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ENSXXI Nº 8
JULIO - AGOSTO 2006

JOSÉ ÁNGEL MARTÍNEZ SANCHIZ
Notario de Madrid

 

Vivimos una época en la que se nos antoja difícil, o prácticamente imposible, esbozar una definición de la familia, aplicable a las distintas realidades que se refugian bajo su ámbito.
De ahí que no le falte razón a Maria Ángeles Durán (“ Los costes invisibles de la enfermedad”) cuando asevera que: “en sentido estricto no existe la familia... sino formas muy variadas y cambiantes de relaciones interpersonales en torno a dos ejes de vinculación: los de afinidad y los consanguíneos. Pero incluso estos dos ejes de vinculación están cambiando profundamente como consecuencia de las transformaciones científicas o ideológicas, abriéndose a tipos de vinculación nuevos asimilados a los tradicionales. Asimilación ésta que en cierto modo anticipa la Constitución Española al garantizar la protección de la familia en sentido genérico, no reducido a una forma expresa”.
Hace ya bastantes años, Luis Diez Picazo (Familia y Derecho) advertía que no cabe hablar de una abstracta categoría de familia en singular, como una abstracta entidad intemporal y sempiterna, porque más que ante una única e intemporal familia estamos en presencia de múltiples familias o modelos familiares; y ello como reflejo de que la familia no es una institución natural sino un producto cultural.

"En sentido estricto no existe la familia... sino formas muy variadas y cambiantes de relaciones interpersonales en torno a dos ejes de vinculación: los de afinidad y los consanguíneos"

Con ocasión del Congreso celebrado en Montreal el año 1986 por la Unión Internacional del Notariado Latino expuse mi parecer, que no ha cambiado, acerca de esta concepción que tildé de insuficiente: en la familia asoma una faceta cultural, pero de naturaleza adjetiva. Cuando se piensa en los diversos modelos culturales al modo de realidades contrapuestas, a menudo se hace gala de una visión reducida a lo externo, sin penetrar en la realidad de una presencia incontestable, en la familia patriarcal y extensa, de una familia conyugal. Deducir que, puesto que la familia cambia, cada modelo familiar implica una familia distinta, desconectada de la pretérita, resulta artificial, pues no cabe ignorar que el ser familiar persiste a través de los tiempos e integra, en palabras de Sancho Rebullida, un valor permanente. Por ello, a mi manera de ver, él Derecho de Familia, sobre un “minimum jurídico”, postulaba y postula un “minimum ético”, ya que con Aristóteles en su “ Ética a Nicomaco”,” el hombre naturalmente se inclina más a vivir en pareja que en sociedad política, tanto más que la familia es anterior a la ciudad y más necesaria que esta última”; y proseguía Cicerón en “ De officiis”, “ como la naturaleza ha dado a todos los animales el deseo de reproducción, el fundamento de la sociedad radica en el matrimonio: siguen los hijos, después una casa común en que todo es de todos. Este es el núcleo de la ciudad y como semillero de la República”, (“ principium urbis et quasi seminarium Republicae”). Y es que,  sintetizaba en su “Carta a las familias” Juan Pablo II, “los derechos de la familia no son simplemente la suma matemática de los derechos de la persona, siendo la familia algo más que la suma de sus miembros considerados singularmente. La familia es comunidad de padres e hijos; a veces comunidad de diversas generaciones.”
Recapacitemos acerca de esos diversos modelos familiares: ¿supone la pluralidad de los mismos que debamos olvidar la misma realidad del paradigma originario?. La paradoja no puede ser más evidente: en pos de la tutela constitucional se cobijan en el concepto de familia situaciones tan diversas, que el referente inicial llega a perder todo valor ejemplar para encapsularse en una suerte de especie retráctil o en vías de congelación.
El problema no es tanto social cuanto ideológico, en consonancia con determinadas doctrinas que niegan precisamente ese valor ejemplar, quizás por pensar erróneamente que va unido a una creencia religiosa o por oscuras desviaciones psiquiátricas ( Vid David Cooper y su libro “Muerte a la familia”), pero que en cualquier caso  coinciden en el deliberado propósito de primar la autonomía de la persona y la consecuencia subyacente, escasamente reconocida, de que al tiempo que se refuerza la voluntad individual, se la sacrifica, pues  el individuo, aislado de la familia, huérfano de su protección, en su debilidad, queda a merced del más fuerte, de los poderes fácticos o en el mejor de los casos del poder constituido, del Estado, en una peligrosa situación de potencial subordinación, derribadas las defensas, representadas según Hobbes por las “civitas in civitates”.
Ante este panorama se abre, pues, una alternativa entre polos opuestos: aplicar a las distintas realidades familiares unas mismas normas; o bien, sin detrimento de la tutela constitucional a que sean acreedoras, disponer una regulación que contemple sus diferencias, y ¿porqué no decirlo? su distinta contribución al bienestar social.
Este análisis en torno al bienestar social no se ha sólido considerar pese a su importancia; rememoremos una de sus aplicaciones, últimamente de moda, en relación a los cuidados a prestar en caso de enfermedad: el trabajo remunerado dedicado a este menester  en España  solo alcanza el 12% del total de las horas anuales empeñadas en ello por el conjunto de la población, conforme resaltan sendas encuestas realizadas en 1990 por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, (vid. Maria Ángeles Durán en el libro mencionado).
El peso de estas horas recae mayoritariamente en las familias y dentro de ellas versa esencialmente sobre las mujeres. Esta realidad no quita que exista una fuerte demanda en pro de que la Administración asuma y desarrolle los deberes de protección que constitucionalmente le incumben, para ayudar a las personas dependientes y a sus cuidadores y suplirlos en caso necesario.
Este es el objetivo de la futura ley de dependencia, actualmente en fase de anteproyecto, la cual posee el mérito de reconocer las carencias del momento presente y la necesidad de esas ayudas públicas, siquiera se encuentren lastradas por el agudo problema de obtener los fondos precisos para su aplicación, que con notable optimismo se prevé gradual.

"El anteproyecto de Ley de Dependencia en su preámbulo no vacila en alabar la solidaridad familiar, cuya importancia no cabe ignorar sin lesionar la buena fe, no solo en lo que atañe a la formación de la persona, sino también en la atención a las necesidades primarias de sus miembros"

Esta ley busca también cauces para aliviar la dependencia, que igualmente sufren los cuidadores, en concreto las mujeres privadas de la posibilidad de trabajar en condiciones de normalidad. Se trata de un tema capital que sobrepasa estas pobres páginas. También aquí interviene la política: la Comisión Europea, por ejemplo, se orienta en el sentido de establecer un modelo homogéneo de familia en el que trabajen fuera de casa el 70% de las mujeres; sin embargo, acaso haya que considerar otras opciones de creer a Catherine Hakin en su libro “ Modelos de familia en las sociedades modernas”, que descubre entre las europeas  una cierta inclinación hacia la que denomina “teoría de las preferencias”, consistente en elegir el sistema que conforme a  las circunstancias mejor se pliegue a su modo de entender la vida y la familia, ya sea el empleo a tiempo completo, a tiempo parcial conciliable con la casa, o asumir, transitoria o definitivamente, la sacrificada función de ama de casa.
El referido anteproyecto en su preámbulo no vacila en alabar la solidaridad familiar, cuya importancia no cabe ignorar sin lesionar la buena fe, no solo en lo que atañe a la formación de la persona, sino también en la atención a las necesidades primarias de sus miembros. La sociedad debe mucho a las familias: recuérdese el paro de década de los ochenta, ¿quién evitó que la situación resultara insostenible para la paz social?; o en los tiempos que corren, los notarios bien que lo sabemos, cuando nos encontramos con los padres avalando a los hijos o hipotecando nuevamente su casa para  facilitar el acceso a la vivienda de éstos.
Ahora bien, ¿en qué tipo de familia se concentra mayormente esta de solidaridad?. Los notarios, gusta decir nuestro compañero José Maria Segura, hemos de tener algo de sociólogos y nuestra práctica diaria nos suministra una excelente fuente de información. Pero no solo nuestra experiencia profesional, sino la misma lógica, si lo que se pide es un argumento racional: esa solidaridad, llamada por los romanos “officium pietatis”, resulta instintiva en el seno del grupo familiar compuesto de padres e hijos, con la inclusión de los abuelos, cuya  contribución  ha motivado una reciente reforma del Código civil de 21 de noviembre de 2003.
Pues bien, la razón de estas reflexiones, a conciencia de que entrañan un lugar común, estriba en la necesidad de alentar la confianza en este tipo de familia, que aglutina una comunidad generacional, formada, cuando menos, por  los hijos y los padres comunes.
Se trata del modelo típico, que por su misma naturaleza absorbe con entereza todas las cargas familiares. No pretendo con esta llamada a la confianza la creación de un estatuto privilegiado respecto de las demás familias, tales como las denominadas de tejido secundario (con hijos no comunes). Entiendo que el hecho de que tales menesteres y cuidados se desarrollen en la vida diaria calladamente, en el interior de la comunidad doméstica, sin alharacas, y de forma eficaz, ausentes los abusos salvo en contados casos, entiendo que este hecho, obliga a replantear la posibilidad de que tales familias se otorguen un estatuto propio, que respete su intimidad.
Pienso que este estatuto se amolda a la naturaleza de la mentada familia, que como ocurre en general tiende a regirse en un marco de autarquía, de tal manera que como concluía Manuel de la Cámara “ el derecho de  familia empieza cuando la familia se acaba”. El reconocimiento a este arquetipo familiar, formado por los padres y los hijos comunes, de la posibilidad de fijar una regulación convencional que se  anteponga en ciertos casos a la legal ha de facilitar sin duda el cumplimiento de sus fines.
Pero como el movimiento se demuestra andando, hora es de sugerir alguna propuesta sin  animo exhaustivo y con la nunca superflua esperanza de que motive la reflexión del legislador. Me limitaré a señalar tres ejemplos, todos ellos en el marco del “officium pietatis”, en torno a la patria potestad, tutela y legitimas de los hijos.
En sede de patria potestad se produce una curiosa circunstancia: como consecuencia de la regulación contenida en los artículos 9-4 y 14-3 del Código civil puede suceder que, pongamos por caso, un mismo matrimonio con vecindades civiles diferentes, verbigracia  balear y vasca,  acabe aplicando a sus hijos menores legislaciones distintas en materia de patria potestad si nacen en distintas comunidades, así en Cataluña o en Aragón, en las que existe una mayor confianza en los padres y en los parientes, o en Madrid, en cuyo caso imperaría el régimen general del Código civil. Los mismos padres recibirían de este modo un tratamiento dispar, merced a una descomposición del estatuto familiar en heterogéneas relaciones paterno-filiales, contradictorias con el más elemental sentido común.

"En el caso de los mayores se produce desde una perspectiva jurídica una situación esquizofrénica al concurrir una doble opción: la autotutela y los poderes preventivos, subsistentes para el caso de incapacidad sobrevenida"

El Código de Familia catalán contiene una normativa ciertamente sensata que podría servir de ejemplo en una futura reforma del Código civil, en el sentido de suplir la intervención judicial, en los casos de desacuerdo entre los padres y cara a la enajenación de los bienes, por el criterio de los dos parientes consanguíneos más próximos al hijo, uno de cada línea, y  siempre que haya sido acordado el sistema en documento público por parte de los padres.( Vid arts. 138-2 y 153-2b de citado código de familia en relación con el 149 del de sucesiones).    
Por el contrario, la disciplina impuesta por el Código civil respira desconfianza: Cuantas veces acude a la notaria el padre o la madre viuda para vender el piso, otrora ganancial, en el que uno de los hijos, menor de edad, ostenta una parte: requerir en estos casos la autorización judicial parece excesivo, supone un coste en tiempo y dinero, y si no se obtiene rápido puede reportar la perdida de unas arras acaso penitenciales cuando no penales, sin que la intervención judicial tenga razón de ser, al menos cuando la parte del hijo sea minoritaria en relación a su padre, o con respecto a la de éste, sumada a la de los demás hermanos; por supuesto, menos se justifica todavía cuando el viudo no tiene parte y el menor comparte la suya con la mayoritaria de sus hermanos, mayores de edad, concurrentes a la venta.
Los supuestos que acabo de ejemplificar son los más frecuentes en una economía que ya no es de patrimonios sino de rentas.
Pero un sistema como el catalán sería altamente recomendable para los demás casos en evitación de dilaciones y gastos. Puestos a buscar garantías, el consentimiento de los abuelos paterno y materno ofrecerá en muchas ocasiones una mayor seriedad que el prestado por el menor al socaire de los  dieciséis años cumplidos, único supuesto  admitido en el código civil para obviar la intervención judicial.
Por si sirve de consuelo, García Goyena se planteó la posibilidad de sustituir la autorización judicial por la de un consejo de parientes, que sin embargo se aprestó a rechazar por juzgarla injuriosa para los padres (Concordancias... artículo 158), es decir en aras de su autonomía, precisamente la que en la actualidad, y en otro contexto, reclama esta posibilidad.
La tutela requeriría una reflexión de porte similar. Es bien sabido que el Código Civil en su versión primitiva optó por una tutela de familia, en la que desempeñaba un papel capital el Consejo de Familia; quizás demasiado, pues estaba llamado a realizar un seguimiento completo de la tutela, de ahí la crítica de que solo se constituyera ocasionalmente, cuando hacía falta inscribir alguna enajenación. La reforma acaecida en 1983 fue pendular  y se decantó por un sistema de tutela judicial. Huelga reproducir aquí las consideraciones vertidas por algunos parlamentarios, mientras se tramitaba el Proyecto de Ley, que reconocían la imposibilidad de aplicarla, habida cuenta de la saturación de los tribunales, pero que ello no les debía privar de su obligación de legislar para el futuro, o como he escrito en otro lugar poco menos que a lomos de profecías.
Ciertamente, el artículo 223 de código dejaba un resquicio para que los padres pudieran arbitrar un consejo de familia, como órgano de fiscalización de la tutela, interesante posibilidad, insuficientemente definida en cuanto a su alcance, lo que no fue óbice para que algunos pensáramos que su autorización estaba en disposición de suplir la que en otro caso debía recabar del juez el tutor para  realizar actos de extraordinaria administración.

"En nuestras notarias asistimos con frecuencia a matrimonios 'bene concordans' que se sorprenden cuando se enteran de que la legítima de sus hijos impide su pretensión de dejarse todo el uno al otro"

Esa era mi opinión, en cuanto tal carente de valor, pero era también la de Vallet y Castán Vázquez. El hecho es que la ausencia de una expresa habilitación jurisprudencial respecto de la tesis familiar ha determinado en la práctica la natural prudencia. La ley de protección del discapacitado alimenta en la actualidad una interpretación adversa, en cuanto que impone la sujeción a la autorización judicial, sin perjuicio de una eventual dispensa judicial mediante el  procedimiento previsto al efecto. Claro es, cabe igualmente contraatacar, una cosa es liberar de la autorización y otra disponer un sistema sustitutivo, que es cosa de menor entidad; por otra parte, hay que contar con el hecho de que la intervención familiar supletoria se encontraría a su vez supeditada a la posterior confirmación judicial, a reserva de discernir si para rechazarla habrá el juez de motivar su resolución, lo que parece evidente a la luz del artículo 224 del código, bien que en este caso la motivación de reputarse necesaria sería relativamente sencilla, por ejemplo ante la imposibilidad de prevenir contingencias futuras no susceptibles de contemplarse  por los padres en concreto.
De cualquiera de las maneras, convendría revisar toda esta materia para afianzar la constitución de una tutela familiar por los padres respecto de sus hijos menores o en situación de discapacidad. También aquí, si los hermanos tienen distinta vecindad civil, pueden concurrir diferentes regímenes tutelares,  que confíen en los padres en desigual medida. Estas diferencias devienen absurdas, piénsese en un mismo tutor sometido a  requisitos diversos y con diferente radio de acción según la vecindad civil de los hermanos sujetos a su guarda y custodia.
A lo expuesto hay que sumar la renuencia, que se quiera o no, se produce a la hora de acudir al juzgado y que en ocasiones ha impulsado a más de una viuda a renunciar a la herencia de su esposo para evitar la designación de un defensor judicial, lo cual, pese a su gravedad constituye una anécdota por comparación con el hecho escandaloso de que la familia rehuye sistemáticamente la incapacitación judicial, ya de los hijos mientras viven los padres, ya la de los mismos padres.
En el caso de los mayores se produce desde una perspectiva jurídica una situación esquizofrénica al concurrir una doble opción: la autotutela y los poderes preventivos, subsistentes para el caso de incapacidad sobrevenida. El problema si el poderdante deviene incapaz estriba en la obligación del apoderado de comunicar la incapacidad al Ministerio Fiscal, para que luego el juez determine si sobresee el poder, cosa previsible ante  las dificultades nacidas de la superposición de dos sistemas distintos. Ahora bien, ¿no sería más apropiado que el poderdante en su sano juicio opte por uno u otro sistema? ¿que si prefiere el poder quede excluida la tutela? A poco que se medite, la tutela habría de quedar aparcada, salvo que se decrete por el juez a petición de parte interesada, fundada en el mal uso o eventual abuso del poder.
Y para poner término a esta demasiado larga exposición una sugerencia respecto de la legítima de los hijos comunes. En nuestras notarias asistimos con frecuencia a matrimonios “bene concordans” que se sorprenden cuando se enteran de que la legítima de sus hijos impide su pretensión de dejarse todo el uno al otro. No es este el lugar para suscitar el debate sobre si debe suprimirse o no el régimen legitimario; sin necesidad de consideraciones más hondas una reforma levísima bastaría para zanjar muchísimos problemas, consistiría en establecer que la legítima de los hijos no es oponible a los padres comunes. De esta manera, se daría salida no solo a la situación enunciada, sino a otras más complejas, como a la fiducia sucesoria introducida de rondón en el artículo 831 de código, que vería sumamente facilitada su aplicación.
Asimismo, no sería difícil corregir el despropósito que representa el artículo 843 del citado texto legal, que en el caso de ordenar el padre el pago en metálico, salvo confirmación expresa de todos los hijos exige la aprobación judicial. Esta aprobación judicial deviene un obstáculo para que se lleve a cabo dicho pago y es fruto de la desconfianza. Que es un obstáculo, queda patente en el nuevo segundo párrafo del 1056, reformado en 2003, que exceptúa dicho requisito en el caso de obedecer la medida al deseo de preservar indivisa una empresa o explotación económica o el control de una sociedad de capital. Pero, ¿ solo en estos casos?. La verdad es que el artículo 1056 se limita a señalar una vía para la obtención del efecto apetecido y en este sentido suministra una causa final al pago en dinero, de tal manera que refuerza su racionalidad; pero por racional que sea, no por ello, se desvanece la función que supuestamente cubre la aprobación judicial en el 843, abocada a evitar un avalúo desfavorable para el interesado de que se trate. En consecuencia, no se comprende la diferencia de trato, antes bien una regulación coherente pasaría por suprimir la referida aprobación.
En fin, esta norma del 1056, como la atinente a los poderes preventivos, no acaba de casar con el talante intervencionista que caracterizó a la reforma del derecho de familia acometida a partir de 1981; responden a la necesidad de dar entrada a soluciones autónomas, al margen de las propiamente judiciales, aunque sea a modo de prótesis injertadas en un sistema que propende al rechazo. Sería de desear que se abriera un debate serio y responsable sobre la conveniencia de ampliar la libertad convencional de estas comunidades familiares, formadas por los padres y sus hijos comunes, para suplir con soluciones familiares las determinaciones judiciales.

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