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ENSXXI Nº 5
ENERO - FEBRERO 2006

JUAN CRUZ
Periodista

En la primera entrevista que le hice en mi vida, en Tenerife, cuando él no tenía mucho más de cuarenta años, hay una línea que no sabía que había escrito sobre Ángel González: decía allí que hablaba con mucha rapidez. Hace poco le pregunté: ¿es que tú hablabas con mucha rapidez entonces? Se quedó pensando, como piensa él, mesándose con mucha precisión el pico de su barba, y terminó explicando:
-- Acaso por la timidez.
Lo cierto es que después vi a Ángel González muchas veces, y en muchas circunstancias, buenas, regulares y malas, y siempre me pareció que hablaba con parsimonia, lentamente, como si estuviera prolongando la música de las palabras y esperara que cada verbo tuviera el mismo peso que el silencio.
Pero en aquella ocasión, cuando yo era un periodista aun adolescente y él ya era un poeta reconocido, un visitante ilustre de la isla, me pareció que hablaba velozmente. De aquellos días con González en la isla recuerdo su amabilidad, su carácter afirmativo, su deseo evidente de hacerle la vida feliz a los demás. Lo conseguía, y lo conseguía también con su poesía. Hace algún tiempo, cuando a Manuel Vicent lo operaron en Madrid de una enfermedad leve que requería intervención, fui a verle con el libro que recogía --hasta entonces-- todos los poemas de Ángel; unos días después le dieron de alta, y el autor de Tranvía a la Malvarrosa me llamó por teléfono:
--Estoy mucho mejor: esos poemas de Ángel son terapéuticos.
Desde entonces cada vez que debo regalar libros o visitar enfermos recurro a Palabra sobre palabra, la obra reunida de Ángel González; es poesía terapéutica y es poesía transida de una perplejidad que a todos nos afecta: la perplejidad ante el tiempo. Su aventura lírica comenzó acaso cuando vio muerto por la metralla a quien había sido su maestro de guitarra, cuando él era un niño y comenzaba el redoble trágico de la guerra civil. El miedo de su madre, desolada en medio de las horribles destrezas que tuvo la contienda para llevar dolor y ausencia al alma de todo un país, es otro de los factores que le dio a su manera de ver la vida ese aire desolado que tiene él también cuando asegura que se le adelgaza el futuro.
Le han salvado, de esa impronta trágica con la que empezó a mirar, la ironía y el compromiso. La ironía está presente, como el amor, en muchos de sus versos; es la ironía con la que su generación, animada por el vino y por la noche, pasó por encima de la negrura del franquismo; es, también, la generación de la amistad, avalada también por las copas y por los objetivos más comunes que hubo en los tiempos en que se desarrolló lo más esencial de su vida: ir contra Franco.
En ese periodo de tiempo ocurrió un hecho cuyo conocimiento le suele sorprender a la gente. Ángel era funcionario del Ministerio de Obras Públicas, cuando lo dirigía el general Vigón, en pleno franquismo. No era comunista, era un compañero de viaje, pero los comunistas le pidieron que acogiera en su casa al enviado del partido para organizar a los comunistas en la universidad madrileña. Ese hombre, un tipo guapo, inteligente, vino con el nombre de Federico Sánchez, y cuando pasó el tiempo se supo que ese clandestino de tanto atractivo personal era Jorge Semprún, el escritor, guionista, que luchó contra el nazismo y que por ello padeció cárcel y campo de concentración.
Lo más desconcertante del atrevimiento de Ángel González era que el poeta vivía justo enfrente del ministerio en el que prestaba sus servicios, con lo que aumentaba el riesgo que corría. A veces, acudía a su casa para comprobar cómo estaba su arriesgadísimo inquilino, y volvía al ministerio avisado por alguno de los funcionarios cómplices de sus entradas y salidas. Mantuvo con gran discreción su secreto, y hace algunos años, cuando junté a Semprún y a Ángel para que recordaran aquel episodio me di cuenta de que ambos volvían a la edad que tuvieron añadiendo un aspecto inesperado para dos que son de sus respectivas edades, ambos frisando ya los ochenta: acaso aquel atrevimiento tuvo algo de adolescente, y adolescentes seguían siendo mientras hacían memoria.
En aquel ministerio Ángel prestaba servicios junto a su amigo, el novelista y también poeta Juan García Hortelano. Hortelano fue uno de los grandes amigos de Ángel, que es amigo de muchísimos amigos. Murió en abril de 1992; recuerdo perfectamente cuando el poeta, confrontado a esta ausencia, que seguía a otras "Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral", y mirando a su agenda, expresó con melancolía la situación de su ánimo:
--Cada vez más solo, cada vez con menos gente a la que puedo llamar.
Se adelgazó la agenda de Ángel, se hizo más escarpado y solitario el futuro. Sin embargo, después han ido llegando, a su corazón y a su vida, muchísimos otros amigos más jóvenes "Chus Visor, Luis García Montero, Benjamín Prado, muchos otros" que le acompañan ahora, le incitan a salir y a entrar en una ciudad, la de Madrid, que le ha abrazado por las noches, le ha dado calor en los tiempos oscuros y le ha rendido siempre el homenaje que se merecen los poetas nobles.
Durante años, cuando Ángel volvía de Albuquerque, en Nuevo México, donde vive desde hace más de treinta años, García Hortelano solía decir que los camareros salían a la calle a brindar. Conociendo el afecto que el poeta tiene por el buen alcohol, que él compartía, Juan expresaba así la alegría que sentían él, sus amigos y todos los que le conocen por el regreso de Ángel. Hemos bebido mucho juntos, y aunque ahora yo casi no bebo, cuando me encuentro con Ángel en las noches de la ciudad encuentro siempre la felicidad que despierta siempre una amigable, lenta celebración nocturna.
Cuando se produce ese encuentro, el poeta te mira con sus ojos melancólicos y ya sabes que también en su silencio está el afecto con el que también te curan sus poemas.

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