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ENSXXI Nº 43
MAYO - JUNIO 2012

JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ
Decano honorario

Breve historia de una ley sesquicentenaria

Pocas leyes han mantenido tan largamente su vigencia y su espíritu como la Ley del Notariado. Promulgada en mayo de 1862, ha salido indemne durante ciento cincuenta años de los embates de múltiples disposiciones dictadas con el propósito de reformarla y que han terminado por acomodarse al sistema que ella instituyó.  Aunque llegó a decirse que había sido jubilada por sus reglamentos, la realidad es que las numerosas normas que la han desarrollado se han rendido a su mágico esquema elemental, manteniéndose la Ley, en expresión de González Palomino, como las XII Tablas del Notariado, matriz fecunda de sucesivos desarrollos, modelo perfecto de leyes de sementera y guía segura de cualquier futura reforma notarial, que solo deberá cuidarse de mantener el órgano cada vez más apto para su función, una función que la Ley se limitó a uniformar y nunca definió porque no era necesario.
Ello es lógico y perfectamente explicable. Porque la institución notarial, aunque respetada como pública y por tal siempre reputada, no fue una creación de los poderes públicos, que sí creaban los funcionarios y ayudantes que la servían, sino de la realidad social. El notariado no nació de un golpe legislativo, sino de las demandas y exigencias de los ciudadanos y luego de las propias instituciones civiles y políticas, que aunque lo creaban, reconocían ab origine su autonomía funcional. Tampoco se perfiló y aquilató a empuje de iniciativas legislativas sino al compás de las exigencias sociales. Y solo como respuesta a las demandas sociales de seguridad, legalidad y autenticidad se consolidó en toda Europa, desde distintos focos notablemente coincidentes, como un oficial público independiente nacido para dotar de autenticidad legal a los actos y contratos de los ciudadanos.
Los rasgos distintivos de la figura del notario fueron desde su nacimiento tan fuertes y característicos que ni las ocasionales remodelaciones o matices de la literatura doctrinal, judicial o legal han conseguido erosionar lo que para la sociedad constituye un prototipo: el notario como respuesta a la necesidad de seguridad legal, y desde la época liberal, como punto de apoyo independiente frente al dirigismo absoluto, el intervencionismo excesivo o los abusos de la parte dominante en la contratación en masa.

Aunque sus antecedentes se remonten a los escribas de los egipcios y los hebreos, los argentarios de los griegos y los tabeliones de los romanos, la primera regulación en nuestro país de los escribanos, término preferido por la legislación civil, o notarios, de uso más frecuente en los foros canónicos, aparece en el Fuero de Jaca, en las Partidas y Fuero Real de Alfonso el Sabio y muy significadamente en la Pragmática de Alcalá, dictada por Isabel la Católica en 1503, que se extendió por lógica histórica a los reinos españoles no castellanos y a los países hispanoamericanos. Siempre con las mismas señas de identidad --juramento y autonomía-- que acompañaban a la institución en toda Europa, cuyas universidades recibieron a un tiempo el influjo doctrinal que irradiaba de las cátedras de juristas de Bolonia, y que tanto contribuyó a formar el espécimen uniforme del notario en todo el Continente y sus zonas de influencia. Espécimen que apenas se resintió en la época de hierro del Notariado con la proliferación y la enajenación de los oficios notariales. Sus anclajes en la sociedad eran tan firmes, que la institución no perdió sus perfiles esenciales ni cuando, por la organización semifeudal del Estado y las múltiples jurisdicciones privativas se multiplicaron hasta la exasperación el número y las clases de notarios. Ni siquiera cuando se generalizó la enajenación de oficios públicos, primero en forma de donación ---mercedes enriqueñas se llamaron por el nombre del primer donante Enrique II Trastámara--- y luego a partir de los Austrias en forma de venta sin control y a perpetuidad, en el número que fuere necesario para cuadrar las cuentas públicas.         
Todo esto originó un lamentable desconcierto en las formas y en la organización, pero no se produjo ni mutación ni alteración sustantiva en la estructura del oficio, que mantuvo siempre firmes sus parámetros en el imaginario colectivo. Por eso los regeneracionistas reclamaban la reversión al estado de los oficios enajenados y de los protocolos, y la unificación orgánica desde el estado de todos los escribanos y sus reglas de actuación, pero no mutaciones en la función o en los efectos de su intervención que eran indiscutidos.
El primer paso en la deseada centralización orgánica del notariado se dio en Francia, precisamente desde las bases revolucionarias del 89, con la Ley 25 Ventoso año XI que atribuyó a los notarios el carácter de funcionarios públicos y reforzó la infraestructura organizativa del Notariado poniéndolo bajo tutela estatal. La idea fue recibida tímidamente por las Cortes de Cádiz, que en su Decreto de 22 de agosto de 1812 de abolición y reversión al Estado de los señoríos jurisdiccionales, excluía la enajenación o la herencia de las escribanías y en su art. 9 anunciaba una nueva forma de seleccionar a los notarios: “Como una buena parte de la felicidad de los pueblos y de la recta administración de justicia depende de la conducta y suficiencia de esta clase de funcionarios públicos (los Escribanos) convendrá que además de los requisitos y circunstancias que previene la ley, tengan la de buena vida y moralidad, instrucción y cualidades de buen ciudadano..., cuyo conocimiento deberá preceder a sus nombramientos...” El Decreto iba firmado como Secretario del Congreso por un ilustrado, el ilustre literato Juan Nicasio Gallego.
Pero la restauración absolutista cortó en seco este avance, y tanto en 1814 como en 1823 se retornó a la caótica situación anterior. Difícilmente se hallaría, escribió Gonzalo de las Casas, una clase de funcionarios públicos con legislación más inestable, revuelta y zarandeada”, y que sin embargo en nada afectaba a la configuración social de su función.

Todos, Gobierno, sociedad y los propios notarios clamaban por una ley organizativa, pero su génesis y tramitación, aunque no puede tacharse de tortuosa, fue muy lenta. En 1829 se presentó el primer proyecto y durante cuatro décadas los mejores políticos y juristas españoles, dice Adrados, colaboraron en la reforma notarial: carlistas, liberales isabelinos --conservadores, moderados y progresistas-- y republicanos, todos participaron y culminaron el proyecto sin mayores discusiones entre ellos. Tal era la demanda social de la reforma organizativa de una institución que consideraban indispensable para la libertad y la convivencia ciudadana. Se discutió el nombramiento, los requisitos, las demarcaciones, el sistema de retribución, pero curiosamente no hubo debates apreciables ni sobre la naturaleza, ni sobre los efectos o los contornos de la función notarial, que -como ya se ha dicho- estaba fijada con claridad en la galería ciudadana de prototipos.
A aquel proyecto inicial de 1829 para organizar el cuerpo notarial sucedieron otros muchos. Unos procedían del Ministerio de Gracia y Justicia, como los de 1834 y 1847, éste aprobado incluso en el Congreso aunque no llegó al Senado, y otros de carácter privado como el de 1830 de Lamas Prado, y el más importante, el de 1852, del notario José Gonzalo de las Casas, elevado a las Cortes Constituyentes de julio de 1855 con el título Proyecto de Ley Orgánica del Notariado, que fue el modelo sobre el que trabajó la Comisión oficial creada ese mismo año que permitió al ministro presentar a las Cortes  un proyecto de Ley de Bases autorizando al Gobierno a redactar la Ley. Fueron necesarios cinco años más de avatares, vaivenes políticos y nuevos proyectos, pero al fin, en 1859, llegó al Senado una Ley Orgánica que tras largas discusiones fue promulgada el 28 de mayo de 1862 y publicada en la Gaceta de Madrid al día siguiente.
Decisivos fueron en la elaboración de la Ley los informes de los notarios de Madrid y en especial del que durante décadas fue su más firme defensor José Gonzalo de las Casas.  
La Ley fue recibida con alborozo por toda la comunidad jurídica. Por fin se acordaba la reversión al Estado de los oficios enajenados, el cargo de notario se consideraba función pública, se aunaba en una sola todas las clases de notarios, se les reconocía competencia en toda la esfera extrajudicial, se decretaba que los protocolos notariales eran propiedad del Estado, se fijaba la retribución por arancel y se implantaba la selección rigurosa de ingreso por el sistema de oposición.
También La Notaría, órgano oficial y único de los notarios de Cataluña y de los de la Isla de Mallorca, acogió y publicó la Ley en su número de 9 de junio de 1862.
Y la Gaceta de Registradores y Notarios, a pesar de su nombre y aunque cueste trabajo creerlo, escrita por juristas ajenos a ambos cuerpos, reconocía en un editorial de la época que la Ley del Notariado de 28 de mayo era un adelanto, un bien, el término de la vacilación, de la duda, de la injusticia quizás, y en este sentido la Ley merece todos nuestros elogios, merece que como hombres de ley la saludemos también y formemos coro con los periódicos profesionales que se han vestido de gala al insertarla en sus columnas.
Al terminar el mismo año, el 30 de diciembre de 1862, se dictó el primer Reglamento, que se limitaba a desarrollar parcamente los preceptos legales, reproduciéndolos a veces y respetando siempre los principios en que se fundó la Ley. A primeros de 1863 apareció la primera edición oficial de Ley y Reglamento. Desde entonces han sido múltiples las ediciones, incluso alguna en miniatura, que la han reproducido.
El  fervor que despertó la ley no fue efímero. El año 1962, con motivo de su Centenario, se rindió un merecido tributo de veneración general a esta norma que había mantenido, sin modificaciones esenciales, la vigencia de sus mandatos durante un siglo.  En Madrid se celebraron actos conmemorativos de los que queda recuerdo en los estudios publicados por los mejores juristas de la época, Federico de Castro, Legaz Lacambra, Roca Sastre, Vallet de Goytisolo, Cámara, Rodríguez Adrados, Núñez Lagos etc. Y en Cataluña, concretamente en Poblet, se celebraron unas jornadas notariales de recuerdo imborrable. Han pasado cincuenta años más, y la estructura de la ley sigue en pie.
Muchas críticas se han hecho a esta ley. Pero son muchos más los elogios que ha recibido. Se le ha reprochado fundamentalmente que no contiene una teoría general del instrumento público y de sus efectos. Pero la verdad es que no se sentía entonces esta necesidad y nadie lo demandaba. Como venimos repitiendo, en el imaginario colectivo estaba bien grabada la imagen del notario como funcionario autenticador, legalizador y legitimador de documentos, y la presunción de veracidad, integridad y legalidad que de ellos naturalmente emana. No era esto lo que preocupaba a la nación sino superar el caos organizativo de los que prestaban una función perfectamente identificada. Bastó al legislador dictar el artículo 1, referido no al Notariado sino al notario para declararle --conforme hizo la Ley Ventoso aludida-- funcionario público dependiente sólo del Estado, identificar el atributo esencial de su naturaleza, dar fe conforme a las leyes, es decir reconocerle la fe pública o pública credibilidad social, obligarle a actuar de conformidad con las leyes sustantivas que regulan el negocio o lo que es lo mismo sujetar sus actuaciones a una previa revisión de legalidad (“conforme a las leyes”);  atribuirle competencia fedataria, por exclusión de la esfera judicial, en toda la extrajudicial (todos los actos y contratos, también dice Adrados siguiendo al modelo Ventoso), y determinar la igualdad futura de todos los notarios, una sola clase, y con ello la uniformidad de actuaciones de este cuerpo, “en el futuro solo habrá una clase de estos funcionarios”. Tan pocas palabras bastaron, no para definir técnicamente al notario, cosa que, como ya se ha dicho, no pretendía, sino para dejar fijadas bases sólidas que sirvieran de frontispicio al texto legal que seguía (Cáceres García).  Los demás preceptos de la Ley se destinaron a organizar y uniformar la institución aceptando y dando por bueno y sentado para la función notarial el sentido tradicional que le daban los hábitos jurídicos sociales.
Acabar con la inadecuación que existía entre el órgano y la función era el objeto de la reforma, y la sensación de haberlo logrado permitió al Ministro de Gracia y Justicia decir que era la mejor Ley notarial de Europa. Desde luego sí ha sido una ley ejemplar, una ley que marca un hito imperecedero, una Ley que marcó una línea divisoria entre una etapa caótica y otra ordenada y fructífera, una Ley resistente que mantiene firme la estructura ancestral de la institución, su espíritu y sistema tradicionales, y al tiempo una Ley elástica, una Ley sembradora capaz de generar formas y soluciones y de dar cobijo feliz a las transformaciones nacidas de la evolución social sin que se resientan los moldes estructurales que ella ha fijado como soporte legal de la institución.
Nunca como en esta época puede comprobarse este aserto. Porque nunca como ahora se había producido una transformación social de tanta envergadura como la que estamos viviendo. La irrupción de las nuevas tecnologías de la comunicación y la inmersión de los notarios en un mundo nuevo y desconocido, a pesar de haberse producido de sopetón y a pesar de haber sacudido violentamente al Notariado como a todas las instituciones, no ha movido un ápice la estructura creada por esta ley resistente y elástica demostrando que sus pilares están asentados en terreno firme y que en ella anida una tremenda capacidad regenerativa, similar a la que ha demostrado siempre el Notariado que como profesión generada e inmersa ab origine en la realidad social, se ha acoplado miméticamente y sin esfuerzo  a las transformaciones y demandas sociales a medida que éstas se han ido produciendo.
No quiere ello decir que el notariado, como todas las demás instituciones, incluidas las de mayor raigambre social, puedan dormir confiadas el que Nietszche llamaba dulce sueño de la nada. Todas ellas, por acreditadas y fundadas que parezcan, son coyunturales y sustituibles y el Notariado no es una excepción, todas están sujetas a una justificación continuada, y sólo mientras den respuesta satisfactoria a las demandas sociales tendrán fundamento racional.
El Notariado nació para impartir seguridad en la vida ciudadana y ese deseo de seguridad sigue vigente. La revolución digital, por profunda que es y parece, no ha sido ni puede ser capaz de cambiar la naturaleza del hombre ni de eliminar su ansiedad ni ha aportado nuevas recetas para sacarla. Al contrario. Al haber obligado al hombre a moverse entre realidades intangibles e incorpóreas, ha acrecentado ese ansia de seguridad que los voceros de los nuevos productos tratan de calmar recurriendo precisamente a la marca notarial, los notarios de la red, para convencer a los ciudadanos de su eficacia y especialmente de su seguridad. Lo que demuestra que el hombre sigue viviendo fatalmente rodeado de incertidumbre y cercado por realidades latentes que le angustian y le inducen a fijar su ideal de vida en la verdad y la seguridad. La misma demanda secular que dio origen al Notariado y que se repite incrementada tal vez en las nuevas coordenadas sociales. Tampoco con la actual revolución digital que esta arrasando métodos, instrumentos y sistemas, se han resentido los pilares de esta Ley. Cuando parecía que iban necesariamente a chocar de frente de forma inevitable la tradición y esta innovación arrolladora, la vieja ley ha abierto sus fauces para asimilar esas pasmosas innovaciones que parecía que la iban a aniquilar, y asombrarnos de nuevo con un encaje racional perfecto en sus parámetros: la firma y la copia digital, y pronto la escritura digital ..que la ley ha podido dar acogida con naturalidad en simples añadidos que en nada varían su estructura.
Ni la revolución digital, ni los movimientos centrípetos o centrífugos correspondientes a los principios dinámicos de la historia han movido al notariado y a su añeja ley de ese delicado equilibrio entre los polos que han caracterizado en la concepción hegeliana el desarrollo de la historia, el derecho a una mayor diferenciación o a una integración mas profunda.
La ley cuyo 150 aniversario celebramos este año y la institución que uniformó, han sido una demostración palpable de estabilidad. Con todo lo que ello representa. Dice Habermas que para juzgar si las instituciones tienen o no racionalidad, apenas tenemos criterios o conceptos que vayan mas allá de la pura y simple estabilidad. Treinta siglos de una institución y ciento cincuenta años de la ley reguladora son, cada una en su dimensión, dos inusitados avales para calibrar en su justa dimensión la racionalidad del notariado y de esta Ley.

 

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