial para los restantes acreedores que la propia dación, ya que el crédito del acreedor que sufre la rescisión pasará ahora –salvo que se le declare mala fe- a tener la superior consideración de crédito contra la masa, debiendo ser satisfecho simultáneamente a la reintegración de los bienes (art. 73.3).
Los juzgados de lo mercantil, sin embargo, vienen siendo muy severos con estas daciones en pago, y comienzan ya a estimar la rescisión concursal incluso tratándose de créditos con garantía real. Esto ha provocado que en los últimos tiempos se estén buscando efectos semejantes a través de una fórmula distinta y mejor recibida en los juzgados –aunque no inmune a la rescisión-, cual es la de la venta del activo inmobiliario a una sociedad –una filial- del mismo grupo que el banco acreedor, amortizando inmediatamente con el dinero obtenido la deuda pendiente, o subrogándose la filial adquirente en la deuda.  
Esta venta de activos a una sociedad del grupo de la entidad acreedora se viene celebrando también en el otro momento al que antes me refería, esto es, una vez declarado ya el concurso. En este caso, la problemática es diferente, y sin duda en principio debería ser menor, ya que ineludiblemente toda venta de bienes –una vez declarado el concurso- requiere autorización judicial –art.43-, salvo que se trate de ventas inherentes al día a día de la actividad empresarial –que no es el caso de las que estamos examinando.
Se entiende que el juez concederá autorización para enajenar un bien al efecto de obtener dinero –liquidez- durante la fase común, atendiendo así al pago de las deudas de la masa. Por eso, en estos casos el problema pudiera surgir respecto a aquellas ventas en las que el precio se paga íntegramente mediante la subrogación en la carga, sin existir ningún exceso a pagar en metálico, no obteniéndose entonces el dinero líquido que justificaría la enajenación de activos durante la fase común del concurso. Lo cierto, no obstante, es que la ley no señala expresamente los motivos a tener en cuenta por el juez para conceder o denegar la autorización; más bien, al contrario, parece reconocerle en este ámbito una amplia discrecionalidad, al señalar que contra su decisión no se admitirá recurso alguno excepto el de reposición.
Al autorizar estas operaciones –de venta de bienes de empresa ya concursada- los notarios nos solemos encontrar con el problema del régimen de actuación de los administradores concursales cuando éstos son tres –por ser el pasivo superior a los 10 millones de euros-, y ello tanto cuando las facultades patrimoniales del deudor han quedado sujetas al régimen de intervención –en cuyo caso actúa el deudor con la autorización de los administradores concursales-, como cuando han quedado suspendidas y asumidas directamente por los administradores concursales.
Cuando los administradores concursales son tres, la ley señala que las funciones se ejercerán de forma colegiada, adoptando las decisiones por mayoría, sin perjuicio de que el juez pueda atribuir funciones específicas y concretas a alguno de sus miembros (art.35). Por tanto, la regla es que se trata de un órgano colegiado, cuyos acuerdos –por ejemplo, la enajenación de un bien- deben consignarse en acta, la cual se transcribirá o extenderá en un libro legalizado por el secretario del juzgado.
Un primer problema surge debido a que la ley no regula para nada el funcionamiento de este órgano colegiado, ni señala quién de los tres será presidente o secretario, o si no son necesarios estos cargos. El juez, al efectuar el nombramiento, puede designar a un presidente o secretario de entre sus miembros, pero sin que resulte necesario. Basta, a mi entender, si quiere hacerse esta distribución, que sea interna entre los propios administradores, consignándola en el libro de actas.
Esta cuestión es importante debido a que, en ocasiones, puede confundirse el régimen de funcionamiento del órgano –colegiado dice la ley, sin añadir ninguna regla más- con el régimen de adopción de decisiones –aquí la ley sí aclara que se decide por mayoría-. Parece, en mi opinión, como si la ley hubiera querido distinguir dos planos distintos, el primero –el del funcionamiento como órgano colegiado- con una eficacia interna entre los propios administradores, y el segundo –la mayoría para decidir- con una eficacia ya externa y condicionante por tanto de la validez del consentimiento negocial.
Si así se entiende –y en la práctica parece serlo- resulta que los administradores actuantes, cuando sean sólo dos de los tres, deberán acreditar su condición mediante el oportuno documento judicial –la credencial-, en su caso la correspondiente autorización judicial –en forma de auto-, pero no será necesario –por pertenecer al plano interno- que acrediten las circunstancias de funcionamiento propias del órgano colegiado –como sería exhibir el libro de actas o una certificación de su contenido-, ya que tales circunstancias no tienen una trascendencia externa que afecte a la validez del negocio. En realidad, existiendo autorización judicial para ese concreto acto de enajenación, resultaría incluso innecesaria la intervención de los administradores concursales, en especial cuando ellos mismos son los que la han solicitado previamente. Puede por ello el juez, al autorizar, facultar a dos concretos administradores o incluso a uno sólo para que formalice el correspondiente negocio (art.35.2).
   
Conclusión
He pretendido dar una breve visión de ciertas luces y de ciertas sombras en los efectos de la legislación concursal en relación a la crisis empresarial. También he pretendido reflexionar sobre algunos problemas sustantivos que, por debajo del ropaje procesalista de la ley, surgen con rapidez en cuanto el jurista se alza por encima de los plazos, autos e incidentes. Y creo que el notario, como jurista sustantivo, y además práctico, está llamado a un cada vez mayor protagonismo en el estudio del derecho concursal. En este sentido, con muy buen criterio, la Academia Matritense del Notariado lleva ya años, en especial durante el presente Curso de conferencias, auspiciando la aportación notarial en esta materia, dada la condición del notario como experto arbitrador en las diferencias patrimoniales. Bien pudiera aprovechar el legislador la función notarial en futuras reformas legales, ya sea en situaciones preventivas de la insolvencia –como en cierto sentido ha ocurrido tras la reforma de 2009-, ya sea en situaciones de insolvencia propia en las que resulte oportuno desjudicializar el procedimiento –al menos en parte- en aras a una más rápida y eficaz satisfacción de los intereses en juego, en especial el pago a los acreedores y la conservación de la empresa.

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