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El Notario - Cerrar Movil
REVISTA110

ENSXXI Nº 114
MARZO - ABRIL 2024

Por: ÁLVARO DELGADO-GAL
Escritor


Álvaro Delgado-Gal (Madrid, 1953) es escritor. Licenciado en Ciencias Físicas y doctor en Filosofía, ha sido profesor de Filosofía del Lenguaje en la Universidad Complutense. Editor y director de Revista de Libros, un proyecto editorial fundado en 1996 que se ha mantenido desde entonces como publicación de referencia en los ámbitos del pensamiento, la literatura, el arte y la ciencia, es autor de diversos ensayos relacionados con el mundo de la estética y la filosofía como La esencia del arte (1996), Buscando el cero (2005) y El hombre endiosado (2009), entre otros. Desde hace más de tres décadas es asiduo colaborador en prensa, donde ejerce la crítica literaria y el análisis político.

Desde pequeño, he querido ser notario. ¿Por qué no registrador de la propiedad o abogado del Estado? Tengan ustedes en cuenta que estoy hablando desde un punto de vista estrictamente biográfico. A los diez, once años, yo no sabía lo que era un registrador o un abogado del Estado. De modo que mi modelo eran los notarios, un cuerpo en el que mi padre había reclutado amigos, bien por accidente o en su condición de retratista. Mi padre era pintor. Y mi tía materna y madrina, Menchu Gal, también era pintora. Si me pusiera estupendo, diría que me crié en un medio bohemio. Sobre este punto he discutido un tanto con mi mujer, que es inspector de Hacienda. Mi mujer sostiene que yo soy un tipo conservador, como, por cierto, lo era ya mi padre después de los cincuenta años. Y lleva razón, pero no toda la razón. Se puede ser bohemio deliberado, y bohemio situacional. Lo verdaderamente serio, es lo segundo. Permítanme que me explique. Los padres de mis compañeros de colegio iban a la oficina: un lugar misterioso donde había secretarias y en el que se llevaba chaqueta y corbata. Mi padre, sin embargo, no tenía oficina. Su estudio ocupaba la pieza mayor dentro de una casa más bien pequeña. Estaba orientado por su flanco diestro al norte (el estudio de un pintor no debe estar expuesto a una luz solar que varíe a lo largo del día), con el caballete en uno de los testeros y unos cuantos sillones en la otra punta. Allí se congregaban, a última hora de la tarde, los amigos, autorizados a hablar de sus cosas mientras no interpelaran a mi padre en sus idas y venidas frente al caballete. A esta peculiaridad, pongámoslo así, funcional, se añadía otra de mucha importancia para la familia: el régimen económico. Los padres de mis amigos recibían un sueldo. Mi padre, no. Mi padre, y mi madre, y de rebote yo, estábamos a verlas venir, y hubo de pasar cierto tiempo hasta que empezara viniendo lo que tenía que venir. Bien, esto es ser bohemio. Quizá resuma la situación un lance que me ocurrió a los seis o siete años. En cierta ocasión la maestra se dirigió a sus alumnos y les fue preguntando, uno por uno, a qué se dedicaba su padre. Yo contesté que era pintor, y la maestra quiso saber si pintor artista o pintor de paredes. Me di cuenta entonces de que la profesión de pintor era equívoca. Estaba claro en qué consistía ser ingeniero, médico o abogado. Pero no pintor. Este equívoco taxonómico se repite en el mundo moral. El pintor moderno, el que ya no es un artesano adscrito a un gremio o a una cofradía menestral, es propenso a pensar grandes cosas sobre sí mismo. Y se encuentra con que eso que piensa de sí, no coincide por fuerza con lo que de él piensan los demás. Eso, añado ahora, es otra de las cosas que les ocurren a los bohemios. La bohemia comprende a los pintores, los cómicos y los músicos. También a los escritores, aunque no de la misma manera. Hasta hace unos años, el escritor se ha beneficiado lateralmente del prestigio inherente al conocimiento de la escritura en las sociedades iletradas. Ha sido, digamos, un no sé qué intermedio entre el lírico y el profesor o el escribano. Los plásticos no estaban en las mismas.

“Toda persona, habida cuenta del quién que dentro de sí esconde, tiene frente a la ley los mismos derechos que cualquier otra. Pero también es un qué. Y según sea ese qué, ganará o no el Nobel, ganará o no dinero, tendrá amigos que le quieran, o no los tendrá”

Volviendo a lo de antes: para un niño cuyo padre se ganaba la vida construyendo artefactos aparentemente inútiles (“phantasmas”, por hablar como los antiguos: imágenes que figuraban personas, árboles, animales), los notarios eran unos personajes. Disfrutaban de un bien precioso: el estatus. Y quien dice estatus, dice también seguridad económica y cierto empaque, todavía mejor, una como congruencia entre la representación que el individuo se hace de sí, y la que se hacen los circunstantes. Creo que mi percepción infantil era exacta. Ahora puedo completarla con el conocimiento que he acumulado gracias a los años y algunas lecturas.
El contraste más decisivo entre la sociedad contemporánea y la vieja sociedad estamental, consiste en lo siguiente: en la segunda, al revés que en la primera, no había dudas sobre qué era cada cual. El que mejor ha explicado este hecho capital es Pascal, en el fragmento 323 (ed. Brunschvicg) de sus Pensamientos. Alguien se asoma a una ventana, y me ve caminar por la acera de enfrente. ¿A quién ha visto? En verdad, no existe a un quién a quien haya visto, porque solo ha visto un qué. Ha visto a un individuo grande o pequeño, gordo o flaco, rubio o moreno. Continúa Pascal: “Y si alguien me ama por mi juicio, por mi memoria, ¿me ama “a mí”? No; porque puedo perder estas cualidades sin perderme a mí mismo. ¿Dónde está, pues, este “yo”, si no está ni en el cuerpo ni en el alma? ¿Y cómo amar el cuerpo o el alma sino por estas cualidades, que no son las que constituyen el yo, puesto que son perecederas?”.
Pascal, jansenista, creía en la predestinación. Esto es, pensaba que Dios señalaba a un individuo para el cielo o el infierno por razones que él solo conocía, o, lo que monta a lo mismo, por razones que ninguno de nosotros podría adivinar haciendo inventario de sus méritos manifiestos o de su colocación en la sociedad. Según Pascal y sus colegas jansenistas, Dios se queda con el quién haciendo abstracción del qué. De tejas abajo, en la sociedad en que lo tocó vivir a Pascal, la situación era justo la inversa: llegado el momento de identificarse ante los demás, en cierto modo, ante sí mismo, el sujeto enunciaba un qué. Sacaba a relucir su condición de noble, plebeyo, o ministro del Señor, o hilando más fino, su inserción en la jerarquía de los nobles, plebeyos o ministros del señor. Pascal, en su fragmento, no aclara cómo cuadrar el quién con el qué. Su teología le impide encontrar la solución a este problema. Las sociedades democráticas han aprontado una formulación mixta. Toda persona, habida cuenta del quién que dentro de sí esconde, tiene frente a la ley los mismos derechos que cualquier otra. Pero también es un qué: es lista o tonta, laboriosa o indolente, encantadora o profundamente antipática. Y según sea ese qué, ganará o no el Nobel, ganará o no dinero, tendrá amigos que le quieran, o no los tendrá. En ningún momento se piensa, no obstante, que el qué pueda absorber al quién. En todo hijo de vecino subsiste un núcleo de humanidad, una especie de centro, una como partícula metafísica, que individualiza al sujeto: que lo hace único y a la vez innegociable, con independencia de cómo le haya ido en la vida.

“Abrazar un qué supone un ejercicio de modestia: deferimos en los otros el juicio que merece nuestra persona. Por el contrario, el aposentado en su quién oscila entre el azoramiento absoluto y la vanagloria irracional”

Esto está muy bien, pero es demasiado abstracto. ¿Cómo apresa la persona el quién que ella es? La filosofía ha ofrecido varias respuestas, por lo común poco convincentes. Y el Romanticismo, en sentido laxo, nos ha invitado a explorar nuestras potencias implícitas, a encontrarnos con nosotros mismos. A esto, también, se le llama “realizarse”. Lo último suena a Nietzsche, apurando más, a Píndaro, y es conceptualmente frágil. Sugiere que el quién no se materializa hasta que no se ha atinado con el qué. En último extremo, el quién se escoge a través del qué, un qué opcional. Se diría, haciendo balance, que el individuo puede crearse a sí mismo ex nihilo. Pretensión evidentemente delirante, y de gran circulación en el pensamiento posmoderno.
Descendamos a tierra. Para no despistarse, para no atortolarse, el individuo necesita orientación. Necesita usufructuar nociones mínimamente estables sobre lo que es tener éxito, o ser buen padre o buena madre, o ser buen ciudadano. Cuando le arrebatan estos puntos de referencia se extravaga y pierde en el azul. Tocqueville, en La Democracia en América o El Antiguo Régimen y la Revolución, atrapó el punto con inteligencia y profundidad. Su tesis es que la democracia, inevitable y probablemente deseable, o mejor, deseable en tanto que inevitable (hay una ambigüedad en Tocqueville), hurta al ciudadano las cartografías políticas y morales que daban forma al régimen estamental. El único remedio de que finalmente disponen los hombres para que la democracia se asiente y dure, es convertirse en ciudadanos. El carácter del ciudadano, para Tocqueville, no tiene nada que ver con el carácter individual. El calificativo “individual”, para el normando, guarda, como sucedió con los doctrinarios, y antes aún con De Maistre, resonancias negativas. En fin, para Tocqueville los hombres en democracia debían aprender a socializarse por la participación en la cosa pública, como él había visto, o fingía haber visto, que ocurría en los USA.ALVARO DELGADO GAL ILUSTRACION
Existe en la propuesta tocquevilliana una dimensión voluntarista que no acaba de persuadirme. La cohesión social, en las democracias, constituye un desafío que no se puede resolver solo por la vía de la participación política. Un desafío que se está agravando, y que no solo afecta a la sociedad como un todo sino, lo que a mi ver es más importante aún, al hombre suelto. A las muchas bendiciones de nuestras sociedades (más bienestar; más igualdad o, al menos, más capilaridad ascendente; más desarrollo), se añade una dificultad de índole sicológica; la de echarse a rodar sin estar seguros de hacia dónde conviene ir. Y aquí, amigos notarios, aparecen eso, los notarios.

“Los notarios, por supuesto, también viven, según el caso, agobiados por su quién. Pero, además del quién, tienen a mano un qué. Esa, señores, es la diferencia”

Es una pejiguera que se hayan debilitado, en términos relativos, las profesiones (notario; letrado del Consejo de Estado; abogado del Estado, y suma y sigue) que han configurado a la clase media durante el último siglo y medio. Ser funcionario de gama alta ha conciliado, durante un montón de tiempo, la democracia con la estabilidad estamental. Lo mismo que en esta, un individuo, digamos que hacia 1900, se aseguraba un qué relativamente envidiable por el hecho de tener vara alta en tal o cual rama de la Administración. Ya sé que los notarios no son funcionarios en rigor, ni reciben un sueldo. Pero ustedes me entienden. A la vez, y al revés que en el orden antañón, la jerarquía funcionarial obedecía a un principio meritocrático. Cualquiera puede ser notario si lo intenta, se esfuerza muchísimo, tiene un poco de suerte, y no carece de luces.
Esto es moralmente reconfortante. Ayuda al individuo a sustraerse a la agonía de averiguar su quién sin el auxilio de un qué. Añadamos a lo dicho que casi nadie sabe, cuando busca su quién, qué está persiguiendo en el fondo. Hay excepciones. Mi padre, mi tía, eran personas acuciadas por una pulsión vocacional. La vocación, como afirma Merlín en la película de Walt Disney, es un lío medieval. Experimentado a pie de obra, el lío se atenúa por motivos más prosaicos. Por nada del mundo, ni aun al precio de perder la vida, se habría resignado mi padre a hacer algo que no le gustara. Y lo único que le gustaba, a la postre, era pintar. En términos prácticos la vocación, más que un destino, es una limitación radical. No creo que celebrase (el tiempo lo dirá) que mis hijos fueran vocacionales. Sé que ninguno va a ser lo que a mí me habría gustado ser, esto es, notario. A mí el quién me ha pesado siempre como una losa. Por supuesto, no lo he podido definir. Esa cosa imprecisa, y simultáneamente omnipresente, esa especie de maldición bíblica, me ha disuadido de trabajos útiles para los demás y útiles para mí mismo. Añado una consideración moral. Abrazar un qué supone un ejercicio de modestia: deferimos en los otros el juicio que merece nuestra persona. Por el contrario, el aposentado en su quién oscila entre el azoramiento absoluto, y la vanagloria irracional. Tampoco me ha atraído el dinero, quiero decir, el dinero en grandes cantidades. Ganar un montón de dinero exige mucho tiempo, y conservarlo, también. No envidio a los ricos, entiéndanme, a los ricos a lo grande. He envidiado, y ese sentimiento no ha terminado por desaparecer, a los notarios. Los cuales, por supuesto, también viven, según el caso, agobiados por su quién. Pero, además del quién, tienen a mano un qué. Esa, señores, es la diferencia.

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