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ENSXXI Nº 49
MAYO - JUNIO 2013

RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid

En marzo de este año, John Gapper, articulista y editor asociado del Financial Times, publicó una columna (Drinking yourself to death is not a human rigth, 13/3/13) en la que defendía el intento del alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, de imponer una norma limitando el tamaño de las bebidas azucaradas que los restaurantes y cines de la ciudad sirven a sus clientes. Al final la norma terminó siendo anulada por el Tribunal Supremo de Nueva York, básicamente por arbitraria y discriminatoria en relación a otros comercios.

"Hoy la responsabilidad pública es la pura terminal de la norma jurídica, de tal manera que sin norma que la imponga resulta inexigible"

Con independencia de ello, Gapper insistía en la bondad de una medida que hubiera producido indiscutibles beneficios para la sociedad en su conjunto, especialmente para el sector más desfavorecido de la misma. Es cierto –afirmaba- que la única razón por el cual el poder público puede ser ejercitado en contra de la voluntad de un ciudadano es para prevenir daños a los demás, tal como nos enseñó Stuart Mill, pero no cabe duda de que contraer diabetes del tipo 2 por ingerir demasiado azúcar impone elevados costes sanitarios al resto de los ciudadanos. El Ayuntamiento de Nueva York destina alrededor de 4.700 millones de dólares todos los años para sufragar los gastos derivados de la obesidad de sus vecinos, fundamentalmente a través de los programas Medicare y Medicaid. Además, la norma en cuestión tampoco era precisamente draconiana. La prohibición de servir la bebida en recipientes de más de 16 onzas (casi medio litro) no impedía a nadie deglutir la acostumbrada Coca-Cola de 24 onzas (0,7 litros) mientras presenciaba el blockbuster de la semana, sino simplemente le obligaba a entrar en la sala con dos recipientes en vez de uno. Más incómodo, sin duda, pero en eso consistía precisamente la bondad de la medida: en que sin prohibir la actividad en sí (beber azúcar en cantidades industriales) compelía de cierta manera al comportamiento deseado por la vía de crear los incentivos psicológicos necesarios para realizar una elección más saludable; en rigor, una elección sin verdadera conciencia de hacerla, pero igualmente efectiva.
El artículo causó cierto revuelo. Unos días después, en el mismo periódico, un lector en su carta al director insistía en lo arbitrario de la norma: ¿Cómo puede ser legal ponerse uno mismo tres cucharadas de azúcar en el café y ser ilegal si las pone el camarero? Criticaba la iniciativa por totalitaria y terminaba afirmando que “la responsabilidad personal es la mejor garantía de la salud física (y política)”.
Verdaderamente, ese inciso final de que la responsabilidad personal es la mejor garantía de la salud política da hoy para mucha reflexión, especialmente en España. Es cierto que trazar la línea entre lo que debe ser impuesto por la norma y lo que debe ser dejado a la responsabilidad de cada cual a veces no es tarea sencilla. Pero no cabe duda de que un fenómeno constante muy presente en nuestras sociedades en teoría tan liberales es, partiendo del sacrosanto principio de Stuart Mill antes enunciado, regularlo todo tan pronto como la conducta de algunos individuos puede afectar a la esfera de otros, por muy indirecto que sea su efecto. En el instante en que se detecta un nuevo comportamiento susceptible de incidir en la esfera de los demás, se propone la elaboración de la correspondiente norma que debe reconducir esa conducta. No existe la menor transición entre la moral particular que sólo interesa a uno mismo y en la que nadie debe meterse, y el Derecho imperativo que regula las relaciones interpersonales de manera forzosa. No existe, en definitiva, el más mínimo espacio intermedio confiado a la responsabilidad personal, cuyo ámbito típico deberían ser aquellas conductas que afectan a los demás pero que carecen de regulación. Hoy la responsabilidad pública es la pura terminal de la norma jurídica, de tal manera que sin norma que la imponga resulta inexigible.

"El control social que antes realizaban la moral y las costumbres se realiza en la actualidad por el Derecho con fines de utilidad económica. No es de extrañar, por tanto, la hiperinflación legislativa"

Sabemos que para los creadores del Derecho –para los romanos- el solo pensamiento de atribuirle semejante función hubiera sido algo completamente asombroso. Para regular esas conductas existían otros instrumentos mucho más eficaces (la religión, la moral o las costumbres ciudadanas). El Derecho, en rigor, estaba para otra cosa: para dar a cada uno lo suyo, para distribuir con justicia los bienes y los honores en una comunidad política, pero siempre dejando un amplio marco de libertad para que el ciudadano, confiando en su propio juicio y teniendo a la vista los intereses de la ciudad, actuase de manera responsable. Es cierto que esos factores extrajurídicos podían ser muy poderosos, pero no se imponían de manera forzosa: constituían simplemente una llamada al propio honor que era posible desconocer; una llamada a la que se podía o no responder. En esto consiste precisamente una de las aportaciones capitales del Derecho romano: su habilidad para independizar el Derecho de la Moral. Autonomía frente a las intrusiones ajenas y conciencia de los propios límites para evitar las propias son las dos caras de una misma moneda. Sólo con realizar esa genial separación los juristas romanos contribuyeron de forma decisiva al triunfo de su civilización.
Pero si hoy tal cosa nos parece tan lejana (e inapropiada), es porque tanto la Moral como el Derecho -a través de una larga evolución histórica que sería improcedente recordar aquí- han reconfigurado completamente sus respectivas funciones. Puede que, en gran parte, esa evolución deba su impulso fundamental a la identificación de la Justicia con la moral religiosa durante gran parte del medievo y en los albores de la modernidad. Pero, en cualquier caso, lo cierto es que, como efecto del proceso general de secularización, la moral religiosa terminó por desvincularse paulatinamente de los intereses de la ciudad y se circunscribió al ámbito personal y familiar. Al hacerlo, dejó un vacío que –por razón de un genuino horror vacui- tuvo que ser cubierto necesariamente por el único instrumento disponible al efecto (el Derecho), pues, con excepción de algunas épocas y lugares muy concretos, no había disponible una moral “republicana” capaz de llenar el hueco con una mínima solvencia.
El Derecho deja de preocuparse estrictamente de la justicia (su única tarea en Roma) y se dedica a servir de instrumento para cumplir funciones próximas asignadas antes a la moral y a las costumbres, pero huérfano ahora de la orientación que hasta hace relativamente poco le proporcionaba la religión. Una vez perdida la conciencia de su digna función (y de sus inevitables límites), la desaparición del antiguo dios sólo ha traído como consecuencia la necesidad de adorar nuevos dioses. Entre ellos ha habido muchos, y algunos verdaderamente malos (baste pensar en los proporcionados por los fascismos de toda especie), pero el que domina desde hace ya mucho tiempo es el de la utilidad.

"La lógica conclusión de esta ausencia de espacio para la responsabilidad, por vía negativa, es que si por cualquier motivo el Derecho no llega a regular esas conductas, debe concluirse que son absolutamente permisibles"

Es obvio que el Derecho sirve a la utilidad de la ciudad (al menos indirectamente) pues al preservar la justicia se garantiza la paz social. Pero el concepto se utiliza ahora con un sentido netamente económico. El control social que antes realizaban la moral y las costumbres se realiza en la actualidad por el Derecho con fines de utilidad económica. No es de extrañar, por tanto, la hiperinflación legislativa. Como afirmaba Roscoe Pound, el famoso Decano de Harvard, el Derecho es una ingeniería social (social engineering). El jurista es un ingeniero que trabaja en interés de la sociedad. Por eso, desde hace ya tiempo, los jueces, abogados, notarios, registradores, etc., no somos exactamente juristas, sino más bien “operadores” de la máquina social.

Si el Derecho lo regula, no hay responsabilidad.
Desde esta perspectiva la iniciativa del alcalde Bloomberg, y las loas del editor del Financial Times, son perfectamente comprensibles. El Derecho tiene como misión regular la conducta de los ciudadanos con la finalidad de obtener un beneficio social medido en términos económicos (en este caso, el ahorro de costes sanitarios). Y si, además, lo puede lograr sin una coacción expresa, sino -como era típico de la moral- creando determinados incentivos psicológicos (en este caso el derivado de la incomodidad de comprar dos recipientes de Coca-Cola), pues muchísimo mejor, pues se producirán menos daños colaterales.
La crucial diferencia, sin embargo, es que mientras la moral concede espacio a la responsabilidad (porque es una llamada expresa a la que el interpelado puede o no responder, siempre de manera consciente), el Derecho no. Por un lado, el Derecho prohíbe expresamente a los empresarios comercializar ese producto (lo que implica que para ellos la decisión responsable de no hacerlo ha sido sustituida por la norma imperativa). Por otro, trata a los consumidores como simples medios para lograr una finalidad; no precisamente como seres responsables, sino como sujetos sin voluntad respeto de los que cabe influir sin que ni siquiera se enteren.
No es, sin duda, el tipo de ciudadano que nos interesa fomentar (o quizá sí, depende de la perspectiva). En cualquier caso, no es el tipo de ciudadano idóneo para generar una nueva moral “cívica” o “republicana”, capaz de volver a recolocar al Derecho dentro de sus propios límites. Y lo cierto es que los peligros derivados de esa clamorosa ausencia, y de la consiguiente asunción de esa función expansiva del Derecho, son hoy muy evidentes, especialmente en una situación de crisis como la que estamos atravesando en España. Porque la lógica conclusión de esta ausencia de espacio para la responsabilidad, por vía negativa, es que si por cualquier motivo el Derecho no llega a regular esas conductas, debe concluirse que son absolutamente permisibles.

"La postura que pretende incluir los escraches en el Código Penal y la que considera legítimos estos comportamientos obedecen en el fondo a la misma línea de pensamiento"

Si el Derecho no lo regula, tampoco hay responsabilidad.
Pensemos, por ejemplo, en dos casos conectados entre sí: el de los escraches y el de los desahucios, y cómo la confusión sobre las funciones y los límites del Derecho en estas cuestiones complica reaccionar de manera adecuada frente a ellos.
Los escraches son comportamientos difíciles de sancionar con el Código Penal en la mano. El tipo más próximo susceptible de ser aplicado sería el del art. 498, que sanciona a los que emplearen fuerza, violencia o intimidación para coartar a un parlamentario la libre emisión de su voto. Ahora bien, si no concurre propiamente violencia ni intimidación, tal como acontece en la mayoría de los casos que han ocurrido recientemente, tales hechos escaparían completamente del reproche penal. Pese a la existencia de algunas voces solicitando su inclusión en la nueva reforma del Código, la falta de sanción no deja de resultar lógica, pues, en base al principio de intervención mínima del Derecho penal, sólo deben castigarse aquellas conductas que atenten contra la convivencia de una manera especialmente grave. Lo curioso, sin embargo, es que desde el momento en que se llega al convencimiento de que no hay prohibición penal o de que ésta no procede, entonces, casi sin solución de continuidad, pareciera que debe llegarse a la conclusión de que el comportamiento en cuestión es completamente legítimo.
Así al menos parece deducirse de las declaraciones del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Gonzalo Moliner, y de la reacción que las mismas han suscitado en algún medio. Por un lado, el presidente afirma que "los escraches, en tanto en cuanto no sean violentos, y como no lo son, son un ejemplo de la libertad de manifestación". Afirma que siempre ha luchado por la libertad de expresión y de manifestación y que "por lo tanto, no me importan estos actos". Por su parte, el diario digital El Confidencial, haciéndose eco de las declaraciones del presidente del Tribunal Supremo, titulaba su información: Moliner defiende los escraches: "Son un ejemplo de la libertad de manifestación" (24/4/2013).
La pequeña exageración de uno se ha combinado con la del otro para llegar a esa conclusión que hoy nos domina: lo que no es ilegal, es más, lo que no está sancionado penalmente, es moral; es decir, o es un tema absolutamente privado sobre el que no hay nada que decir, o, incluso, una manifestación de la propia libertad subjetiva que resulta encomiable. Vemos entonces que ambas actitudes (la que pretende incluir los escraches en el Código Penal y la que considera legítimos estos comportamientos) obedecen en el fondo a la misma línea de pensamiento.
Pasemos ahora al caso de los desahucios. Una manifestación muy clara de esa obsesión que venimos denunciando de que cualquier problemática interpersonal debe ser solucionada por el Derecho, es la generalizada apreciación de que el drama de los desahucios tiene una solución jurídico-técnica. Es decir, que si ese drama está ocurriendo es porque el Derecho hasta ahora vigente en España es injusto. Entiéndanme, no digo yo que no lo sea en parte, por supuesto. En esta misma revista se han sugerido infinidad de propuestas para mejorar sus indudables deficiencias. Pero lo que es innegable es que si un préstamo hipotecario o un alquiler no se pagan, el lanzamiento del deudor o el desahucio del inquilino no pueden considerarse injustos (siempre jurídicamente hablando). Más bien lo injusto sería lo contrario. Lo que no quiere decir que para la Moral o para la Política la solución deba ser la misma.
Hace pocas semanas la princesa Letizia intercedió ante el Ministerio de Justicia en relación al desahucio programado de una mujer y sus hijos menores a instancia de los padres de su ex marido, maltratador por más señas.1 Los padres habían cedido gratuitamente el uso del piso a su hijo y nuera. En estos casos el Tribunal Supremo ha reconocido en varias sentencias a los propietarios el derecho a recuperar el uso del piso en cualquier momento.
Según parece, los propietarios disponían de más pisos y no necesitaban la renta para vivir. Esta circunstancia es, sin duda, muy relevante para ayudarnos a afinar nuestra valoración moral del asunto, pero me temo que nada para la jurídica; a menos, claro, que queramos retrotraernos a San Agustín y convertir el término justicia en sinónimo de misericordia (In Psalmos 39, 19). Puestos a interceder de alguna forma, la princesa debía haberse dirigido a los padres para que reconsiderasen su decisión, o al Ministerio de Economía o al de Asuntos Sociales para que organizasen un plan de ayuda con la finalidad de atender la situación de todos aquellos que hoy se quedan sin casa. Sin embargo, acudió al Ministerio de Justicia, y ese acto casi reflejo, que tanto traiciona nuestra forma de pensar, resulta a la postre muy conveniente para los famosos padres y para el Ministerio de Economía: la única responsabilidad es de la Justicia, y si esta dice que es justo, no hay nada más que añadir
Realmente, ese paso de San Agustín de confundir el Derecho con la Moral ha tenido una influencia histórica, aun en esta época secularizada, todavía difícil de ponderar, pese a los esfuerzos del genial Michel Villey por aclarárnosla. Pero se aprecia perfectamente en esa inevitable tendencia a confundir el Derecho con la conducta justa, recta (“derecha”), ya sea la de beber menos Coca-Cola o la de no desahuciar a la nuera y a los nietos sin recursos. Sin embargo, debemos de ser conscientes de que confundir el Derecho con la Moral, o con la Política, tiene el desgraciado efecto de eximirnos de la responsabilidad que nos compete. Si todo lo legal es moral o políticamente aceptable, los escraches no deberían merecernos ningún reproche, pese a su confesado intento de forzar la decisión de nuestros representantes políticos por una vía distinta de la argumentación. Si todo lo justo es moral o políticamente aceptable, reconocer que los lanzamientos son ajustados a Derecho nos exime de asumir de manera activa nuestra responsabilidad para evitar y paliar en lo posible esta terrible sangría.

"Hoy existe una tendencia a confundir el Derecho con la conducta justa, recta ('derecha'), ya sea la de beber menos Coca-Cola o la de no desahuciar a la nuera y a los nietos sin recursos."

Sólo reconociendo límites al Derecho seremos capaces de generar un espacio de responsabilidad del que andamos tan necesitados. La responsabilidad exige un espacio ajeno a la coacción, exige reconocer que existe un ámbito de incidencia social extraño al Derecho en el que debe reinar la libertad. Por supuesto, necesitaremos personas responsables para rellenarlo porque, si no, la tentación de acudir otra vez al Derecho (y de esta manera pervertirlo) será irresistible. Pero si la única escuela de la responsabilidad es la libertad, mientras aprendemos a ser responsables no tendremos más remedio que asumir los riesgos (y los costes, Mr. Bloomberg).

1 Tuve oportunidad de tratar este caso con más detalle en un post publicado en el blog hayderecho.com: “La princesa Leticia y los desahucios” http://hayderecho.com/2013/02/26/la-princesa-letizia-y-los-desahucios-2/

Resumen

En la actualidad no existe la menor transición entre la moral particular que sólo interesa a uno mismo y en la que nadie debe meterse, y el Derecho imperativo que regula las relaciones interpersonales de manera forzosa. Hoy la responsabilidad pública es la pura terminal de la norma jurídica, de tal manera que sin norma que la imponga resulta inexigible. De esta manera el control social que antes realizaban la moral y las costumbres se realiza en la actualidad por el Derecho con fines de utilidad económica. No es de extrañar, por tanto, la hiperinflación legislativa. La lógica conclusión de esta ausencia de espacio para la responsabilidad, por vía negativa, es que si por cualquier motivo el Derecho no llega a regular esas conductas, debe concluirse que son absolutamente permisibles. Por eso, la postura que pretende incluir los escraches en el Código Penal y la que considera legítimos estos comportamientos obedecen en el fondo a la misma línea de pensamiento.

Abstract

Nowadays, there is no transition at all from private morality, concerning just oneself and in which nobody else should interfere, to binding Law, that regulates interpersonal relations forcibly. Nowadays, public accountability is the mere ending point of legal regulations, so that in the absence of law accountability has become unenforceable. Today, Law exerts that social control accomplished in the past by morality and customs, for economic purposes. Legislative hyperinflation comes therefore as no surprise. Stating it negatively, the logical conclusion to be drawn from this lack of accountability is that if for whatever reason the Law doesn`t regulate those conducts, one must conclude they are perfectly allowed. That is why the stance trying to incorporate “escraches” or public denunciations into the Spanish Criminal Code and the one that regards these behaviours as proper come, deep down, from the same line of thinking.

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