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ENSXXI Nº 52
NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2013

MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista

Houston, tenemos un problema, Houston, we have a problem, se dice que exclamó el astronauta Jack Swigert pronunció al observar una luz de advertencia acompañada de un estallido en el panel de instrumentos del Apolo XIII. La frase fue grabada a las 21:08 horas del 13 de abril de 1970 y en versión original suena como Ok, Houston, we've had a problem here. Es decir, que Swigert abría usado el verbo to have en pretérito perfecto, en vez de hacerlo en presente de indicativo como le atribuye la memoria popular. En cualquier caso, esa manifestación oral respondía al estímulo de las señales luminosas percibidas en la cabina del módulo espacial, que indicaban la pérdida de dos de las tres fuentes generadoras de energía. Desde entonces, “Houston, tenemos un problema” se ha convertido en un latiguillo utilizado para dar cuenta, de manera informal, del surgimiento de un problema imprevisto.
La advertencia, aplicada a nuestro caso -proyecto secesionista para Catalunya- sería mejor traducirla por “¡Ciudadanos, tenemos un problema!”. Porque las luces de advertencia visibles son las referentes a Cataluña y llevan encendidas de manera clamorosa al menos desde hace año y medio. Su haz luminoso brillaba sin que pudiera ser ignorado al menos desde el 28 de junio de 2010, fecha de la sentencia del Tribunal Constitucional que invalidaba en parte el nuevo Estatuto de Autonomía. Sucedía que el fallo llegaba cuatro años después de que el Estatuto hubiera seguido todo el itinerario constitucional en el Parlament y en el Congreso de los Diputados y de que fuera sido aprobado en referéndum el 18 de junio de 2006. El censo de de Catalunya sumaba 5.309.767 electores, la participación registrada fue del 49,4% y, a su vez, de los votantes que acudieron a las urnas un 74% lo hicieron para darle el  “SI” al proyecto. Como diría un editorialista de otros tiempos “el conflicto de legitimidades quedaba servido”.

"'¡Ciudadanos, tenemos un problema!'. Porque las luces de advertencia visibles son las referentes a Cataluña y llevan encendidas de manera clamorosa al menos desde hace año y medio"

La bravuconada inicial fue de José Luis Rodríguez Zapatero siendo líder de la oposición. Está fechada el 30 de agosto de 2003 cuando en la reunión del Consejo Territorial del PSOE el aspirante ZP prometió más de lo que podía prometer a Pasqual Maragall, ya designado candidato a la presidencia de la Generalitat que alcanzaría en las elecciones de noviembre. Porque siempre estuvo fuera del alcance de Zapatero, por mucho que llegara a presidente del Gobierno, garantizar al presidente de la Generalitat que la reforma del Estatuto fuera aceptada tal cual llegara al Congreso de los Diputados y tampoco podía evitar que como sucedió fuera recurrido al Tribunal Constitucional, ni que el fallo se produjera en los términos en que se produjo. Pero la ruptura de los consensos, con que se había fraguado en su día el Estatut de 1979, plasmado en la participación de un 60% del censo y de obtener un 88% de votos emitidos a favor, fue patente desde el inicio del trayecto. El Partido Popular se desmarcó para iniciar un combate que le llevó a impulsar la recogida de firmas contrarias por toda España. Las huestes recolectoras exhibían así sus convicciones pero trabajaban también a favor de una rentabilidad electoral calculada en territorios propicios a soliviantarse cuando se agita el espantajo del ventajismo. La tramitación encallaba en el Parlament y el presidente Zapatero lo reflotó en Moncloa mediante acuerdo con Convergencia i Unió saltándose al PSC. Para sumar otro dislate ERC que estaba en la coalición gobernante se descolgó para pedir el voto en contra. Cuestión separada es que se aprobaran después otras reformas estatutarias de otras Comunidades Autónomas, que incluían disposiciones análogas a las del de Cataluña. Ese fue por ejemplo el caso de los Estatutos de Andalucía, de Valencia o de otras, pero pasaron sin rozar el larguero porque la atención seguía fija en un solo punto, el de la plaza de San Jaume.  
Volviendo al símil aeroespacial, recordemos que los lanzamientos del programa Apolo de la NASA habían adquirido ya en 1970 tal regularidad que era patente el decaimiento del interés público suscitado en sus inicios. Fue el riesgo surgido en el Apolo XIII el que devolvió esta aventura al primer plano de la atención mundial. Como tantas veces, por ejemplo en la fiesta de los toros, era el riesgo añadido al arte o a la tecnología el que recuperaba la pasión por el espectáculo. Era la posibilidad del desastre, cuya expectativa crecía de manera  directamente proporcional a su probabilidad, la que suscitaba y multiplicaba la angustia del espectador. Por eso, se cuelga en las taquillas el cartel de “no hay billetes”, la afición llena las plazas y quedamos prendidos de la retransmisión en directo del acontecimiento taurino o de la aventura espacial. Del mismo modo, ha sucedido en el plano de la política.
Entre nosotros, la normalidad democrática también produjo fatiga del interés y  facilitó el desencanto. El ritmo de los acontecimientos se fue calmando, los efectos dejaron de ser fulminantes y se oscurecieron los éxitos políticos vividos a la salida de la dictadura. Se difuminó la memoria del empeño que impulsó los avatares de la que acabamos denominando Transición, como si la hubiéramos incorporado “sin esfuerzo” al modo engañoso del lema de Assimil para el aprendizaje del inglés. Parecía cumplirse el principio de que sólo se valora aquello de lo que se ha carecido. El proceso que nos llevó “de la ley a la ley pasando por la ley” suscitaba grande admiración, reventaba pronósticos adversos y se basaba en la racionalidad cartesiana. El discurso del método presagiaba el resultado. Porque la paz no brota del cañón de los fusiles, ni las ballonetas sirven para sentarse en ellas, mientras que el diálogo dio paso a la reconciliación. En aquellos días los españoles abandonaron sus propensiones pasionales de calenturientos ribereños del mediterráneo para comportarse con la fría racionalidad de los bálticos. Y así, sin quererlo, fuimos erigidos en ejemplo por quienes andaban en intentos parecidos como polacos o chilenos.
Habíamos superado el deporte de las guerras civiles, que tanto atraían a los enviados especiales y eran campo abonado para hispanistas ambiciosos de éxitos editoriales y académicos. Nos instalábamos en la normalidad democrática de nuestros circunvecinos. Dejábamos de ofrecer espectáculo. Pasábamos en pocos años a ser cabezas tractoras de la construcción europea. Nuestras Fuerzas Armadas, abandonaban la función de sostener un régimen que negaba el ejercicio de la soberanía y la vigencia de las libertades públicas, cambiaban sus lealtades, dejaban de sentirse huérfanas del dictador, se alineaban con a la nueva democracia y se convertían en respaldo de la Política exterior, bajo las órdenes del Gobierno salido de las elecciones.  

"Si bien el problema presenta unos contornos específicos que afectarían sólo a los catalanes, hay otros que inciden sin excepción sobre todos los ciudadanos a tenor de lo que haya de resultar"

Está probado de modo indeleble que ningún intento de ingeniería social ha cambiado la naturaleza humana, ni ha servido para engendrar al “hombre nuevo” del cristianismo o del marxismo. Una reciente lectura de las “Sátiras, epístolas y arte poética” de Horacio, en versión premiada del profesor José Luis Moralejo, confirma la invariabilidad de las pasiones que nos mueven, la propiedad que revisten de ser inatacables por los ácidos de la modernidad. Su inmunidad frente a la erosión de las nuevas tecnologías, que tanto nos maravillan sin más que un acelerador o un decorado irrelevante. De cualquier manera, la Transición tampoco nos redimió del estado de naturaleza caída. Así que las corrupciones y demás actitudes degeneradas asomaron el rostro de algunos de los travestidos de ocasión e incluso de aquellos de sus indiscutidos protagonistas cuando quisieron cobrarse en efectivo los servicios prestados. Fue también, en parte, un caso más de la revolución, o más bien de la transición, traicionada.
En cuanto a Cataluña, sucede que el más elemental reconocimiento de la realidad nos obliga a repetir “¡ciudadanos, tenemos un problema!”. Podrán discutirse los orígenes remotos o próximos; atribuirse las causas al gobierno de la Generalitat, a las fuerzas políticas, o a los movimientos sociales; considerarse la legitimidad o la falacia de los argumentos; advertirse los efectos derivados de las actitudes ponderadas o de las exaltadas; analizarse la incidencia de los medios de comunicación; señalarse las tergiversaciones interesadas;  admirarse las falsificaciones históricas; anticiparse las posibilidades y los daños sobre la población inerme, obligada a una elección desgarradora; abrirse los banderines de enganche en el patriotismo bajo sentimientos o conveniencias; detestarse el trazado de la línea separadora entre los buenos y los malos catalanes; pero la tenemos un problema innegable. Adviértanse los términos de la afirmación. Porque, si bien el problema presenta unos contornos específicos que afectarían sólo a los catalanes, hay otros que inciden sin excepción sobre todos los ciudadanos a tenor de lo que haya de resultar. Quede, por tanto, fuera de duda que los ciudadanos no catalanes estamos también concernidos de manera radical en la definición y en los pactos originarios de los que derivan nuestra ciudadanía y nuestras libertades.
Evitemos las cabezas que embisten y favorezcamos las que piensan. Sepamos, como ha escrito un periodista amigo en un diario catalán, que los moderados traen de serie un equipamiento temperamental ad hoc, de la misma forma que los extremistas vienen provistos de una dotación genética apropiada para la combatividad. De ahí que los extremistas cambien de un extremo a otro sin problemas, adaptados como están con branquias para respirar bajo las aguas más encrespadas. Sepamos también que cuando las circunstancias  ambientales dan prevalencia a la moderación, es en ese terreno donde las fuerzas políticas contendientes buscan ganarse el respaldo electoral. Pero cuando se dispara el antagonismo, la moderación se desertiza, tiende a convertirse en esa tierra de nadie que todos abominan, infunde sospechas a los alistados en el  entusiasmo de cualquiera de los extremos de la disputa y pasa a considerarse la residencia de los traidores.
Aceptemos de igual modo el contrasentido que representa anidar en la moderación y enrolarse en la primera línea del combate. Escribió Ernst Bloch que “la razón no puede prosperar sin esperanza ni la esperanza expresarse sin razón”. Y de ahí que las expresiones moderadas para manifestarse precisen la apertura un espacio templado donde disentir pueda ser un ejercicio cívico y alinearse un reflejo de servidumbre voluntaria. Sólo así los talantes moderados dejan de sentirse al expresar sus posiciones empujados hacia el umbral de la clandestinidad para la que están muy mal equipados. En caso contrario, sus argumentos se perderán en el estruendo enfurecido de los contendientes, que disponen además de la mejor y más potente megafonía, dado que las actitudes tienen a conformarse en relación con las expectativas.

"Aceptemos con Luuk van Middelaar en su libro de imprescindible lectura El paso hacia Europa que hablar no es inocente, que no existen términos neutros, “científicos” para referirnos a los acontecimientos políticos, pero también que ello no significa que a quien rehúse ser ideólogo de alguna causa política, sólo le quede la opción de callar"

Bastaría un repaso respetuoso a la historia para confirmar que todas las causas que fracturaron España dividieron del mismo modo y simultáneamente a Cataluña. La guerra civil tuvo en ambas trincheras combatientes de indiscutible procedencia catalana, como sucedió en otros lugares de España. Se habla con exactitud de los catalanes de Burgos, como cabría hablar en menor proporción de los vascos, los gallegos, los andaluces, los leoneses o los murcianos. A la inversa, cabe hablar de los represaliados o de los fusilados por Franco, sin olvidar que donde más se fusiló en la posguerra fue en Madrid. El gozo por la proclamación de la II República fue compartido, pero la escisión española y catalana se produjo más atrás en torno al golpe que llevó al poder al general Miguel Primo de Rivera. La I República fue catalana y también el general Prim y el apadrinamiento de Amadeo de Saboya. La perdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas fue ruinosa a uno y otro lado del Ebro. Antes, de los negocios y del tráfico de esclavos se lucraron próceres con variada denominación de origen. La Guerra de la Independencia fue una prueba más de que la libertad no puede exportarse con armas (véase Exportar la libertad de Luciano Canfora, editado por Ariel en 2008). En todo caso, en la lucha contra el invasor estuvieron los combatientes catalanes, como catalanas fueron muchas de las más relevantes aportaciones a la Constitución de Cádiz de 1812. En cuanto a los pretendientes –Borbón y Habsburgo- que protagonizan la Guerra de Sucesión, ambos contaron con efectivos catalanes en sus filas. Si retrocedemos algunas páginas, el compromiso de Caspe de 1412 para nada fue una conspiración adversa, ni a estas alturas puede impugnarse la validez del matrimonio pactado en 1137 entre Petronila heredera de la corona de Aragón y el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV.      
De vuelta a la cuestión de estos días, sabemos intransferibles las responsabilidades que cada ciudadano tiene respecto al problema abierto en Cataluña y por ende en toda España. De ahí que al igual que nuestro hidalgo en el episodio de los leones, podamos decir que bien podrán los encantadores quitarnos la ventura pero el esfuerzo y el ánimo será imposible. Así se han originado algunas iniciativas como la del Ciclo de Diálogos “España plural, Cataluña plural”, surgida cuando el 14 de mayo de 2013 José Pedro Pérez-Llorca, presidente del Real Patronato del Museo del Prado, hizo entrega del premio Diario “Madrid” al periodista catalán Rafael Jorba. Ahí se encendió con la colaboración de la Asociación de Periodistas Europeos la chispa iluminadora de un espacio de reflexión inteligente donde pudieran contrastarse posiciones en términos de concordia, frente al alud de los promotores del antagonismo cainita, empeñados en la desnaturalización de los rivales y en la consiguiente diseminación venenosa del enfrentamiento civil.
Aceptemos con Luuk van Middelaar en su libro de imprescindible lectura El paso hacia Europa que hablar no es inocente, que no existen términos neutros, “científicos” para referirnos a los acontecimientos políticos, pero también que ello no significa que a quien rehúse ser ideólogo de alguna causa política, sólo le quede la opción de callar. Desde el convencimiento de que existen otras, se han ido celebrando los encuentros con participaciones como las de los profesores José Álvarez Junco y Joaquim Coll sobre lo que nos dice la historia y la historia por escribir; o las del constitucionalista Francisco Rubio Llorente y el filósofo Manuel Cruz, que trataron de las sociedades secuestradas en el Col·legi de Periodistas de Barcelona. Unas convocatorias alternativamente celebradas en Madrid y Barcelona de las que se da cuenta también mediante cuadernos impresos ahora en papel, la forma preferida por quienes se sirven del documento como elemento de trabajo. Ójalá contribuyan al intento de que los moderados dejen de tener la condición de sospechosos habituales. Veremos.             

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