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Ignacio Maldonado
N
otario de Madrid

A José Manuel Otero Lastres, amigo, maestro e inspirador de éste artículo.
“Los Pueblos deben luchar por sus leyes cómo por sus murallas”
Heráclito de Éfeso ( S. V a.c.), Frag. 44.

Desde que los hombres decidieron agruparse y compartir sus existencias en comunidad, han sentido la necesidad de dotarse de un entramado de normas adecuadas para regular su convivencia. Tanto en pequeñas aldeas o comarcas cómo en prósperas ciudades o extensos imperios, y desde los regímenes más teocráticos hasta los estados organizados en torno a la democracia, las leyes han formado desde un principio parte esencial de la base en torno a la cual se edifican las sociedades humanas, junto con la política o la economía. Ello ha conllevado la preocupación de individuos e instituciones por la adecuada formulación de dichas normas y su correcta aplicación y ejecución, lo cual supone una constante actividad intelectual y práctica en torno a las mismas, es decir, la ciencia del Derecho, tal y cómo hoy la conocemos.

"Desde que los hombres decidieron agruparse y compartir sus existencias en comunidad, han sentido la necesidad de dotarse de un entramado de normas adecuadas para regular su convivencia"

Al mismo tiempo, desde un principio se ha puesto de manifiesto la posibilidad de abusos y desviaciones, tanto por parte de los poderes públicos cómo por los propios individuos, de tal manera que en la práctica esas leyes, que forman parte de la estructura fundamental de la sociedad, pueden ser inobservadas o corrompidas, provocando conflictos de convivencia más o menos intensos, que a la larga pueden contribuir a la decadencia, e incluso a la destrucción de la sociedad. Ello ha originado una preocupación constante entre los estudiosos y tratadistas, defendiendo la necesidad de conservar incólume el sistema jurídico en torno al cual se ordena la convivencia política, considerado garantía para una correcta defensa de la misma, dando así pié al concepto de seguridad jurídica, cómo un desideratum para todos, gobernantes y gobernados.
Sin embargo, no pocas veces los profesionales y docentes que invocan este principio se encuentran con la incomprensión de las personas precisamente destinadas a ser protegidas por el mismo. La complejidad del derecho en sí, reflejo de la que se manifiesta en todas las relaciones humanas, unida a la necesaria imprevisibilidad y falibilidad relativa de las medidas destinadas para protegerlo, fruto igualmente de su vinculación con las actividades de los hombres, provoca un sentimiento de frustración en muchos individuos, que da paso a una actitud escéptica y negativa. Ésta a su vez da fruto a una conducta absentista, que favorece una cierta tolerancia por parte de los ciudadanos hacia las desviaciones de poder en ésta materia. Se crea así una corriente de opinión que, al minimizar la eficacia de la producción legislativa y la mecánica procesal, concluye en deslegitimar al Derecho, relegándolo a la categoría de invención, falsedad o mero instrumento de control y opresión, privando de toda virtualidad al principio. No pocas veces éste estado de opinión es utilizado en beneficio propio por grupos oportunistas, que aprovechan este descrédito, generalizando la crítica negativa y alentando situaciones de tensión social, para provocar un clima favorable a sus pretensiones o a su ideología, fruto del cual se pueden producir reformas legislativas o actuaciones procesales que de hecho conculcan el indicado principio de Seguridad Jurídica, debilitando cada vez más la estructura esencial del estado.

"Al mismo tiempo, desde un principio se ha puesto de manifiesto la posibilidad de abusos y desviaciones, tanto por parte de los poderes públicos cómo por los propios individuos"

Precisamente uno de los fenómenos que ha contribuido a apuntalar la crisis de dicho principio ha sido la asunción de dicho escepticismo por parte de la propia comunidad de juristas, a todos los niveles. Así, desde hace poco más de un siglo, se ha producido la aparición de escuelas de opinión “realistas” o “críticas”, que rechazan la íntima conexión entre la voluntad popular y las leyes, concluyendo a veces en considerar al Derecho cómo un fenómeno vinculado más con grupos de presión o mercados que con la sociedad en su conjunto, fruto al fín de la voluntad de los más fuertes. De las definiciones clásicas del Derecho, vinculadas a la “la conexión entre el arbitrio propio y el de los demás” (Kant) o en la “existencia del querer libre” (Hegel), es decir, más o menos fundadas en la idea de la libertad, se ha pasado a un utilitarismo rayano en el cínismo, cómo cuando Oliver Wendell Holmes considera al Derecho cómo la “profecía de lo que los tribunales harán realmente en un caso determinado”. Al mismo tiempo, se ha pretendido generalizar ciertas actuaciones, que sacrificaban la letra de la ley a las concepciones particulares del juzgador acerca de la Justicia (caso, por ejemplo, del filantropismo del célebre magistrado francés Magnaud), exacerbando al máximo la aplicación del arbitrio judicial. Todo esto también ha contribuido, en parte, al descrédito del principio a nivel popular. En efecto, si ni los mismos hombres de leyes honran la seguridad jurídica cómo es debido, ¿que van a pensar los ciudadanos a quienes se supone que debe proteger?
Urge por ello una toma de conciencia del peligro en que se encuentra nuestra convivencia política y social de caer fruto el oportunismo y de los intereses de ciertos grupos y movimientos, y restaurar la credibilidad en el acervo jurídico de la comunidad. Para ilustrar debidamente los modos en los que, a mi juicio, suele conculcarse el principio de seguridad jurídica en la actualidad, quiero referirme a ciertos casos recientes, ampliamente divulgados.

Pacta sunt servanda … rebus sic stantibus
Recientemente, cierta institución jurídica milenaria ha gozado de una extensa visibilidad en todos los medios informativos, relacionándose con noticias especialmente dramáticas, cómo asaltos y ocupaciones de propiedades, y hasta suicidios. Me refiero, naturalmente, a la hipoteca. De ser una figura reservada al tráfico privado, con las oportunas cautelas derivadas de la protección del contratante más débil, se ha pasado a una preocupación incesante por parte de clase política, rivalizando gobierno y oposición en ofrecer medias tuitivas a los contratantes en situación de morosidad, sin reparar en los costes económicos y sociales de las mismas. Paralelamente, se ha difundido una crítica global del sistema legal en torno a las consecuencias del incumplimiento contractual, enarbolando determinados grupos y asociaciones la bandera de la rebelión contra ejecuciones y desahucios, ampliamente mostrada en los medios de comunicación. Para fundamentar estas reivindicaciones, se viene atribuyendo a “la otra parte contratante” (es decir, el Banco o entidad financiera concedente del préstamo) la paternidad de cláusulas obscuras, incomprensibles e inasequibles introducidas en los documentos contractuales.

"Precisamente uno de los fenómenos que ha contribuido a apuntalar la crisis de dicho principio ha sido la asunción de dicho escepticismo por parte de la propia comunidad de juristas, a todos los niveles"

Éste fenómeno ha contagiado la voluntad de ciertos juristas, que se han sentido solidarios con los deudores hipotecarios en trance de perder sus viviendas por ejecuciones hipotecarias, propiciando reformas legislativas y actuaciones judiciales para paliar tales situaciones. El problema es que para conseguir tales fines se ha elaborado una línea discursiva tendente a desvirtuar la adecuada formación de la voluntad de los deudores al contratar los préstamos hipotecarios en trance de ejecución, desacreditando el procedimiento íntegro de su otorgamiento y propiciando la aplicación a los mismos del sambenito de nulidad, amparado en una supuesta deficiente información y asesoramiento previos al otorgamiento de los documentos correspondientes. Para ello, se viene atribuyendo a “la otra parte contratante” (es decir, el banco o entidad financiera concedente del préstamo) la paternidad de cláusulas obscuras, incomprensibles e inasequibles introducidas en los documentos contractuales.
Tal línea de pensamiento ha encontrado eco en un número significativo de juzgados y tribunales de todo grado, y ha llegado incluso a permear la técnica legislativa, hasta el extremo de imponer en algún caso una constancia manuscrita del propio hipotecante, superpuesta al otorgamiento de la correspondiente escritura pública.
Es evidente que, de generalizarse tales prácticas, se desnaturalizaría el propio sistema contractual, al admitirse la posibilidad de nulidad de los documentos en los que se formalizan los pactos y acuerdos en un momento posterior a su otorgamiento, basándose en circunstancias que debieron haber quedado totalmente claras con ocasión del mismo y, sobre todo, a pesar de que la parte supuestamente perjudicada habría consentido en épocas más bonancibles la ejecución de los términos cuestionados, sin plantear entonces la concurrencia de esos supuestos vicios de su voluntad. Son evidentes los peligros que esto supondría para el mantenimiento del mercado crediticio, y la credibilidad del propio sistema, basados en una estricta aplicación del principio de Seguridad Jurídica en la materia.
Y sin embargo, lo cierto es que para tutelar debidamente a unos contratantes que, al cabo del tiempo, se ven abocados a la pérdida de su hogares e incluso a la llamada “exclusión social” no es necesario criminalizar el actual ordenamiento en la materia. Desde los mismos tiempos del Derecho Romano se ha detectado la posibilidad de que en ciertos contratos, cuya ejecución se dilata en el tiempo, las circunstancias en torno a las cuales se suscribieron pueden variar de tal forma que quepa presumir en los mismos otorgantes una voluntad favorable a modificar los efectos de dichas convenciones. Según la jurisprudencia consolidada en nuestro Tribunal Supremo, para ello deben concurrir determinadas condiciones, singularmente las de una alteración extraordinaria e imprevisible de las circunstancias que rodearon el contrato, provocando una desproporción exorbitante entre las prestaciones, que no pueda remediarse de otra forma.

"Para tutelar debidamente a unos contratantes que, al cabo del tiempo, se ven abocados a la pérdida de sus hogares e incluso a la llamada “exclusión social” no es necesario criminalizar el actual ordenamiento en la materia"

Es evidente que ésta doctrina es perfectamente aplicable a la situación actual de deudores hipotecarios que se embarcaron en unos préstamos a muy largo plazo, confiados en una estabilidad económica con la que concurría la previsión de un mantenimiento prolongado de los precios y de la demanda en materia inmobiliaria. La brutal alteración de éstas circunstancias acontecida en los últimos años justifica la aplicación de medidas correctoras, pero incardinadas dentro del propio sistema y no basadas en reinvindicaciones metajurídicas, salvando así, y no atacando, la virtualidad del principio de seguridad jurídica.

i…rretroactividad de las leyes
Uno de los principios fundamentales del estado de derecho nacido de las revoluciones liberales fue precisamente la estabilidad de la normativa en vigor, de tal modo que las leyes nuevas sólo se pudieran aplicar a situaciones nacidas con posterioridad a su promulgación, naturalmente con las debidas excepciones. Sin embargo, en los últimos tiempos asistimos a una quiebra cada vez más acentuada de la idea de la irretroactividad de las leyes cómo principio esencial, fundamentada a veces en los continuos avances en materia de medios de difusión y comunicación social, que ya abarcan todas las fases en que se organiza la producción legislativa, desde sus más remotos antecedentes.
Suele justificarse su aplicación por tratarse de materias en las que se impone un perentorio cambio de política legislativa o de acción de gobierno, habitualmente relacionadas con temas económicos, fiscales, administrativos o procesales. No suelen tener tanta repercusión mediática, bién por afectar a sectores poco susceptibles de recibir adhesiones o apoyos entre el gran público (contribuyentes situados en las escalas más altas, empresarios e industriales, etc.), bién por aplicarse en la supuesta defensa de los intereses de colectivos desfavorecidos (precisamente, los llamados “afectados por las hipotecas” a los que me refería anteriormente). A veces, la opción por la retroactividad no es tan evidente, y se buscan medios indirectos al efecto. Así ocurre con la cada vez más frecuente reducción de la vacatio legis al mínimo posible, proclamando la entrada en vigor de las normas el mismo día de su publicación, o la retroacción de dicho momento a una fecha aún más anterior, cómo el de la aparición del proyecto legislativo en el Boletín del órgano legislativo.
Lo cierto es que con esta política se conculcan una vez más los pilares básicos del sistema democrático, desvirtuando de nuevo el principio de seguridad jurídica. Y esto incide también en la credibilidad del conjunto del sistema, especialmente ante personas vinculadas con sectores clave del desarrollo económico, cómo inversores o emprendedores. El problema es que de momento no parece atisbarse ningún indicio de cambio en esta tendencia, puesta una vez más de manifiesto precisamente en las últimas sentencias y medidas legislativas de protección a los deudores hipotecarios en trance de ejecución.

Prescripción penal e Historia
Ciertamente, a nadie puede gustarle contemplar como los autores de crímenes horrendos contra la humanidad salen impunes. Por eso, desde hace tiempo se ha arbitrado una regla universal que proclama la imprescriptibilidad de tales actuaciones.
Ahora bien, la persecución de estos delitos se efectúa dentro de los esquemas propios de la instrucción penal. Es decir, se trata de hechos previamente esclarecidos, cuyos autores son susceptibles de ser identificados precisamente por su relación con determinados gobiernos o regímenes, bajo cuyo seno se fraguaron tales actividades. Ante la posibilidad de que consiguieran demorar su aprehensión durante el tiempo necesario para beneficiarse con la institución de la prescripción general de delitos, los gobiernos y las organizaciones internacionales declararon la inaplicabilidad de la misma a los crímenes contra la humanidad.
Por eso, para perseguir adecuadamente estos delitos dentro del marco de la justicia penal, es esencial que sea posible individualizar a los presuntos autores. No es posible sustanciar verdaderos procesos judiciales en los que los encausados sean regímenes desaparecidos o ideologías superadas. Es más bien a la Historia a la que corresponde juzgar tales actos. Sin embargo, no pocas veces se plantean ante instancias judiciales cuestiones de ésta índole, confiando en que a través del derecho penal o procesal se consiga desvelar supuestos hechos delictivos cometidos en ciertos estados y bajo el imperio de determinadas formaciones políticas.

"La brutal alteración de éstas circunstancias acontecida en los últimos años justifica la aplicación de medidas correctoras, pero incardinadas dentro del propio sistema y no basadas en reinvindicaciones metajurídicas, salvando así, y no atacando, la virtualidad del principio de seguridad jurídica"

Sin descalificar las correctas intenciones de quienes tratan de que la verdad se abra paso por encima de la losa del tiempo, evitando las llamadas situaciones “de punto final”, lo cierto es que se corre el riesgo de utilizar recursos jurídicos (siempre escasos) para investigar ciertos hechos no susceptibles de ser realmente sancionados por los tribunales. Y ello por la sencilla razón de que sus presuntos autores han desaparecido del mundo de los vivos o poseen una edad tan avanzada que dificilmente se les podrá aplicar la pena prevista. Podría valorarse la ejemplaridad que toda condena produce, pero a veces da la impresión de que lo que se pretende en estos casos no es obtener la lógica y normal conclusión de todo proceso, es decir, la sentencia (condenatoria o absolutoria), sino mas bien descalificar a posteriori determinados períodos ya históricos en aras de una reivindicación tardía de víctimas inocentes, pero también de las ideologías contrarias, derrotadas en su día por la que ahora se pretende procesar.
Hemos asistido así recientemente en nuestro país a la apertura de una auténtica instrucción penal para investigar hechos acaecidos durante el régimen precedente al de la actual democracia, cuando es público y notorio el fallecimiento de los presuntos autores de los mismos (no obstante lo cual se ha llegado a pedir formalmente la prueba documental de dicho deceso). Apadrinar este tipo de pretensiones puede suscitar graves riesgos para la estabilidad de los sistemas jurídicos y políticos sucesores, sobre los cuales pueden arrojarse tachas de oportunismo, inoperancia, e incluso complicidad. Además, siempre suponen un desembolso excesivo de medios materiales y humanos, no concebidos originalmente para tal fín.
En definitiva, la actividad relacionada con la justicia penal se convierte, sin fundamento, en un sustituto de la investigación histórica, que es a la que realmente corresponde examinar y enjuiciar este tipo de hechos y ponerlos en conocimiento de la opinión pública. Se pretende, en suma, emplear el acervo jurídico para materias ajenas a su verdadero objeto, aunque sea con el fin de denunciar crímenes y violaciones de derechos humanos. Con ello, se puede contribuir a la carga excesiva de la administración de justicia, lo cual redundaría en un aumento de su inoperancia práctica, lo cual incidiría notablemente en el descrédito del principio de legalidad.
Estos ejemplos deberían bastar para la necesaria reflexión. Volviendo a la cita de Heráclito con la que encabezaba este artículo, del respeto y mantenimiento de nuestro sistema legal puede llegar a depender la subsistencia íntegra de nuestros derechos y libertades. Reconocer y respetar el principio de legalidad es un deber ineludible de todas las instancias del estado, pero recae especialmente sobre la propia comunidad de juristas.

Resumen

Desde el comienzo de las sociedades políticas, la defensa del principio de legalidad se ha mostrado cómo un elemento esencial en la estabilidad de las mismas y la protección de los derechos ciudadanos. No obstante, siempre se ha visto conculcado o despreciado, incluso por los mismos hombres de leyes que deberían defenderlo con más fervor. Tres ejemplos, en materia de nulidad de contratos, retroactividad de las leyes y prescriptibilidad penal pueden servir para ilustrar la cuestión.

Abstract

Since the beginning of political societies, the defense of the principle of legality has been shown as an essential element in the stability of the same and the protection of citizens' rights. However, always has been violated or despised, even by the men of law who should defend it with more fervor. Three examples, on annulment of contracts, retroactive laws and statute of limitations may serve to illustrate the point.

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