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REVISTA110

ENSXXI Nº 114
MARZO - ABRIL 2024

Por: JUAN PABLO FUSI AIZPURUA
Historiador


Juan Pablo Fusi Aizpurua nació en San Sebastián el 24 de septiembre de 1945. Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid, se doctoró en Historia por la Universidad de Oxford (1974), en Filosofía y Letras (Historia) por la Universidad Complutense (1979) y en Humanidades, Honoris Causa, por la Universidad de Nueva York (1987). Fue Director del Centro de Estudios Ibéricos de St. Antony’s College (Oxford) entre 1976 y 1979, Director de la Biblioteca Nacional de España de 1986 a 1990 y Director Académico del Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset y de la Fundación Ortega y Gasset entre 2001 y 2006. Premio Espejo de España (con Raymond Carr) 1979, Premio Montaigne Europeo de Ensayo 2000, Premio Julián Marías de Humanidades de la Comunidad de Madrid 2008 y Premio Lan Onari del Gobierno Vasco 2011, fue nombrado Académico de Jakiunde en la Academia Vasca de las Artes, Ciencias y Letras en 2011 y Académico de número de la Real Academia de la Historia en 2014. Ha publicado, entre otros libros, Identidades proscritas. El no nacionalismo en las sociedades nacionalistas; El espejo del tiempo. La historia y el arte de España (con Francisco Calvo Serraller); Historia mínima de España o Breve historia del mundo contemporáneo.

A Ortega y Gasset -no solo a él-, España se le presentó enseguida como un problema, un problema urgente, perentorio -puesto de relieve por el desastre del 98-, consecuencia del fracaso del régimen de 1876, un régimen “fenecido”, un “panorama de fantasmas”, como dijo en 1914. Ortega creyó que la gravedad de la crisis española (crisis del sistema de partidos, inestabilidad gubernamental endémica, regionalismo catalán, reaparición del Ejército en la política, problema de Marruecos, pistolerismo anarquista en Cataluña…) exigían de su parte algo más que el comentario de actualidad. Sintió la necesidad intelectual de orientarse sobre los destinos de su nación, de hacer la anatomía de aquella España en crisis, de reflexionar sobre su país con claridad y perspectiva, dos conceptos esenciales a su pensamiento. El resultado fue España invertebrada (1921), un “bosquejo de algunos pensamientos históricos”, como decía su subtítulo.

“España invertebrada era un intento por dilucidar el alma y la historia españolas como clave para entender la España en el siglo XX”

España invertebrada era un intento por dilucidar el alma y la historia españolas como clave para entender la España en el siglo XX: una teoría de la nación y de la formación de los estados en la historia, una explicación de la sociedad y de su articulación como organismo funcional, una interpretación de España en su historia, y un diagnóstico de la crisis contemporánea española. El punto de partida era, así, su tesis sobre la formación de las naciones, derivada en buena medida de los estudios de Roma de Mommsen. De acuerdo con esa interpretación, los estados se habían formado en la historia a lo largo de procesos incorporativos, impuestos por entidades históricas -Roma, Castilla- que supieron mandar, esto es, impulsar y proyectar una comunidad de proyectos, de anhelos. Una nación -diría Ortega- no era así ni un pueblo unitario ni un núcleo autóctono ni una comunidad étnica o lingüística: una nación -decía en una de sus frases más conocidas- era “un proyecto sugestivo de vida en común”. Castilla, reiteraba, había sabido mandar. “Castilla ha hecho España, y Castilla la ha deshecho”. Su genio nacionalizador le permitió descubrir su afinidad histórica con las otras monarquías ibéricas e impulsar la unidad peninsular (con el concurso de Fernando el Católico, la “genial vulpeja aragonesa” como le llamó, que supo darse cuenta de lo que Castilla significaba), y cimentarla como un proyecto en común que ambicionaba empresas incitantes: el dominio de Europa y el Mediterráneo, un amplio imperio, una política mundial.
España existió como nación mientras Castilla -de cuya realidad territorial, institucional, jurídica, demográfica o económica Ortega nada decía- impulsó la colaboración de los pueblos peninsulares en aquel gran proyecto que fue la España de los siglos XV y XVI, proceso de integración que para Ortega culminó hacia 1580. Pero que se agotó a partir de dicho año: Ortega veía la historia de España desde 1580 como la historia de una decadencia, como un proceso continuado de crisis y desintegración, que había empezado en Flandes, y seguido en Italia y luego en América, y que amenazaba ahora, años 1917-1920, la propio unidad nacional, desafiada por los separatismos catalán y vasco, manifestación de la descomposición del país tras tres siglos -decía- de dispersión. Ortega explicaba la desintegración de los estados en razón del avance del particularismo, el proceso -opuesto en todo al de incorporación- en virtud del cual cada grupo (un territorio, una institución, un sector social o político) deja de sentirse a sí mismo como parte y pretende afirmarse sobre y contra las demás partes de la comunidad unitaria. Castilla deshizo a España. El primer particularista había sido, decía Ortega, el poder central: desde el siglo XVII, Castilla fue una Castilla egoísta, sórdida, agria. Monarquía e Iglesia, pilares de la España imperial, resultaron ya incapaces de diseñar e impulsar un destino nacional. El mismo secesionismo catalán y vasco del siglo XX no era sino una manifestación más del particularismo general español -que por eso no era una nación sino un país invertebrado-, que operaba en la monarquía, en la política, en las clases sociales, en el ejército (ejemplos: las Juntas Militares de 1917, la violencia social que sacudía por entonces Barcelona).

“Ortega quería hacer una España nueva y proyectar una gran política nacional, hechas, una y otra, para las provincias y desde las provincias”

España estaba invertebrada. No era una nación porque nación era -de acuerdo con la teoría de nación que Ortega venía madurando desde hacía unos años- “una masa humana organizada, estructurada por una minoría de hombres selectos”, y España vivía la situación opuesta, la invertebración, el hecho que surge cuando una masa se niega a ser masa. España aparecía como un caso extremo de invertebración histórica, caracterizada por lo que Ortega llamaba “la ausencia de los mejores”. El hecho era capital: la gran desgracia del país, su gran debilidad histórica, era en la visión de Ortega que en España apenas había habido feudalismo, consecuencia de haber sido España conformada, sobre el sedimento de la romanización, por los visigodos, el más civilizado y romanizado, y por ello el menos vital, de los pueblos germánicos, razón y causa últimas de que España hubiese tenido una evolución específica y distinta. Carente así en su historia de minorías selectas, o de minorías selectas suficientes, imposible su articulación sobre los principios de ejemplaridad de la minoría y docilidad de la masa, España estaba, inevitablemente, condenada a fracasar como sociedad. España era puro pueblo, pueblo labriego, ruralismo; la disgregación de España era, como vemos, un proceso de varios siglos, impulsado por el “imperio imperturbado de las masas” en la historia de la nación (por lo que la única solución a los males de España no podía ser otra cosa que la forja de un nuevo tipo de hombre español).
España invertebrada no se refería solo, por tanto, ni preferentemente a la cuestión territorial -como parecía sugerir el título-, a la organización del Estado. Pero ello fue sin duda uno de los detonantes de la obra, cuyo tercer capítulo se titulaba precisamente “¿Por qué hay separatismo?” y donde Ortega decía que “uno de los fenómenos más característicos de la vida española de los últimos veinte años (escribía, repito, en 1921) ha sido la aparición de regionalismos, nacionalismos, separatismos; esto es, movimientos de secesión étnica y territorial”. Ortega no se equivocaba. Articular España como un verdadero Estado nacional fue una de las cuestiones capitales españolas, si no la esencial, de los siglos XIX y XX. Ortega, el Ortega de España invertebrada, de La redención de las provincias (1931) y de la II República, pensaba que en España no existía verdadera emoción nacional, un verdadero nacionalismo español: “desde largo tiempo -dijo en mayo de 1917- carece España de toda emoción nacional por la cual comuniquen los bandos enemigos”. Lo que en su opinión definía al país era “el torrente de las emociones provinciales locales”. El localismo, escribió en El Sol el 12 de octubre de 1917, “la organización y la afirmación de la vida local”, le parecía la única “actitud clara” de los españoles, y todo lo demás se le antojaba o “caduco” o “vago” o “problemático”. La tesis central de La redención de las provincias (publicado en 1931 pero escrito antes) subrayaba que España era “pura provincia”, que la provincia era “la única realidad enérgica existente en España”, que el español medio era el hombre de provincias y que por tanto, la “gran reforma” que había que hacer en España era una reforma “desde las provincias y para las provincias”: “la auténtica solución consiste precisamente -escribía en ese libro- en forjar, por medio del localismo que hay, un magnífico nacionalismo que no hay”.

“Ortega creía que la ‘gran reforma’ nacional tenía que comenzar por su realidad más auténtica, que eran las provincias”

Para Ortega, por tanto, no había ni vitalidad nacional, ni una España nacional: no había -lo acabamos de ver- nacionalismo español. En más de un sentido llevaba razón. La España del XIX fue un país de centralismo oficial pero de localismo real. En España (y fuera de España), la creación del Estado nacional moderno fue resultado de un largo y lento proceso de asimilación nacional y de formación de una conciencia verdaderamente nacional, proceso que exigió el crecimiento y la integración de mercados, regiones y ciudades, el desarrollo de un sistema de educación unitario y común, la creación de un servicio militar obligatorio y la expansión de los medios modernos de comunicación (de telégrafos y prensa nacional a carreteras, ferrocarriles y transportes modernos interurbanos). Ciertamente, los procesos de creación de un estado y una nación españoles avanzaron considerablemente a lo largo del siglo XIX. La administración central fue modernizándose a partir de la creación y consolidación del sistema ministerial de gobierno y de la creación de cuerpos de funcionarios. Las comunicaciones se multiplicaron con la creación de redes de carreteras y la construcción del ferrocarril a partir de 1848. El control del estado sobre la sociedad se reforzó tras la creación de la Guardia Civil en 1844. La unificación del derecho progresó a lo largo del siglo. La nacionalización de la vida social y cultural avanzó igualmente de forma notable.
Con todo, la fragmentación económica y geográfica del país era aún considerable en las primeras décadas del siglo XX. La localidad, la comarca, la provincia, la región, más que la nación, fueron hasta entonces el ámbito de la vida social del país. La aparición de los nacionalismos catalán y vasco y su irrupción en la política española -otro síntoma, tras la derrota del 98, del fracaso de España como nación- cambió la política e hizo de la reforma territorial del Estado, basada desde 1833 en la provincia, uno de los grandes problemas del siglo XX: Cataluña fue la gran cuestión de la política española entre 1900 y 1936. La idea de Ortega sobre ello, que expuso precisamente en La redención de las provincias, fue la organización de España en diez “grandes comarcas” -Galicia, Asturias, Castilla la Vieja, País Vasco-navarro, Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva-, término que acuñó para camuflar el de región, entonces, 1927, no autorizado, comarcas autónomas y dotadas de una amplia capacidad de autogobierno y de instituciones democráticas propias (Gobierno regional, asamblea legislativa). Ortega, por resumir, quería hacer una España nueva y proyectar una gran política nacional, hechas, una y otra -como él decía y quedó dicho-, para las provincias y desde las provincias.

“A Ortega lo que le preocupaba era el renacer de España, construir desde regiones y provincias la conciencia y la voluntad nacionales de que, en su opinión, el país carecía”

La "gran reforma" que Ortega proponía era un Estado regional, su respuesta al diagnóstico hecho en España invertebrada. Pero con matizaciones. Primero, Ortega no ignoraba que la proyección política de los movimientos regionalistas españoles era, por lo general, débil. En un artículo que publicó en noviembre de 1918, distinguía solo seis regiones dotadas de “conciencia colectiva diferencial”: Aragón, Cataluña, País Vasco, Navarra, Asturias y Galicia; consideraba que Valencia y Murcia estaban en transición y se aventuraba a anticipar que tal vez una tal conciencia no llegase a aparecer ni en Extremadura, ni en las dos Castillas, ni en Andalucía (punto éste que repetiría en Teoría de Andalucía de 1927). Segundo, el problema seguía siendo España como nación. A Ortega no le preocupaban las regiones por su especificidad étnica, cultural o histórica: no hablaba ni de nacionalidades ni de derechos históricos de las regiones. Le interesaban la provincia y la región porque en ellas se encarnaba la realidad de España, porque constituían el horizonte social y vital del español medio. Ortega no creía que el Estado español contemporáneo hubiese fracasado por su centralismo. Entendía que había fracasado por no contar con la provincia, por ser un sistema, un régimen, artificial que representaba la España oficial, el “madrileñismo”: la corte, los gobiernos, los parlamentarios, los grandes periódicos, la burocracia, el ocio, y que desconocían la España real, los millones de labriegos del país, las villas polvorientas, las opacas capitales de provincia.
Ortega, en suma, creía que la “gran reforma” nacional tenía que comenzar por su realidad más auténtica, que eran las provincias. Ortega quería que las provincias asumiesen su responsabilidad en el quehacer nacional y entendía que eso suponía dotarlas de personalidad política propia y darles amplias atribuciones. Lo que le preocupaba, en cualquier caso, era el renacer de España, construir desde regiones y provincias la conciencia y la voluntad nacionales de que, en su opinión, el país aún carecía.

JP FUSI ILUSTRACION

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