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ENSXXI Nº 47
ENERO - FEBRERO 2013

Según el último barómetro del CIS la clase política y la corrupción han pasado a ser una de las principales preocupaciones de los españoles, junto al paro y la crisis económica. Es más, el nivel de alarma por ese tema se ha duplicado en apenas un mes. Las constantes noticias aparecidas en la prensa involucrando a nuestros representantes políticos en todo tipo de asuntos turbios, ya sean relativos a la percepción de cantidades opacas para el fisco, a la financiación ilegal de los partidos políticos, o la pura y simple malversación de fondos públicos en el propio corazón de los partidos, de sus fundaciones o en las empresas dependientes de ellos, ha creado en la ciudadanía un estado de opinión que, combinado con la falta de respuesta de esos mismos representantes a los problemas más graves del país, constituye una amenaza muy sería para la legitimidad del propio sistema democrático. Máxime cuando no se aprecia en absoluto ningún interés por afrontar el problema en serio y asumir la correspondiente responsabilidad.
Precisamente por eso resulta muy conveniente reflexionar sobre ese fenómeno de la corrupción, en qué consiste exactamente, a quienes afecta y cómo de extendido se encuentra. Quizá así descubramos que los escándalos que tanto nos indignan no son más que la triste espuma de una situación moral e institucional de la que -en diferente medida, por supuesto- todos somos de alguna manera responsables, aunque sólo sea por haberla permitido sin reaccionar adecuadamente.

"Si la corrupción es -como dice la propia Comisión Europea- el abuso de poder o la incorrección en el proceso de toma de decisiones a cambio de un incentivo o ventaja indebida, entonces España es un país profundamente corrupto"

Desde una perspectiva aristotélica, podríamos sostener que algo se corrompe cuando se traiciona su finalidad. No estamos ya hablando de percibir o distraer dinero de marea ilegal, tampoco de delitos o faltas de carácter penal, sino de la naturaleza de las instituciones y de la razón por la cual han sido creadas. Las rigideces de nuestro sistema de partidos han provocado que, desde ya hace demasiado tiempo, las instituciones fundamentales de nuestro país no cumplan adecuadamente las funciones que les corresponden, ni de control, ni de gestión de los intereses públicos. En mayor o menor medida capturadas por los intereses particulares de los que disfrutan del poder suficiente para influir en ellas, ya no responden a los intereses generales de la ciudadanía.
Por eso, si la corrupción es -como dice la propia Comisión Europea- el abuso de poder o la incorrección en el proceso de toma de decisiones a cambio de un incentivo o ventaja indebida, entonces España es un país profundamente corrupto (¡qué pena da decirlo!) porque en demasiadas ocasiones las decisiones adoptadas desde el poder se encuentran contaminadas por el clientelismo, el nepotismo o las prioridades particulares. No son pocos los políticos que -desde el partido de enfrente o incluso desde el propio- claman contra la circulación de sobres pidiendo rigurosas investigaciones, mientras al mismo tiempo colocan a los amigos o a los fieles en puestos de responsabilidad con cargo al erario público, o apoyan regulaciones perjudiciales para la mayoría de los ciudadanos (pero muy interesantes para los que las promueven). Por eso también se puede favorecer la corrupción por omisión, aprobando normas sin memoria económica o sin el análisis y el debate que merecen, restringiendo o adulterando los concursos públicos, no respetando la independencia de los organismos de control, negando información o poniendo límites a la transparencia (hasta el punto de excluir de la misma a ciertas entidades públicas o semi públicas muy significativas). Por todos estos caminos se traiciona el sentido de las instituciones y, lo que es peor en una democracia, se genera un nefasto ejemplo en la ciudadanía.
Porque, efectivamente, como también defendía Aristóteles, la finalidad de la política es formar buenos ciudadanos. Pues bien, ¿cómo es posible tal cosa cuando desde el poder se incentiva el fraude fiscal a través de medidas de "regularización" que luego pretenden ser aprovechadas por los protagonistas de los escándalos más sonados? ¿Cómo incentivar un comportamiento responsable cuando los Gobiernos hacen un uso tan arbitrario del indulto? ¿Cómo es posible dar una imagen de objetividad en la defensa de los intereses comunes cuando no se tienen en cuenta claras incompatibilidades o conflictos de intereses a la hora de adoptar decisiones? ¿Cómo se pretende fomentar el esfuerzo colectivo, solidario y cívico, cuando lo único que se presencia en la esfera pública es la fiera persecución de los propios intereses y la huida de la responsabilidad? Pero también es cierto que en una democracia los ciudadanos no son menores de edad a los que no quepa exigir cabalmente la suya. Demasiado tiempo han permanecido con los brazos cruzados, aprovechándose con mucha frecuencia -especialmente aquellos cuya posición en el mercado se lo permitía- de las debilidades de nuestro sistema político. En la banca, en la empresa, en la abogacía, en el funcionariado, en los medios de comunicación. No sólo han sido mudos testigos, sino cooperadores necesarios (aunque por supuesto, siempre a través de un impecable ejercicio "profesional"). También en ellos la retórica de los sobres suena a hueco.

"Para regenerar la democracia española se necesita imperiosamente que todos y cada uno tomemos conciencia de nuestra propia responsabilidad en la tarea, de la necesidad de romper con ciertas complicidades -necesariamente beneficiosas- pero profundamente injustas, y de alzar la voz contra los abusos"

Pero eso no significa defender que, puesto que todos somos de alguna manera culpables, entonces nadie lo es. Cuando tanta gente sufre en la actualidad como consecuencia de la inoperancia de nuestro sistema político y económico, manifestar tal opinión sería una gran inmoralidad. Con ello queremos únicamente afirmar que para regenerar la democracia española se necesita imperiosamente que todos y cada uno tomemos conciencia de nuestra propia responsabilidad en la tarea. De la necesidad de romper con esas complicidades -necesariamente beneficiosas- pero profundamente injustas, y de alzar la voz contra los abusos. Siempre es incómodo y genera inconveniencias. Pero sólo desde el momento en que lo empecemos a hacer mereceremos el nombre de ciudadanos y, quizá entonces, a la presente crisis moral y económica que atravesamos se le empiece a vislumbrar un fin.

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