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REVISTA110

ENSXXI Nº 113
ENERO - FEBRERO 2024

Por: VÍCTOR LAPUENTE GINÉ
Doctor en Ciencias Políticas
@VictorLapuente


Víctor Lapuente Giné es Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford, Catedrático en la Universidad de Gotemburgo y Profesor visitante en ESADE. Se dedica al estudio comparado de Administraciones y Políticas Públicas, es columnista de El País y colaborador de la Cadena SER. Es autor, entre otros, de Organizando el Leviatán (Deusto, 2018) y Decálogo del buen ciudadano. Cómo ser mejores personas en un mundo narcisista (Península, 2021).

Desde hace años hay dos cosas que me preocupan. La primera como persona: ¿cuál es el sentido de la vida? Y la segunda como politólogo: ¿por qué la sociedad se está polarizando, dividiendo en tribus políticas cada vez más enfrentadas: republicanos contra demócratas en EEUU, constitucionalistas contra independentistas en Cataluña, izquierdas contra derechas en todos los lugares? Durante mucho tiempo pensé en escribir dos libros, uno sobre cada una de estas cuestiones, hasta que me di cuenta de que estaban indeleblemente imbricadas. Lo que me llevó a escribir el recién publicado El Decálogo del Buen Ciudadano (Ed. Península).
He aquí la conexión que vertebra el libro: cuando, en tu esfera privada, tienes un ideal transcendental que da sentido a tu vida, algo que supera tu Yo individual -ya sea el Dios cristiano para alguien por ejemplo de derechas, la Pachamama para un ecologista o el equivalente a Dios tradicionalmente para mucha gente de izquierdas, la Patria-, no necesitas buscar un trascendente en tu esfera pública, en la política. Es decir, no necesitas encomendarte a un político salvador (sea un payaso nacionalista como Donald Trump o un militar bolivariano como Hugo Chávez) o a una ideología mesiánica (la revolución o la independencia de tu región).

Homo religiosus
Lo que distingue a los seres humanos de los animales es nuestra vocación religiosa. Otros seres vivos también piensan y sienten, pero ninguno se plantea el sentido de su existencia. Nosotros sí. Cada día existe más evidencia de que la asunción fundamental de los economistas, y de la mayoría de científicos sociales, de que somos seres racionales auto-interesados, u homo economicus, es incompleta. No somos solo una calculadora que suma placeres y resta dolores. Basta que pensemos en el experimento mental de la “máquina del placer” del filósofo Robert Nozick. Si nos dieran la posibilidad de conectarnos para el resto de nuestros días a una máquina que nos hiciera sentir de forma perpetua cualquier sensación imaginable (como marcar el gol decisivo en la final de la Champions, ser estrella de cine o multimillonario retirado en la Costa Azul), ¿lo haríamos? Seguramente, no. Es decir, la búsqueda de goces (y la huida de los padecimientos) no es nuestra meta en la vida. No viene mal disfrutar y evitar sufrimientos. Pero no es nuestro objetivo.

“Cuando, en tu esfera privada, tienes un ideal transcendental que da sentido a tu vida, algo que supera tu Yo individual, no necesitas buscar un trascendente en tu esfera pública, en la política”

Como apunta un número creciente de investigadores en antropología y psicología evolutiva, más que homo economicus somos homo religiosus. Tenemos una innata sed espiritual y, si no la llenamos con un ideal trascendental (y soy agnóstico sobre la forma de ese trascendente: cristiano o pagano, tradicional o New Age), buscaremos un sustituto terrenal. Y el candidato número uno a reemplazar a ese Dios abstracto es una causa política. Buscamos llenar de sentido nuestra vida con la persecución de una meta política, por lo general, cuanto más utópica mejor: la independencia de nuestra región sometida durante siglos a la “colonización” de un Estado opresor, la liberación de nuestro pueblo de las cadenas de la oligarquía financiera o de las hordas de inmigrantes, etc.
El resultado paradójico es pues que, a medida que las sociedades modernas se vuelven más ateas, la política se torna más religiosa. Los postulados se vuelven más dogmáticos e innegociables. La discusión política ha dejado de ser, como era en el consenso de la postguerra, un tira y afloja entre posturas opuestas hasta llegar a un punto medio, para convertirse hoy día en un envite cósmico entre mi ideología (el Bien) y la tuya (el Mal). Ahora, es más difícil enmarcar una discusión en un diálogo cuantitativo: tú pides un tipo máximo de IRPF del 50 y yo del 30, con lo que llegaremos a un acuerdo alrededor del 40. Ahora, si pides subir los impuestos eres un socialista que quieres asfixiar la libertad y, si los quieres bajar, eres un neoliberal sin corazón. El carné político determina la moral. Lo que hagan y digan los nuestros, de bombardear un país lejano a verter comentarios vejatorios sobre un periodista local, es bueno.

La muerte de Dios y la Patria
En el libro trazo la genealogía de este problema, que viene de lejos. De la década de los 70 del pasado siglo, cuando tomaron forma tanto la izquierdista (y conocida) Revolución del 68 y la derechista (y menos conocida) Revolución del 69, año de despegue de la neoliberal Escuela de Chicago. Ambas revoluciones tenían en común un feroz individualismo, que ha ido extendiéndose a nuestras sociedades modernas, poco a poco, gota a gota, hasta fomentar un narcisismo extremo. De hecho, según los psicólogos, el nivel de narcisismo medio en Occidente ha aumentado un 30% desde entonces hasta ahora.
Tanto la nueva derecha como la nueva izquierda nos han liberado de nuestras obligaciones colectivas. La derecha ha matado a Dios y la izquierda a la Patria. La derecha ha matado al Dios cristiano, el referente moral de la democracia cristiana, de la que, con la honrosa excepción de Merkel, ya le queda poco. Hoy los políticos democristianos han sido sustituidos por Berlusconis, Trumps o Johnsons y por toda una serie de políticos que defienden el enriquecimiento individual sin más freno que la legalidad. Por ejemplo, políticos contentos con transformar un árido descampado de la Meseta en el casino y prostíbulo de Europa por un puñado de dólares.

“Tanto la nueva derecha como la nueva izquierda nos han liberado de nuestras obligaciones colectivas. La derecha ha matado a Dios y la izquierda a la Patria”

Y la izquierda ha matado a su equivalente de Dios: la idea de Patria como nación no acabada, como proyecto común al que colaborar entre todos. Era la base del Progresismo americano, pero, tras la guerra de Vietnam, la nueva izquierda reniega de la Patria. Hemos pasado de la izquierda de la “fe común” del filósofo John Dewey y del “no preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país” del presidente John F. Kennedy, de una izquierda que pedía a sus votantes sacrificios por la Patria, a líderes que ya no piden deberes, sino solo prometen derechos. Cualquier alegato actual de un político socialdemócrata es una retahíla de compromisos para extender derechos -por ejemplo, Pedro Sánchez usó treinta y cinco veces la palabra derechos en su discurso de investidura como presidente del Gobierno en enero de 2020-.

Contra el empoderamiento
Hemos sustituido a los dioses tradicionales (Dios, la Patria o la Pachamama) por el culto al Yo, al Superhombre y la Supermujer utilizando la terminología de Nietzsche. Pero, tal y como el propio Nietzsche predijo, la muerte de Dios, lejos de liberarnos nos convertiría en fanáticos de otros dioses. Para empezar, de nosotros mismos. Vivimos en la cultura del empoderamiento permanente. De la escuela infantil al diván del psicólogo pop, nos venden nuestra grandeza sin límites, que nos conectemos con nuestros deseos íntimos, que rompamos los lazos con las tradiciones y ataduras varias. Lo que nos hace feliz individualmente es lo bueno.
Sin embargo, si repasamos qué han concluido los hombres y mujeres sabios a lo largo de la historia, que se pusieron a pensar seriamente sobre la felicidad (por cierto, en circunstancias en las que las pandemias y las crisis económicas no eran excepcionales, como para nosotros en estos tiempos, sino normales), llegaron a la conclusión inversa: lo bueno es lo que nos hace feliz. Primero, intenta ser bueno, adhiérete a un código moral, busca un sentido para tu existencia más allá de tus logros personales, una meta trascendental; y, luego, como consecuencia, experimentarás la felicidad auténtica, la que emana de la paz de espíritu.

“El empoderamiento sin control es la fuente de las grandes desgracias de la humanidad”

Ahora, centrados en nosotros mismos, vivimos lo contrario: la angustia de espíritu. Obsesionados por conseguir más dinero o más seguidores en las redes sociales, vivimos en una cinta de correr, que coge velocidad, pero no nos lleva a ningún sitio. Pensábamos que con llegar al millón de euros, o a los 10.000 seguidores en Twitter, o a determinado cargo, o a las tres cosas, estaríamos satisfechos. Pero no. Alcanzado un objetivo, queremos más. Si no lo conseguimos, nos frustraremos. Si lo conseguimos, también, porque pensaremos que podríamos haber llegado incluso más lejos. El empoderamiento, quizás el concepto más repetido en todo tipo de foros en la sociedad actual, tiene pues un reverso oscuro.
Contra ese empoderamiento he escrito El Decálogo, un libro que, en lugar de auto-ayuda pretende ser de auto-destrucción. El empoderamiento sin control es la fuente de las grandes desgracias de la humanidad. Y, de hecho, ese es un mensaje central que atraviesa grandes obras de la historia, de la Biblia a El Señor de los Anillos, pasando por Homero y Shakespeare. Cuidado, porque el poder tiene un lado invisible y siniestro.

Las diez reglas para una vida virtuosa
Y es en autores del pasado donde me inspiro para lanzar diez reglas prácticas para tener una vida más virtuosa. El proceso de elaboración de las mismas ha consistido en destilar recomendaciones de un grupo muy heterogéneo de pensadores y pensadoras: antiguos y modernos, filósofos y biólogos, cristianos y paganos, creyentes y ateos, progresistas y conservadores. Creo que, de toda esa sabiduría acumulada, podemos extraer unas pautas que nos pueden ayudar a manejarnos mejor en nuestro mundo actual, tan individualista y solitario. Son éstas:
1. Busca al enemigo dentro de ti. No podemos pretender que la sociedad cambie sin cambiar nosotros. Debemos asumir nuestra cuota de responsabilidad en los desaguisados de la realidad que nos rodea, de la desigualdad a la polarización política. Como decía el escritor ruso Alexander Solzhenitsyn, la línea que separa el bien del mal no pasa entre Estados, ni entre clases, ni entre ideologías, sino que atraviesa el corazón de cada ser humano.
2. No te mires al espejo. Abandonemos el individualismo, tanto el económico de derechas como el cultural de izquierdas, que nos impulsan a romper con los usos y costumbres tradicionales y focalizarnos en nuestros deseos.
3. Agradece. Todo se lo debemos a los demás. Da las gracias, se consciente de lo afortunado que eres por poder estar leyendo este artículo, cómodamente sentado y con el estómago lleno. El esfuerzo de millones de personas durante miles de años ha hecho posible este auténtico milagro.
4. Ama a un Dios por encima de todas las cosas. Debemos recuperar los ideales que históricamente han facilitado la cooperación social y han neutralizado la tentación de elaborar códigos morales a la medida de cada individuo, como Dios o la Patria.
5. No adores a falsos dioses. Las sociedades han avanzado cuando han compartido una creencia generalizada en un proyecto o ente trascendental, como un Dios o una Patria. Pero, y aquí subyace la clave, ese ideal que nos trasciende debe ser abstracto y difuso, para que pueda servir de antídoto contra el endiosamiento de aquellas personas que, en una sociedad, se pudieran arrogar el papel de intérpretes inequívocos de ese Dios o Patria, ya fueran los faraones egipcios, los emperadores romanos, los monarcas absolutos, los dictadores totalitarios, los líderes revolucionarios, los gobernantes populistas..., o nosotros mismos.

“Cuidado, porque el poder tiene un lado invisible y siniestro”

6. Da a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. La esencia del concepto sano de Dios (no el Dios de los fundamentalistas) es que ningún individuo se crea Dios. Creamos, a nivel privado, en un Dios, pero evitemos que ese Dios se meta en política. La esfera política, la esfera del César, debe ser un foro de discusión pragmática, secularizada.
7. Cultiva las siete virtudes capitales: coraje, templanza, prudencia, justicia, amor, fe y esperanza. Se consciente a lo largo del día de cuándo pones en práctica las cuatro virtudes cardinales o paganas -el coraje y su complemento la templanza; la prudencia y su complemento la justicia- y las tres virtudes cristianas -el amor que nos une a los demás, la fe que nos conecta al pasado y la esperanza que nos proyecta al futuro sin miedo-.
8. Ponte en la cabeza de tu adversario. Unos minutos al día intenta ponerte en la cabeza, no en el corazón, de tu adversario: ¿cómo ve el mundo un independentista de Berga si eres un nacionalista español de Murcia? O viceversa. Estos experimentos han dado resultados en otros países para aumentar la tolerancia hacia grupos vistos como amenazantes.
9. No te sientas víctima. La otra cara del narcisismo reinante es el victimismo. Como somos tan increíbles, si las cosas no nos salen bien, no puede ser por nuestra responsabilidad. Es que somos víctimas de otros. La cultura del victimismo es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo.
10. Abraza la incertidumbre. Entender que la vida es inherentemente incierta, que estamos aquí de prestado, que somos actores en una obra que han escrito otros (la Providencia, los hados o el caos cósmico) nos da fuerzas. Nos libera del gigantesco peso de programar nuestro futuro y luego frustrarnos porque inevitablemente la vida no saciará nuestras expectativas.

 

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