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ENSXXI Nº 43
MAYO - JUNIO 2012

RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid

En el número 40 de esta revista publiqué un artículo con el título "La crisis y los gestores", y el subtítulo "Delegación y huida de la responsabilidad". En él explicaba cómo la presuposición básica de nuestro sistema de economía de mercado -que el dinero premia a las actividades socialmente productivas y huye de las improductivas- ha ocasionado la falsa y cómoda seguridad de que bastaba atender exclusivamente a este criterio para asegurar un comportamiento moral y responsable por parte de los elementos del sistema. Lo más interesante de la crisis es que todo el mundo se comportó de manera racional, es decir, que hizo lo más sensato de acuerdo a los incentivos que cada uno tenía, incentivos que, sobra decirlo, eran exclusivamente monetarios.

"Es necesario reflexionar sobre si los gestores de nuestro sistema político están sujetos a incentivos erróneos o incompletos que dificultan su actuación responsable"

A la vista del desastre se ha alegado que la culpabilidad recae en ciertas disfunciones del sistema que generaron un conjunto de señales equivocadas (al premiar actividades estériles o nocivas) transformando, de esta manera, los incentivos dinerarios de sus gestores de virtuosos en perversos. La tarea consistiría, entonces, en rediseñar el sistema, pero ya estamos viendo que ese trabajo es ingente y extraordinariamente complicado, no sólo por las naturales resistencias que provoca, sino por su intrínseca dificultad técnica. La conclusión que apuntaba entonces es que quizá tengamos que prescindir del famoso presupuesto; en definitiva, que el dinero no puede ser la única brújula para asegurar la responsabilidad de los que operan y dirigen nuestro sistema económico.
En este artículo quiero plantear si no ocurre exactamente lo mismo con los gestores de nuestro régimen político, es decir, con los políticos profesionales. Si no responden ellos también a unos incentivos que, por erróneos e incompletos, son incapaces de garantizar su actuación responsable. Pues bien, intentar aplicar ese mismo análisis a la política exige hacer dos salvedades importantes. La primera es que la política no permite un análisis tan genérico como la economía moderna que, como conocemos a la perfección, está "globalizada", y funciona de manera prácticamente idéntica en todas partes. Por contra, como decía Tolstoi de las familias infelices, cada sistema democrático es imperfecto a su manera, y los incentivos perversos de uno no tienen por qué ser idénticos a los de otro. La segunda es que, lógicamente, aquí la brújula no es el dinero (lo es sin duda para algunos, pero concedamos que se trata sólo de los casos patológicos y no de la regla general). En el ámbito de la política democrática la brújula es el poder obtenido a través del triunfo electoral. El triunfo electoral lo sanciona todo, lo que desde el punto de vista de los presupuestos del sistema es perfectamente lógico. A la vista de las distintas opciones, una mayoría de ciudadanos informados opta por una de ellas, cuyos proponentes, de esta manera, están perfectamente legitimados e incentivados para desarrollar la política anunciada en su programa lo que, inevitablemente, llevará a la satisfacción de los intereses de la mayoría que les ha elegido. El círculo se cierra así garantizando, dentro de los estrictos límites que impone la realidad, la actuación responsable del político y, en consecuencia, la mayor felicidad posible.

"Desde el momento en que comprobamos que algunos sistemas funcionan mucho mejor que otros cabría concluir que, respondiendo todos sus gestores a los mismos incentivos personales (el triunfo electoral), la única razón que puede explicar las diferencias es el diseño de cada sistema"

Bien, como sabemos que esto no ocurre ni por asomo, la primera conclusión provisional que podemos obtener es que nuestro sistema institucional está mal diseñado. Las actuaciones criticables de nuestros políticos vendrían así motivadas por un conjunto de incentivos perversos derivados del diseño institucional que, pese a ser completamente racionales desde un punto de vista subjetivo, atentan contra el fin último del sistema, que sería atender el interés público. Pensemos, por ejemplo, en dilatar la aprobación de unos presupuestos que se prevén duros hasta después de una cita electoral comprometida; o preferir, a la hora de recortar gasto, el de inversión o de servicios públicos antes que el vinculado al mantenimiento del régimen clientelar sobre el que descansa el apoyo a una determinada cúpula directiva. En estos casos (y en otros muchos que cabría citar) el problema sería entonces de diseño. Si coordinamos las citas electorales para separarlas adecuadamente, o democratizamos internamente los partidos, habremos evitado precisamente el incentivo perverso y, de esta manera, el mal funcionamiento del sistema.
Esta perspectiva queda corroborada por el análisis comparado de otros sistemas políticos. Desde el momento en que comprobamos que algunos funcionan mucho mejor (y otros peor) cabe concluir que, respondiendo todos sus gestores a los mismos incentivos personales (el triunfo electoral), la única razón que puede explicar las diferencias es precisamente el diseño de cada sistema. No cabe negar que la competencia técnica del político tiene una enorme importancia, pero habiendo distribuido Dios sus dones a las naciones de manera bastante equitativa, cabe presumir que si a la dirección política de un país acceden profesionales poco preparados o sin cualidades para el liderazgo, el motivo principal es un defectuoso diseño que desincentiva que los más competentes se interesen por la política o impide que, interesándose, lleguen a ocupar puestos de responsabilidad. La conclusión evidente es que un sistema mal diseñado determina que, con independencia del partido que acceda al poder, las personas concretas que lo ocupen no sean las más idóneas para el cargo y que, en cualquier caso, la defensa de sus intereses particulares esté en gran medida desconectada de los públicos.
No cabe duda, efectivamente, de que nuestro régimen político nacional es manifiestamente mejorable. Producto de una transición difícil a la democracia, en un marco de dura violencia terrorista, en la que había que coordinar distintas sensibilidades en un plazo relativamente rápido, el consenso resultante se preocupó más del corto plazo que de fijar las bases para un buen funcionamiento estable y duradero. El sistema actual está dotado de un conjunto de características que provocan que, cualquiera que sea el partido que ocupe el poder, con independencia de su filiación política, los incentivos en juego generen dinámicas perversas. Tenemos un sistema de organización territorial de competencias confuso y abierto, que coordina a unidades territoriales muy diferentes por peso económico y sensibilidad nacionalista, y que genera, en algunas de ellas, una lucha incesante por nuevas competencias para la construcción nacional y, en otras, una consiguiente carrera de emulación. Tenemos un sistema electoral que premia a los dos partidos mayoritarios de base nacional, pero que sólo garantiza excepcionalmente mayorías absolutas, por lo que la mayor parte de los gobiernos resultantes deben apoyarse en minorías nacionalistas no interesadas en cerrar el proceso de transferencia territorial. De esta manera, castigar a uno implica necesariamente premiar a otro con cargas y vicios muy semejantes. Contamos con partidos políticos completamente cerrados, construidos y manejados desde la cúpula, que responden a la perfección al paradigma de lo que Robert Michels denominó la ley de hierro de la oligarquía. El control desde arriba implica que los candidatos repiten hasta la extenuación (es decir, hasta la victoria), sin asumir jamás ningún tipo de responsabilidad por muchas derrotas que sufran, bastándoles el apoyo del aparato del partido que, evidentemente, ellos han montado a su imagen y semejanza por la fácil vía de respaldar a su vez a aquellos fieles que han probado su lealtad en los momentos difíciles. Esos partidos, a su vez, han ido capturando paulatinamente al resto de las instituciones del Estado a los efectos de garantizar, aún más, su inmunidad frente a cualquier control externo y, en consecuencia, frente a cualquier exigencia de responsabilidad.

"Un político que no asuma como primera prioridad personal, por encima del triunfo electoral, la satisfacción de los intereses colectivos, estará condenado de manera necesaria a ejercer mal su profesión"

Podríamos seguir, pero con lo dicho parece suficientemente claro cual sería entonces la labor a realizar. Nadie lo expresó con más acierto que Spinoza, el primero en darse cuenta que, afectando las pasiones a todos por igual, sólo un diseño político adecuado es capaz de evitar volver a escasamente deseable estado de naturaleza en el que el mero poder fáctico sea el único criterio a tener en cuenta: "Prevenir todas estas pasiones para el fraude e instituir todas las cosas de manera que los ciudadanos, sea cualquiera su carácter, prefieran el derecho público a sus comodidades particulares; éste es el trabajo, ésta es la faena".1
Pero lo que Spinoza no dijo es que fuese fácil. Al igual que vimos en el artículo sobre el funcionamiento del actual sistema económico existen dos obstáculos principales, la complejidad técnica y la resistencia de los interesados. Sin embargo, aunque no niego que aquí también la solución pueda ser técnicamente complicada en algún supuesto -pues al ajustar una cosa siempre se corre el riesgo de desajustar otras-, lo cierto es que, en este caso, el principal obstáculo con diferencia es la resistencia al cambio de los actuales gestores del sistema que, a mayor abundamiento, son los únicos que pueden promoverlo y ejecutarlo. Si hay verdadera voluntad política por parte de los principales sujetos implicados, cualquier obstáculo técnico podrá ser solucionado con relativa facilidad. El problema, sin embargo, es que todos los incentivos concurrentes coadyuvan para que esa voluntad no llegue nunca a formarse.
No parece que pueda tener mucho interés en democratizar los partidos y hacerlos mucho más transparentes precisamente aquellos que han llegado a dirigirlos valiéndose de su opacidad y de su ausencia de control democrático. No parece que puedan tener mucho interés en restaurar la independencia de las instituciones de control aquellos que se pueden ver amenazadas por las mismas. No parece que puedan tener mucho interés en adelgazar y racionalizar el sector público aquellos que han construido su influencia política al amparo de su obesidad, utilizándolo como instrumento clientelar a su servicio. Lo natural en un caso así es negar sistemáticamente la existencia del problema. Acusar a quienes lo plantean de alarmistas o reaccionarios y esperar pacientemente a que las cosas se arreglen por si solas. El inconveniente, sin embargo, es que la realidad siempre se abre camino contra todos los intentos de negarla, por lo que el escenario más previsible será profundizar aun más en la situación de crisis.
La conclusión, un tanto paradójica sin duda, es que sólo podremos acceder a un régimen político mejor diseñado desde el punto de vista de los incentivos -lo que sería ya de por sí un paso gigantesco-, si nos convencemos a nosotros mismos de que un sistema movido por un único motor -el triunfo electoral-, por muy bien construido que esté, tampoco puede funcionar adecuadamente. Debemos ser concientes de que siempre será necesario algo más -preferir un interés ideal y espiritual al puramente material derivado de la victoria- pues solamente así tal cambio de sistema podrá conseguirse y, una vez conseguido, mantenerse.
La razón por la que un sistema político que pretenda atender a los intereses generales no puede tener como único incentivo la victoria electoral descansa, según sostiene una explicación ya clásica, en el hecho de que el político que se mueva exclusivamente por ese fin tenderá a plegarse pasivamente a los deseos elementales y poco reflexivos de su electorado -por muy alejados que estén de la realidad-, eludiendo el riesgo de intentar dirigirlo y, de esta manera, irritarlo. Lo cual, con toda seguridad, terminará produciendo consecuencias negativas para todos, al menos en el largo plazo.2 No hay que olvidar, además, que el mayor activo del régimen representativo frente a la democracia directa es precisamente, según sostienen sus partidarios, que sortea más fácilmente ese peligro, al introducir en el debate un elemento moderador y reflexivo. Esta teoría fue expresada por primera vez por Edmund Burke en un discurso a sus electores de Bristol en 1774, cuando afirmaba que el representante político traicionaría a sus electores si sacrificaba su propio juicio a la opinión de aquellos. Pero hoy podemos asegurar sin ninguna duda que, al menos desde mediados del pasado siglo, esta forma de pensar está en franco declive tanto en la teoría política como, especialmente, en la práctica. En la actualidad, en cualquier país del mundo, el que un político considere que su misión no consiste simplemente en hacerse eco de las ideas de sus electores, lo incapacita completamente para dedicarse a la carrera política. Sencillamente, porque el triunfo electoral constituye la única medida de su responsabilidad.
Pero lo cierto es que por mucho que esa opinión clásica se desprecie en la actualidad, nosotros, los españoles, hemos sido testigos de su indudable corrección. Durante la época de la burbuja y de las vacas gordas, los políticos han construido su triunfo electoral sobre la base del despilfarro y de la irresponsabilidad fiscal, pero lo han hecho a la vista, ciencia y paciencia de sus electores, compitiendo entre sí por ver quién era capaz de agradarlos más con aeropuertos absurdos, aves comarcales, palacios de congresos cuasi renacentistas y premios de Formula 1, entre otros muchos y variados disparates (aunque tampoco pretendo negar que en muchos casos fuese la oferta la que crease la demanda). Pero lo cierto es que nadie puede discutir que, desde el punto de vista del triunfo electoral, al político le resultó absolutamente rentable. Siempre se puede alegar que, en el pecado, el elector lleva ahora la penitencia, pero no nos olvidemos que la carga de la responsabilidad en éste mundo, como demuestran las sagas micénicas, se extiende siempre mucho más a que a los meros culpables, y que nuestros descendientes tendrán también que cargar con ella.

"El reto de nuestro tiempo es fomentar un tipo especial de creencia, fruto de nuestra experiencia histórica, pero sin duda también de naturaleza religiosa; en definitiva, fomentar una fe en la inteligencia, una fe en lo posible, una fe en la responsabilidad"

En realidad, la razón fundamental que explica que el triunfo electoral no puede ser la única medida de la responsabilidad, es que todo incentivo personal que no coincida completamente con el interés colectivo subrogado está condenado a producir desajustes de manera continuada. Me explico. El interés básico que atiende la actuación política es la justicia y el bienestar colectivo, pero si la única motivación que tiene el político para perseguirlo es el triunfo electoral, la enorme complejidad que impone siempre la realidad determinará que en muchas ocasiones la persecución de su interés personal no implique de manera necesaria la satisfacción del interés colectivo. Ya sea porque las elecciones son siempre a corto plazo y las decisiones clave para la colectividad (pensemos en la educación, por ejemplo) exigen estrategias mantenidas a muy largo plazo, o porque la asimetría de información entre el político y sus electores permite que aquél se aproveche de la ignorancia de éstos en su propio beneficio, lo que está claro es que existen infinidad de razones por las cuales un político que no asuma como primera prioridad personal, por encima del triunfo electoral, la satisfacción de los intereses colectivos, estará condenado de manera necesaria a ejercer mal su profesión.
Volvemos así otra vez a la preocupación de cómo ligar el desprestigiado ejercicio profesional de la política a la vieja idea de la Vocatio o Beruf que, como ya comentamos en artículo dedicado a la crisis económica, es un concepto de origen netamente religioso, pues implicaba alcanzar el ideal de la perfección cristiana en esta vida a través del ejercicio de una profesión. Toda actividad profesional, desde la más modesta hasta la más elevada, debía ser ejercitada bajo el dictado de la conciencia al servicio de los demás, so pena de incumplir deberes religiosos fundamentales; incumplimiento que, como es natural en esta sede, encontraba su principal lugar de expiación en un mundo sobrenatural. La secularización acabó con el componente religioso de la vocatio, y desde hace mucho tiempo buscamos un sustituto, porque parece que sin él se sostiene en el vacío y viaja a la deriva. Hemos buscado sustitutos de carácter automático -construcciones apoyadas en incentivos positivos como el dinero o el triunfo electoral, o negativos, como el Código Penal- y hemos comprobado que no bastan. A la vista de tal circunstancia, no son pocos los que consideran que sólo retornado a una visión religiosa (léase cristiana o al menos revelada) de la existencia, será posible lograr un uso responsable de la libertad en beneficio de todos. Es lo que Gaspar Ariño llama una vuelta a la fuente de la virtud: "hay que volver a Dios, no basta el santo laico."3
No niego que esto pueda ser posible para algunos, pero hay que ser consciente de sus limitaciones a la hora de buscar una solución global y de futuro. Entre otros motivos, porque no cabe revertir un proceso de este calado cuando los factores que lo impulsan siguen en marcha, a cuya consolidación, por cierto, la propia religión ha contribuido enormemente. El laissez faire o delegación de responsabilidad que todo providencialismo implica, el individualismo y subjetivismo implícito en la idea de salvación personal, el propio espíritu científico nacido del deseo de conocer el mecanismo de relojería de la obra divina, se han confabulado para repartirse el repositorio de creencias del hombre moderno, incluido el del hombre religioso, y no van a soltar la presa fácilmente.
Hace casi 80 años John Dewey planteó específicamente este problema.4 Señalaba que hay una importante diferencia entre la creencia de que algún fin tiene supremacía sobre la conducta, y la creencia de que algún ser existe como una verdad para el intelecto. La primera implica ser vencido, en nuestra naturaleza activa, por un fin ideal, significa el reconocimiento de su legítimo derecho sobre nuestros deseos y propósitos, y no depende en absoluto de la segunda. Es más, en su opinión, la fácil salida de suponer que, después de todo, esos ideales están ya incorporados en la estructura suprema de lo que es, provoca la tentación de abstenerse de la responsabilidad de intervenir. El reto de nuestro tiempo es fomentar el primer tipo de creencia, fruto de nuestra experiencia histórica, pero sin duda también de naturaleza religiosa; en definitiva, fomentar una fe en la inteligencia, una fe en lo posible, una fe en la responsabilidad. Cómo hacerlo, eso es ya otra cuestión, que no podemos tratar ahora, pero, como diría el propio Spinoza, es ya bastante importante saber que lo necesitamos.

1 Tratado Teológico-Político, XVII.
2 Abundan los ejemplos históricos, pero uno que me parece que ilustra de manera absolutamente perfecta ese riesgo saltó a la luz en EEUU con ocasión del famoso caso Scopes (1925), por el que al amparo de una ley estatal de Tennessee que prohibía enseñar la teoría de la evolución en las escuelas públicas se pretendió condenar a pena de prisión a un profesor de secundaria. Lo verdaderamente significativo es cómo esa ley terminó promulgándose. Redactada por un granjero y apoyada por toda la comunidad rural del Estado, los congresistas la aprobaron convencidos de que el senado del Estado la rechazaría, los senadores hicieron lo propio pensando que el gobernador del Estado la vetaría, y el gobernador la sancionó pensando que nunca llegaría a aplicarse en la realidad. La historia está contada por Irving Stone en Clarence Darrow. For the Defence.
3 La necesaria recuperación de valores y creencias, Temas del Foro, www.forodelasociedadcivil.org

4 A common faith, Yale, 1934. (Hay traducción española, Una fe común, Losada, 1964).

Abstract

We should consider the kind of incentives we are providing the agents of our political system with, for they may not be adequate or complete and might even hinder responsible actions on their behalf. From the very moment we ascertain that some systems are working much better than others, we should conclude that, as all agents tend to respond to the same basic incentive (victory in election campaigns), the only reason that explains the differences between them is the peculiar design of each system. A faulty design means that occasionally, the search for an electoral victory might not be in the public interest. Nevertheless, we have to assume that a politician, whose first personal priority is not the satisfaction of collective interests, will necessarily be condemned to practice his profession wrongly. Therefore, the challenge of our times is to promote a special kind of faith, resulting undoubtedly from our historical experience, but also of religious nature: the faith in intelligence, in what´s possible, faith in accountability.
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