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REVISTA110

ENSXXI Nº 113
ENERO - FEBRERO 2024


El hecho de que el primer número de 2021 se dedique a la pandemia, una vez más, y al proyecto de norma sobre la eutanasia, no deja de mostrar el tono general del estado de ánimo que parece presidir nuestras mentes en este inicio de año. Si a ello se le añaden las consecuencias de la nevada Filomena, que ha detenido la vida social y económica de buena parte del país durante una semana, y el bombardeo sobre el empeoramiento de las estadísticas de infectados y fallecidos, la aparición de nuevas cepas supuestamente más virulentas, seguido todo ello irremisiblemente por una rigidización de las limitaciones de reunión y circulación, no es de extrañar un bajo tono general, sino es que nos invade a algunos una sensación cuasiapocalíptica. El miedo a la enfermedad o a la ruina económica se presenta como una emanación del subconsciente en pesadillas del mal dormir o es sublimado conscientemente con humor negro.

Por supuesto, la nevada, la aparición de nuevas cepas o la explosión de gas en un edificio en Madrid no eran fácilmente previsibles. Sin embargo, en cuanto al agravamiento de la pandemia no ocurre nada que no hubiéramos debido esperar. El repunte de contagiados tras las Navidades había sido anunciado con profusión y no faltaron las advertencias, limitaciones y prohibiciones de nuestros gobernantes para prevenir las consecuencias de las reuniones navideñas. Si el grado de cumplimiento de estas normas ha sido bajo solo podemos apuntárnoslo en nuestro debe. Es interesante -y preocupante- observar cómo hay muchas personas que no acaban de comprender la trascendencia de sus actos y plantearse, en consecuencia, los dilemas éticos que conllevan. Que personas jóvenes no lleguen a comprender que sus reuniones descontroladas quizá no les perjudiquen a ellos pero sí puedan hacerlo a sus mayores; o que haya personas que nieguen la enfermedad y no tomen precaución alguna; o que haya otras que consideren la normativa una mera indicación aproximativa, probablemente exagerada, y que hay que tomarse a beneficio de inventario; todo ello no se puede explicar simplemente como una cuestión de bondad o maldad sino que probablemente responde a un mecanismo más profundo. Como nos enseña la psicología cognitiva, cuanto más incrementamos la distancia psicológica entre el acto poco ético y sus consecuencias, el factor de autoengaño -el que Ariely llama fudge factor- se incrementa y se tiende a incumplir más. En el caso de la pandemia, la existencia de asintomáticos, que no parecen portar enfermedad alguna, aleja el hecho de la enfermedad de sus consecuencias. Además, una cierta dificultad de entender las fases de la enfermedad y el riesgo de contagio en cada una, y una normativa profusa y descentralizada aumenta la confusión y con ello la distancia psicológica con el contagio y sus consecuencias. El hecho mismo de que estas sean tan variadas según afecte a unas personas u otras no deja de disminuir la sensación de peligro.

“Cuanto más incrementamos la distancia psicológica entre el acto poco ético y sus consecuencias, el factor de autoengaño se incrementa y se tiende a incumplir más”

Estos factores deberían ser tenidos en cuenta por nuestros gobernantes a la hora de tomar decisiones, si quieren que sean efectivas, porque la única forma de hacer a la población más consciente de la trascendencia de su conducta es hacerles ver claramente las consecuencias, disminuyendo la distancia psicológica. También la propia conducta del gobernante debería ser un pilar esencial para inducir otras conductas éticas. Como nos ha enseñado esa misma psicología cognitiva, engañar y mentir es como una infección, porque la mala conducta, y más si es de alguien con relevancia social, manda a los demás actores la señal de que ese comportamiento es socialmente aceptable. El simple hecho de que nuestros gobernantes puedan supeditar la lucha contra la pandemia a cuestiones de interés partidista es un mensaje extraordinariamente nocivo para la población, porque transmite que hay cuestiones individuales más importantes que luchar contra la pandemia.
Ahora bien, en este número recogemos, equitativamente, un bloque lleno de esperanza: el anuncio del descubrimiento e inicio de la distribución de las vacunas contra esta paralizante pandemia, que puede significar la terminación de la Nueva Normalidad para volver a la Antigua, si es que algún tiempo pudiera nunca volver. Desde la perspectiva de esta revista hay dos cuestiones que consideramos esencial tratar: la conveniencia de evitar reticencias a su administración y la posible aplicación obligatoria, que desarrollamos en dos artículos. Es, una vez más, el binomio ética-derecho. Es indispensable apercibirse de la importancia que tiene la vacunación y que las reticencias que puedan tenerse se despejen a la vista del esfuerzo científico y tecnológico que su desarrollo ha supuesto. Es más, la cuestión tiene tal trascendencia que es posible que supere el ámbito de las decisiones individuales. Aunque, quizá, como se ha demostrado en los últimos días, estas preocupaciones sean banales, pues un buen número de gobernantes ha aparecido en las portadas de los periódicos precisamente por saltarse el orden de vacunación en su beneficio. Alcaldes, consejeros, concejales, han considerado que su supervivencia es preferible y más urgente que la de otros, quizá, una vez más, motivados por esa distancia psicológica de la realidad que les lleva a justificar con todo tipo de argumentos circunstanciales endebles lo que no es más que aprovechamiento particular del poder.

“La propia conducta del gobernante debería ser un pilar esencial para inducir otras conductas éticas”

Hay, finalmente, un bloque de especial importancia en este número, con evidentes relaciones con la ética y con la dignidad del ser humano: el proyecto de ley reguladora de la eutanasia. Es indudable que esta cuestión está enraizada en lo más profundo del ser humano, porque afecta a su propia existencia, y por ello activa resortes emocionales y se inmiscuye en el ámbito de las creencias y de las concepciones sobre la vida. Sin lugar a dudas, hay aquí una nueva cuestión ética y jurídica que es preciso dirimir decidiendo si estamos hablando de derechos subjetivos, o de otra cosa. Por supuesto, hay casos extremos en los que la solución viene dada por las circunstancias, y sobre la que probablemente una mayoría de la población no discreparía. El problema de esta norma se encuentra en que no regula la excepcionalidad sino la generalidad de las situaciones y, con ello, puede banalizar la vida humana, considerando regla general lo que debería ser excepción. Además, pone en el consentimiento el eje vertebrador del sistema, lo que, con ser imprescindible, a veces no será suficiente, porque quizá aquel ni se ha dado en condiciones suficientes o depende de quien no es el principal interesado. Por eso es, precisamente, lo que demuestra la importancia del Derecho, incluso superior a la Filosofía, en palabras de Chaïm Perelman: no se puede contentar con fórmulas generales y abstractas, sino que está obligado a proponer soluciones concretas, a decidir un caso que tiene nombre y apellidos.

 

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