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ENSXXI Nº 44

JULIO - AGOSTO 2012

JUAN ÁLVAREZ-SALA WALTHER
Notario de Madrid

Pasados los fastos congresuales se impone otra visión menos triunfalista de la otra cara de ese cientocincuentenario: llevar también 150 años sin una nueva ley del notariado

El pasado 28 de mayo nuestra Ley del Notariado cumplió 150 años. Muchas han sido las voces que han resonado dentro de nuestra corporación notarial para celebrar tan dichosa efemérides. Con profusa referencia en los medios de comunicación se le ha rendido homenaje. No han faltado las celebraciones y las celebridades, los discursos, las fotografías, los actos académicos y las mesas redondas. El 150 aniversario de la Ley del Notariado se ha tratado de enarbolar como una valiosa insignia corporativa, un caso de prodigiosa longevidad legislativa prueba de la profunda raigambre y solidez de la institución notarial. Sin embargo, una vez pasados los fastos congresuales (y al margen del justo reconocimiento siempre a cualquier esfuerzo organizativo), se impone también otra visión menos triunfalista de lo que podría considerarse, asimismo, como la otra cara de ese cientocincuentenario: la situación de llevar también 150 años sin una nueva ley del notariado. Algo que bien puede calificarse de verdadero abandono legislativo. Una actividad tan decisiva para la economía de las familias y de las empresas, como es la notarial, mal se compadece hoy con una ley de mediados del XIX, de apenas cuatro docenas de artículos, arrumbada como un trasto viejo en un rincón del ordenamiento jurídico.

"Falta en nuestro Derecho una ordenación legal unitaria del instrumento público o de la fe pública notarial"

Por muy venerable que parezca, no deja de ser un texto legal casi inoperante. Con unos artículos que se refieren además, en su mayor parte, a cuestiones de índole orgánica u organizativa. La ley notarial no regula, paradójicamente, el documento notarial en que consiste la actividad de los notarios. Falta en nuestro Derecho una ordenación legal unitaria del instrumento público o de la fe pública notarial. Falta dentro de la propia ley notarial. La escritura pública asoma en diversos lugares del código civil, la ley procesal o hipotecaria, las leyes mercantiles y concursales, con referencias siempre fragmentarias sobre cuya base no es fácil convenir cuál sea el valor o la eficacia del documento notarial, categoría en la que entran ahora además las pólizas (después de la reciente fusión corporativa de notarios y corredores de comercio).
La fe pública notarial, a diferencia de la registral, no cuenta con una regulación de fuste legislativo como la Ley Hipotecaria (con varios centenares de artículos). Así como ha habido varias leyes hipotecarias y la actual ha sido objeto de sucesivas reformas, nuestra vieja ley notarial conserva su raquitismo primigenio sin apenas más que dos retoques recientes: uno, en 2006, por afán únicamente de introducir algunas medidas contra el fraude fiscal (no porque importase regular el notariado), y otro, el del artículo 17 bis, redactado por una ley escoba de acompañamiento a unos presupuestos -la ley 24/2001- y mal interpretado además por la jurisprudencia.

"El peligro que afronta el notariado en la actual situación de crisis económica no es su fagocitación por el Estado, sino por las fuerzas del mercado. Ganar perfil funcionarista puede ayudar a contrarrestarlas"

En Alemania, por el contrario, aparte de la ordenanza sobre el régimen organizativo del notariado (la "Notarordnung"), existe, sobre todo, una ley documental (la "Beurkundungsgesetz"), que allí es, desde luego, bastante más voluminosa que la norma reguladora del registro de la propiedad. Entre nosotros, en cambio, por extraño que parezca, el régimen de los instrumentos públicos carece, en buena parte, de cobertura legal. No hay una ley que aborde de manera general y sistemática su regulación, pese a ser la pieza clave del sistema de seguridad jurídica preventiva. La necesidad de esa ley se ha reivindicado repetidamente desde las páginas de esta Revista y su falta, por muy dispuestos que los dirigentes del notariado puedan estar a celebraciones, no es motivo de ningún festejo.
Ese déficit legislativo se ha tratado de salvar, sin rango suficiente, por vía reglamentaria. Una vía equivocada, pues como sabe todo administrativista las relaciones entre particulares y el modo en que deban documentarse no es materia propia de un reglamento1, sino de una ley. Por eso, el reglamento notarial ha sido un "reglamento-fiasco", como demostró la sentencia de 20 de mayo de 2008 del Tribunal Supremo, al invalidar tras su reforma de 2007 buena parte de su articulado por un exceso reglamentario. Un exceso como fue, de modo más significativo, abordar reglamentariamente la función notarial de control de legalidad, no porque al notario no le corresponda por definición y la cumpla, sino porque la sede para regularla no es un reglamento, sino la ley2.
Que la documentación notarial quede enmarcada dentro de una reglamentación administrativa ha servido de argumento (en el recurso de los registradores que motivó la sentencia de 20 de mayo de 2008) para presentar la intervención notarial como un requisito administrativo y un límite, por tanto, a la libertad individual o la autonomía privada, merecedor de una aplicación restrictiva, aun a riesgo de anquilosamiento de la función notarial, por una razón de salvaguarda de derechos individuales que no cabe cercenar reglamentariamente, sino por ley. En contra, bien cabe replicar que es, en realidad, la propia ley la que brinda a los ciudadanos el derecho a una forma pública determinante de especial tutela y seguridad jurídica. Hay un derecho general de los ciudadanos a la certidumbre pública en la documentación de determinadas relaciones jurídicas, se sea o no parte de ellas, que carece no de reconocimiento en la ley sino de desarrollo legislativo suficiente, como el que procuraría en nuestro país una futura ley de seguridad jurídica preventiva.
Mientras tanto, la inveterada orfandad legislativa en que permanece inmerso el ejercicio notarial permite poner en tela de juicio, como en aquel pronunciamiento del Tribunal Supremo, algo tan consustancial al quehacer cotidiano de cualquier notario como es controlar la legalidad de los actos que autoriza. Un interrogante que provoca en el notariado una crisis de identidad. Aunque esta crisis no sea de ahora, sino de antiguo. Su causa no es la última reforma reglamentaria, sino el propio reglamento notarial de 1942, en plena época franquista, cuando definió al notario yuxtaponiendo por primera vez, a un mismo nivel, su faceta profesional y funcionarial, con un claro desbordamiento del artículo 1º de la Ley que lo caracterizaba exclusivamente como funcionario público. Esa doble naturaleza pretendida por el reglamento, de funcionario público a la vez que profesional del Derecho, rebajando el perfil funcionarista de la ley, fue un exceso reglamentario. No ha habido después otro tan mayúsculo. Respondió al afán, probablemente, de desmarcarse del aparato estatal de la dictadura por un prurito de prestigio o por el temor a ser fagocitado por ella. El contrasentido reglamentario trató de explicarse dogmáticamente mediante la denominada "teoría de la inescindibilidad" (propuesta por Rodríguez-Adrados), pero que esa dualidad esquizoide con base sólo en un reglamento fuera históricamente explicable, no supone que siga siendo actualmente acertada.

"Se plantea, en el fondo, un problema de definición de lo que el notario sea y deba o no seguir siendo. NO ha sido, sin embargo, la médula del congreso celebrado. En el momento actual de tanta incertidumbre y desorientación en el notariado (sin nadie capaz por un sistema de elección adecuada de tomar el timón) quizá hubiera sido preferible otro enfoque. Un congreso hacia dentro, no hacia fuera"

El peligro que afronta el notariado en la actual situación de crisis económica no es su fagocitación por el Estado, sino por las fuerzas del mercado. Ganar perfil funcionarista puede ayudar a contrarrestarlas. Las notarías son oficinas públicas cuya sostenibilidad económica, según la ley de tasas, no puede abandonarse a su suerte. La preservación del servicio público notarial obliga por ello al Gobierno en estos momentos de crisis a un reajuste del sistema arancelario y de la demarcación, si no se quiere topar muy pronto (parafraseando a Marx) con un "lumpen Notariat". Pero el mantenimiento de los servicios públicos pasa por horas bajas en un Estado cada vez más capitidisminuido, con riesgo, como el nuestro, de ser intervenido por la Unión Europea. Dentro del listado de condiciones para esa intervención figura la liberalización de notarías y registros. No se entiende bien por qué, pues entre las causas de la crisis financiera una de ellas probablemente haya sido la quiebra de los mecanismos de control.
La antítesis entre servicio público y mercado es el elemento catalizador de la función notarial. De cómo se resuelva esa tensión dependerá la respuesta (mucho más difícil de dar en la práctica que en la teoría) a otros interrogantes, como la disyuntiva entre régimen disciplinario o juego de la libre competencia, entre un sistema de incompatibilidades que asegure la independencia y neutralidad del notario como autoridad pública o, por el contrario, la tolerancia de relaciones asociativas o de negocio con otros operadores, y también el dilema -ahora con tanta repercusión mediática- de aceptar o no según qué ampliación de funciones, si sólo las que no supongan merma de esa autoridad, como las incluidas en la órbita de la jurisdicción voluntaria, o incluso también otras, como la mediación y el arbitraje, que introducirían al notario como un operador más dentro del mercado.
Todo ello plantea, en el fondo, un problema de definición de lo que el notario sea y deba o no seguir siendo. Algo que obliga a una reflexión colectiva de todos los notarios, pero una reflexión hacia dentro, no hacia fuera. Lo que está ahora en cuestión es un problema identitario. Y este debate se impone con prioridad sobre cualquier otro. No ha sido, sin embargo, la médula del congreso celebrado con ocasión del cientocincuentenario de la Ley del Notariado. Por eso lo que más se echó en falta entre el público asistente a sus jornadas fue quizá la presencia de notarios. Fue un congreso de profesores, de investigadores del Derecho (o bajo su dirección), en el que se ha querido dar un repaso general a casi todo el Derecho Civil y Mercantil, como si se tratara de una especie de congreso constituyente sobre casi todo el abanico de cuestiones del Derecho privado, con una estiradísima lista de conclusiones y propuestas de "lege ferenda".
Se trata, desde luego, de un esfuerzo denodado. Los materiales del congreso, cuando se publiquen, constituirán, sin duda, una obra científica de referencia obligada. Pero en el momento actual de tanta incertidumbre y desorientación en el notariado (sin nadie capaz por un sistema de elección adecuada de tomar el timón) quizá hubiera sido preferible otro enfoque. Un congreso hacia dentro, no hacia fuera.     

1 Objeción en ciertos aspectos también extensible, por igual razón, al reglamento hipotecario y al reglamento del registro mercantil.
2 El reconocimiento en la ley del control notarial de legalidad notarial queda formulado paladinamente por la Ley 14/2000, de 29 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y de orden social,  al sujetar a corrección disciplinaria la falta de juicio o control de legalidad por parte del notario; también por el art.18 de la Ley 2/2009, de 31 de marzo, sobre contratación con los consumidores de préstamos o créditos hipotecarios y de servicios de intermediación para la celebración de contratos de préstamo o crédito; por el art. 24.2 de la Ley Notarial, redactado por la Ley 36/2006, de 29 de noviembre; y, por supuesto, en el art. 17 bis de la Ley Notarial, redactado por la Ley 24/2001, de 27 de diciembre.
 

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