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ENSXXI Nº 39
SEPTIEMBRE - OCTUBRE 2011

LOS LIBROS POR JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ, Decano Honorario

MICHEL HOUELLEBECQ: EL MAPA IMPORTA MÁS QUE EL TERRITORIO

La de 2010 fue la reunión más corta de toda la historia del Goncourt. Un minuto y 29 segundos duró la deliberación del Jurado. El premio más prestigioso de Francia estaba predestinado para Michel Houellebecq desde antes de la aparición de su nueva obra que, por otro lado, en pocos días ya había vendido 300.000 ejemplares. En el ambiente literario francés flotaba la sensación de que a alguna de sus novelas anteriores, concretamente a las dos últimas, Las partículas elementales y Plataforma se les había denegado el premio inmerecidamente, por motivos extraliterarios, por la carga explosiva contra los valores más intocables de la civilización de Occidente, que contenían sus obras y que le condenaban a engrosar la lista de los autores malditos.

"Sigue siendo el Houellebecq agitador de siempre, el burlador de las formas y de la cortesía burguesa, el delator del fariseismo social, el inquisidor de las vergüenzas recónditas"

Pero Houellebecq siempre despierta polémica. Ha sido concederle el premio que, ya se ha dicho, le estaba reservado, más para él que para su obra, y empezar las críticas. Y esta vez paradójicamente de sus fans que denuncian la sustancial rebaja en el nivel de escándalo y cinismo que ha aplicado a esta novela, acusándola de sosa y edulcorada, una obra acomodada que traiciona a sus admiradores y sólo gustará a los lectores que no se entusiasmaron con su obra anterior. Y tal vez a los miembros del Jurado que encontrarían en esta bajada de pistón argumentos para conceder un premio que anteriormente habían regateado al que consideran mejor escritor de Francia en la actualidad. ¿Ha sido una traición calculada?

"Houellebecq, un desarraigado crónico, se ha marcado como objetivo poner sobre su mesa de operaciones y diseccionar la sociedad contemporánea, fustigando con mordacidad y a veces con saña cuanto le rodea"

Hablamos de Michel Thomas, nacido en 1956 en la Isla Reunión, que adoptó el apellido de la abuela paterna que, por abandono de sus padres, le crió y por el que es conocido, Michel HOUELLEBECQ, poeta, ensayista y novelista que, como se comentó en el nº 29 de esta revista a propósito del debate mantenido con Bernard-Levy, se ha encaramado como una estrella rutilante a lo más alto del panorama literario francés por la vía del escándalo y la incorrección social, y que tras algunos fervores comunistas, ha terminado convirtiéndose en un enfant terrible destructivo, un nihilista, o si se quiere un anarquista de derechas. Hoy es el exponente de una derecha rebelde y subversiva, una derecha extremada, negativista y reaccionaria.
Y como tal se manifiesta también, aunque en tono menor, en la obra a que nos estamos refiriendo, editada ya en treinta y seis países, y que en España, espléndidamente traducida eso sí, acaba de aparecer este otoño (El mapa y el territorio, sept. 2011) editada por Anagrama, lamentablemente con más de un año de retraso sobre el original francés.

"Nada escapa a su bisturí. La cocina creativa, los restaurantes de moda, los desayunos de trabajo, la experiencia puerilizante y concentracionaria en que se han convertido los vuelos low cost"

No hay sexo, ni pornografía en Pattaya, ni apología de la pederastia, ni injurias raciales ni incitaciones al odio religioso. Pero sigue siendo el Houellebecq agitador de siempre, el burlador de las formas y de la cortesía burguesa, el delator del fariseismo social, el inquisidor de las vergüenzas recónditas, el provocador del resentimiento y del rencor, el apologeta del suicidio como salida de honor. No es un Houellebecq en tono menor. Solo abusa menos del escándalo verbal. Pero a cambio incrementa su rabiosa cotidianidad.
Nadie puede negar que estamos ante una novela inteligente y rabiosamente actual. Una novela que, para bien o para mal, mantiene la visión crítica del genuino Houellebecq, incluso su cinismo, su humor, y también ese pesimismo existencial que nos conduce a la nostalgia y la melancolía. Pero también su ingenio, su chispa y su maestría. Y trata temas rabiosamente actuales con una frescura fascinante. Y aunque en tono menos explícito sigue blandiendo su espada llameante contra todo lo que la hipocresía o el pudor maquillan en la sociedad actual para mantener esa corrección formal que el autor abomina.

"Estos gritos acusadores tienen una ilación que conforma una forma de pensar y de vivir, siquiera cínica. Una filosofía que ridiculiza la felicidad epicúrea, que la sociedad occidental propone a las clases medias-altas"

Puede que la construcción de la novela no responda a parámetros ortodoxos. Puede que carezca de línea argumental sólida y que la trama no siga la ruta esperada por algunos. Puede que la última parte de la novela, un thriller sin intriga o una policíaca sin misterio, no interese ni siquiera al autor a tenor de la escasa convicción que demuestra en su relato. Puede que contenga párrafos y disquisiciones aparentemente inútiles, a veces tomadas de Wikipedia según él mismo confiesa, como sus observaciones sobre la musca doméstica, el funcionamiento de la Nikon o las divagaciones históricas sobre la ciudad de Beauvais. Puede que para algunos esta obra sea un collage de reflexiones diferentes, consideraciones filosóficas y observaciones deshilvanadas. Y entrando en temas de fondo, puede que la relación padre/hijo que ocupa una parte considerable de la novela se estereotipe y poco aporte. O que los personajes, escasos, no estén perfilados con la profundidad exigible, especialmente los femeninos, Olga la poupée rusa, o su contraria Marylin, la agregada de prensa de la galería con su falso aspecto de lesbiana intelectual, cosa que es explicable dada la reconocida misoginia del autor.

"No aguanta París, la gente ha empezado a comer en media hora, a beber cada vez menos alcohol y el golpe de gracia ha sido la prohibición de fumar"

Pero Houellebecq no sigue ni nunca ha seguido el derrotero en que alguno le pretende encasillar. Como él mismo confiesa, ha roto con el mundo como narración, el mundo de las novelas y las películas y sólo se interesa por el mundo como yuxtaposición. Houellebecq, un desarraigado crónico, se ha marcado como objetivo poner sobre su mesa de operaciones y diseccionar la sociedad contemporánea, fustigando con mordacidad y a veces con saña cuanto le rodea. Sólo salva la libertad.  Ni siquiera se perdona a sí mismo, haciéndose aparecer en la novela en un autorretrato sulfuroso y extravagante, sarcástico y misántropo destilando un pesimismo frente a la sociedad y frente a sí mismo que no le lleva sino a la autodestrucción, a la que no es ajena la escenificación final que hace al final de la obra de su propia muerte, una muerte atroz que hace desaparecer sus carnes, y que podría interpretarse como un despeñarse en el vacío o una llegada general a la ruta de la nada, fruto de su pesimismo.
Pero compensa ese tono cínico y pretencioso, con una lucidez y una agudeza que le permiten descubrirnos el lado escandaloso o ridículo de las costumbres de la sociedad occidental en su versión más actual, y escarbar en sus entresijos más oscuros para poner al descubierto sus miserias y el nivel ramplón de sus ideales. La cocina creativa, los restaurantes de moda, los desayunos de trabajo, la experiencia puerilizante y concentracionaria en que se han convertido los vuelos low cost. Los abogados, mezcla de picardía y pereza, la policía científica, o los curas condenados de por vida a un optimismo forzoso. También destila hiel contra los pájaros, entes estúpidos que revolotean patéticamente sin más función que devorar insectos y reproducirse, contra las flores que sólo son vaginas abigarradas que adornan la superficie del mundo entregadas a la lubricidad de los insectos, o contra la gaita bretona con su sonido torturado, interminable, casi doloroso. Nada escapa a su bisturí. No faltan invectivas contra España. Sus apartamentos a la orilla del mar que se expropian sin indemnización por una ley del litoral con efecto retroactivo. O a Picasso que es feo y pinta un mundo horriblemente deformado porque su alma es fea, en cuyos cuadros ve una estupidez extrema y un pintarrajeo priápico que sólo puede cautivar a ricos sexagenarios. Nada se libra de su sarcasmo y a veces de su crueldad. Especial dedicación hay para los gurús y líderes carismáticos que se escuchan con una mezcla de veneración y asco. Y para los periodistas y críticos de arte franceses que según confiesa le detestan hasta el punto de que no pasa una semana sin que alguno le cague en la cara, y le tildan de borracho sin que ni uno solo se haya dado cuenta nunca de que si él bebe mucho en su presencia es sólo para poder aguantarles.

"El mapa, ésta es la lección de la novela, no es el territorio, es más interesante que el territorio. También el arte es más interesante, más bello, o incluso más verdadero y auténtico que cualquier realidad. Y desde luego esta novela de Houellebecq, una novela chispeante, inteligente, cáustica pero sincera, lo es"

Puestas en fila sus ironías y si se quiere sus embestidas pudiéramos pensar que estamos ante un enfant terrible, un iconoclasta que sólo busca llamar la atención rompiendo los jarrones más preciados por la burguesía. Pero no es así.
Estos gritos acusadores tienen una ilación que conforma una forma de pensar y de vivir, siquiera cínica. Una filosofía que ridiculiza la felicidad epicúrea, apacible, refinada sin esnobismos que la sociedad occidental propone a las clases medias-altas, esa sociedad en la que lo único que funciona y empuja a la gente con la mayor violencia a superarse sigue siendo el dinero. Una filosofía que critica acerbamente los santuarios burgueses, esas microagrupaciones denominadas familias (El fue un desarraigado de nacimiento, abandonado por sus padres biológicos y paralelamente en la novela la madre del protagonista se suicida cuando éste tenia 7 años). También mancilla la filiación: tener un hijo significó para el padre del protagonista el final de toda ambición artística y más en general la aceptación de la muerte. No aguanta París, la gente ha empezado a comer en media hora, a beber cada vez menos alcohol y el golpe de gracia ha sido la prohibición de fumar. Houellebecq entona un canto a la soledad, al campo, al automóvil último reducto de libertad para fumadores y propietarios de animales domésticos, una de las últimas zonas de autonomía temporal ofrecida a los humanos en el comienzo de este tercer milenio Solo la soledad, la soledad abrumadora pero a su juicio fecunda y rica, y el culto a la misantropía sin mas interlocutor que su perro, desarrollan la plena autonomía del hombre, lejos de esas teorías de la libertad que se predican, desde Gide a Sartre, y que no son sino inmoralidades concebidas por solteros irresponsables. Solo amar, reír y cantar. También desconfía decepcionado del amor, entiende que la gazmoñería victoriana militó a favor del amor libre, y prefiere los burdeles de Tailandia en temporada baja (a mí me va eso, me conviene, las prestaciones siguen siendo excelentes o muy buenas). Sólo enfatiza en la autonomía, la libertad, y el derecho a la belleza para todos.
Todo un cocktail de soledad existencial y nihilismo nietzscheano en el que afloran a la superficie escollos del relativismo que envuelve a la sociedad actual, una vez que ha visto desmoronarse los dogmatismos que la encorsetaban y desacreditarse los valores en que se apoyaba. Un cocktail que pone en solfa la condición del hombre moderno en occidente, al que va despojando de todos los artificios que le rodean, dejándolo sólo frente a su triste destino.
Y lo hace de forma pretenciosa, desde el púlpito de una autosuficiencia que deja al descubierto su profundo egotismo. Un egotismo que le permite calificar de enemigos a casi todos los tontos del culo parisinos, lo que equivale a decir qué son los que no le aceptan. Un egotismo que le empuja a incluirse a sí mismo como personaje esencial de la novela y por elevación de la vida cultural parisina, pergeñando el autorretrato de un Houellebecq extravagante, decepcionado, torturado y patético. Un buen autor, mundialmente conocido, se define a sí mismo, que tiene una visión de la sociedad bastante acertada, aunque sus comentarios, esencialmente destructivos, destilan fundamentalmente una melancolía que desemboca de forma recurrente en un pesimismo existencial. No confía en el futuro de occidente, siente nostalgia por el pasado y le abruma una amarga sensación de pérdida irreversible para Europa en su tránsito al mundo moderno. Especialmente para Francia que pronto dejará de ser un país industrial y se convertirá en un país agrícola y turístico que tras una crisis de virulencia tremenda no tendrá nada que vender salvo perfumes, quesos, chacinería fina y hoteles con encanto a los que desgraciadamente no podrán acceder los franceses, solo los chinos, los indios y los rusos.
El libro es una crítica mordaz de una civilización empeñada en manufacturar todo, una sociedad que confunde la autenticidad (el territorio) con la representación interpretada de la realidad (mapa), mensaje que Houellebecq nos traslada con finísima y sutil ironía con la metáfora negativa de los ditirambos desproporcionados que todo el corifeo universal dedica al protagonista de la novela, Jed Martín, un fotógrafo luego pintor, cuando hace una exposición de fotografías de los mapas Michelin que le llevarán al pináculo de la genialidad y de la gloria artística. El mapa, ésta es la lección de la novela, no es el territorio, es más interesante que el territorio. También el arte      -- la pintura y la novela-- como ya dijo Wilde, es más interesante, más bello, o incluso más verdadero y auténtico que cualquier realidad.
Y desde luego esta novela de Houellebecq, una novela chispeante, inteligente, cáustica pero sincera, lo es.

EL PERVERSO PODER DE LA ESTÉTICA

Nunca llegaremos a explicarnos coherentemente cómo fue posible que la Alemania de mediados del siglo XX, la que fue protagonista de uno de los períodos de florecimiento cultural más prodigiosos de Occidente, incubara el sistema político más repugnante de la historia, con genocidios en masa y agresiones bélicas que terminaron dejando esparcidos por el viejo mundo sesenta millones de cadáveres. Y todo por obra de un maníaco que fue capaz de poner en estado de hipnosis agresiva a un pueblo tan culto como el alemán, y de conseguir la adhesión inexplicable de muchos de los epígonos culturales de la Republica de Weimar cuyo memorable desarrollo artístico se comentaba en el último número de esta revista

"El análisis de su conducta está sacando a luz una especial sensibilidad estética del dictador para conectar con las masas alemanas cuya debilidad ante los estímulos artísticos conocía y que utilizó arteramente para que éstas le siguieran ciegamente"

Unos, la mayoría, han apelado a las circunstancias objetivas que confluyeron en los años treinta, gran depresión, humillaciones del Tratado de Versalles, inflación vertiginosa, paro general... Alguno ha recordado el apego y la fascinación del ser humano por la maldad, que es una constante histórica, contra la que no ha sido  vacuna eficaz ni la cultura ni la civilización. Y no faltan quienes han recurrido a la capacidad de embrujo de Hitler, a la fuerza electrizante de su carisma hipnótico capaz de manipular y encender psicológicamente a las masas con mayor potencia que la que darían los argumentos mejor razonados.

"No puede desde luego excluirse la teoría de que en el cerebro delirante de este paranoico la autojustificación última fuera cultural"

El estudio psicológico del personaje está encontrando en este siniestro dictador facetas que responden a ideales muy alejados del maníaco asesino en que ha quedado retratado para la historia, y que podrían ayudar a comprender cómo un hombre solo pudo arrastrar al pueblo más cultivado y con mayor capacidad de asimilación y desarrollo artísticos. Y sin que ello suponga rehabilitar un ápice la imagen del más abominable genocida de la historia, el análisis de su conducta está sacando a luz una especial sensibilidad estética del dictador para conectar con las masas alemanas cuya debilidad ante los estímulos artísticos conocía y que utilizó arteramente para que éstas le siguieran ciegamente. Ya en su tiempo el nada sospechoso de militancia nazi, Thomas Mann, escribió que el hecho de que Hitler  fuera un maníaco asesino no era razón para no encontrarlo interesante como personaje y como acontecimiento. Y hoy se abre cada vez más camino la teoría de Carl Burckhardt de que en este déspota había una personalidad dual, una, la de un artista bastante tratable, y otra, la de un maníaco asesino, y que ambas personalidades actuaban incluso a veces yuxtapuestas.

"En un grado de sutileza suprema Hitler manipuló la estética para tomar y conservar el poder. Hitler por algún misterioso don podía predecir las reacciones subconscientes de las masas,  y de una manera inexplicable conseguía hipnotizarlas"

No puede desde luego excluirse la teoría de que en el cerebro delirante de este paranoico la autojustificación última fuera cultural. Speer, tras largos años de reflexión carcelaria en Spandau, llegó a la conclusión de que el sentido de la misión política de Hitler y sus ambiciones arquitectónicas eran inseparables, y tanto los allegados a este maníaco como sus biógrafos, todos, han llegado a la conclusión de que el poder para Hitler era fundamentalmente un instrumento para lograr sus últimas ambiciones que eran de orden cultural, es decir que en su locura consideraba las matanzas, la barbarie y la destrucción, como un medio necesario para implantar un imperio ario cultural y artístico. La historia nos juzgará por los logros que consigamos en las artes, decía con frecuencia. El bombardeo de un teatro de ópera le dolía realmente más que la destrucción de una ciudad entera. Ordenó la retirada inmediata de las tropas alemanas de Florencia para que esta ciudad no sufriera un solo disparo. Y su visita a Roma, a invitación de Mussolini, le inspiró una reflexión que repetiría también con frecuencia: Las guerras van y vienen, lo único que pervive son los logros culturales.
Hoy está suficientemente documentado que este dictador sufrió la megalomanía de creerse el demiurgo del universo elegido por el destino para diseñar con su cartabón un nuevo mundo con capital en Berlín, caracterizado por el monumentalismo y la implantación de un modelo artístico universal cuya capital sería su tierra natal, Linz, donde empezó a crear el museo de bellas artes más importante del mundo. Speer, que hubo de sufrir las permanentes ingerencias del dictador, concluye en sus Memorias que en Hitler el sentido de su misión política y sus ambiciones arquitectónicas eran inseparables, y que él partía de la convicción de que sólo a través del éxito político podría alcanzar la satisfacción artística, fin último que buscaba. Hitler se define en su juventud como pintor artístico, y ciertamente pintó con desigual éxito. Sabido también es que Hitler se confesaba un fanático wagneriano desde que a los doce años presenció un Lohengrin, que potenció con fervor religioso las representaciones de Bayreuth, y que impuso su política musical a la nación que hacía gala de la tradición musical más arraigada y sofisticada del mundo. Como también  impuso sus  criterios en todas las demás ramas del arte, declarando como la edad de oro de las proezas culturales e intelectuales alemanas el siglo del romanticismo, justo hasta el año 1910, fecha en que a su criterio se produjo, súbitamente, una degeneración cultural con el modernismo, detrás del cual estaban los judíos, que estaba corrompiendo a la sociedad alemana, razón por la que lo prohibió, bien es verdad que con menos éxito del que hubiera deseado. Pero, con errores o sin ellos, su ingerencia y su diktat en la esfera artística del Reich llegó a ser obsesiva.
Todas estas peripecias están narradas en un espléndido libro escrito en 2002,  por el diplomático e historiador norteamericano Frederic Spotts, que al cabo de casi diez años acaba de editar, en una magnífica traducción,  la Fundación Scherzo y Antonio Machado Libros con el título "Hitler y el poder de la estética".

"Y con base al aforismo de Hume, la razón es esclava de las pasiones, Hitler proyectó su atractivo a estimular no la mente o la razón de su audotorio, sino  sus sentidos,  manipulando psicológicamente sus emociones"

Lo sorprendente no es la acumulación de datos sobre las ambiciones y la actividad artística de Hitler, que el autor desmenuza con meticulosidad, después de una intensa investigación bien documentada, en sus casi quinientas páginas, que demuestran la obsesión artística del dictador nazi. Tampoco el análisis que hace Spotts de las inquietudes, fuera de discusión, del personaje. O el desarrollo de la paradoja de que al hombre que pretendía convertir a Alemania en el país guardián de la cultura y la civilización europeas no le temblara el pulso para ordenar la mayor destrucción que nunca sufrió la humanidad. Ni siquiera debe sorprendernos, por sabido, el iluminismo de que, como todos los dictadores, se sintió investido para imponer su tiranía al mundo del arte, execrando a los modernistas como criminales del mundo de la cultura o imbéciles degenerados y reservando los altares más eximios de la estética para los románticos alemanes y las obras del mundo clásico grecorromano, con especial devoción por el Discóbolo de Mirón que le regaló Mussolini y que consideraba el arquetipo del homus arius.
Lo realmente sorprendente de este libro es cómo nos descubre que Hitler no utilizó el arte como una forma de depuración estética y un fin en sí mismo. No le bastó servirse de él como hicieron otros dictadores para controlar el pensamiento de sus súbditos, reforzar su poder y deificar su imagen. En un grado de sutileza suprema Hitler manipuló la estética para tomar y conservar el poder. Como ya se ha dicho, Hitler poseía una notable habilidad retórica y psíquica para conectar con el pueblo, y por algún misterioso don podía predecir las reacciones subconscientes de las masas,  y de una manera inexplicable conseguía hipnotizarlas. Sólo una figura artísticamente sensible, decía, un artista como él se creía, podía sentir las vibraciones del alma del pueblo. Y con base al aforismo de Hume, la razón es esclava de las pasiones, Hitler proyectó su atractivo a estimular no la mente o la razón de su auditorio, sino sus sentidos, manipulando psicológicamente sus emociones. Para ello no utilizó la filosofía o argumentos racionales, sino el poder de una estética manipulada. A través del  monumentalismo arquitectónico que imponía, buscaba la sumisión, incluso la humillación del pueblo, y utilizaba balcones y estructuras verticales para observar a las masas desde las alturas, fomentando su caudillismo y la adulación popular.
Pero era en las espectaculares concentraciones públicas donde alcanzaba el  cenit de esta aplicación espuria de la estética en la política de masas.  Intencionadamente todas deberían celebrarse  por la noche, reino de los sentidos más que de la razón, de la intuición más que de la lógica. Es por la noche, decía, cuando el auditorio sucumbe con más facilidad. Estandartes, uniformes, tambores, fanfarrias, saludos, trompetas, desfiles rígidos multitudinarios y con antorchas. Efecto estudiado del sonido, no sólo música, también salvas de cañón, campanas, pisadas sonoras de las botas. También de la luminotecnia, con bengalas, cohetes y hasta 130 antorchas antiaéreas de la Luftwaffe para crear en el cielo una catedral de luz que sorprendiera al mundo entero. Toda una estética hipnotizante, de un extraño misticismo, en parte inspirado en la liturgia católica, que aún hoy atrae y fascina a algunos, y cuya oculta intención era hacer del nacionalsocialismo la religión del Tercer Reich y del dictador  la única figura objeto de veneración. Toda una estética depurada que intentaba responder a los anhelos de aquella sociedad frustrada, y a cuyo través la sociedad absorbía el mensaje fascista transformando el fondo en forma y la política en una religión cívica.

"Toda una estética depurada que intentaba responder a  los anhelos de aquella  sociedad frustrada,  y a cuyo  través la sociedad absorbía el mensaje fascista transformando el fondo en forma y la política en una religión cívica"

Sólo Speer comprendió, y a posteriori, en Spandau, como Hitler aplicó su talento estético a la vida pública. Hoy se reconoce que este tirano fue una figura mediática señera que apareció antes de que apareciese este concepto, que ejerció un poder preeminente y carismático sin precedentes, y que consiguió incluso que el nazismo pareciese sexy. Hasta Bertolt Brecht admiraba el innato sentido teatral del dictador, y es célebre el aforismo de Walter Benjamín que calificó el nazismo como una estilización de la política.

"Hoy se reconoce que este tirano  fue una figura mediática señera que apareció antes de que apareciese este concepto, que ejerció un poder preeminente y carismático sin precedentes,  y que consiguió incluso que  el nazismo pareciese sexy. Hasta  Bertolt Brecht admiraba el innato sentido teatral del dictador,  y es célebre el aforismo de Walter Benjamín que calificó el nazismo como una estilización de la política"

Hitler demostró que, desgraciadamente, estética y destrucción podían ir de la mano y tener el mismo creador. Y que esta podía esclavizar al arte. Según demuestra Spotts, todo, hasta el mas mínimo detalle estaba diseñado y ensayado por este bífido dictador, que llevó de la mano, en forma yustapuesta, estética y barbarie.

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