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Por: IGNACIO MALDONADO RAMOS
Notario de Madrid


CLIMA

El pasado verano, las altas temperaturas volvieron a fustigar la superficie forestal de nuestra patria con la consabida ola de incendios. Es un fenómeno recurrente, que se produce año tras año, sin que las medidas de prevención dispuestas por las autoridades parezcan ser capaces de ponerle coto. Y ello a pesar de la constante labor desarrollada por los profesionales del sector, magistralmente expuesta en el artículo del Doctor Laina Relaño publicado en este mismo número.

Para tratar de analizar las razones de ese profundo desfase entre la opinión pública mayoritaria y el esfuerzo de los mecanismos legislativos y de la Administración, no estará de más profundizar un poco en torno a las razones históricas y sociológicas que acompañan este fenómeno.
En principio, la superficie forestal se incluye dentro de la de los montes, entendiendo por tales, a estos efectos y conforme a los conceptos legales, los terrenos donde crecen, espontáneamente o no, especies arbóreas que puedan servir para cumplir fines, no solo económicos sino también protectores, ambientales, recreativos, culturales o paisajísticos. La propiedad de estos terrenos, que según los datos oficiales alcanza aproximadamente un tercio de la superficie agraria española, ha sido objeto en buena parte de los países de contienda entre intereses públicos y privados desde hace mucho tiempo, oscilando entre una y otra titularidad, llegando incluso a causar conflictos sociales de envergadura, resueltos a veces mediante la fuerza de las armas.
No me resisto a citar a estos efectos la leyenda inglesa del célebre héroe sajón Robin Hood y su lucha por devolver al uso comunal los terrenos forestales atribuidos a la autoridad real por la triunfante dinastía Normanda.

“La expansión de los Reinos del Norte frente al dominio musulmán propició el fomento de instituciones de tipo comunitario sobre los aprovechamientos naturales”

En España las especiales circunstancias de nuestra historia durante el medievo caracterizaron un fenómeno parecido, pero con peculiaridades propias. En un principio la expansión de los Reinos del Norte frente al dominio musulmán propició el fomento de instituciones de tipo comunitario sobre los aprovechamientos naturales, para favorecer el asentamiento de las poblaciones. Cuando se fue consolidando dicha estructura, comenzaron a plantearse conflictos de tipo político, sociológico y económico entre los diferentes sectores de la población. Uno de los más significativos a estos efectos era el suscitado en relación con el aprovechamiento ganadero de tipo lanar y la subsiguiente necesidad de que los rebaños transitaran libremente por el territorio en función de los cambios de estación. Al final predominaron dichos intereses pecuarios, aglutinados en torno a la institución del famoso Honrado Concejo de La Mesta, gozando de importantes privilegios atribuidos por el poder real. Con los mismos se limitaban los derechos de los propietarios de los terrenos afectados por la trashumancia, impidiendo su cercado o cerramiento, circunstancia que, por otra parte, y según algunos comentaristas, contribuyó decisivamente a la endémica desertización de los suelos afectados.
Estas condiciones se mantuvieron hasta bien entrada la Edad Moderna, pero se empezaron a sentir voces discordantes ya en los últimos tiempos de la dinastía de los Austrias, exacerbándose las protestas en el Siglo de las Luces, bajo los Borbones, representadas por comentaristas como Jovellanos y juristas como Paíno y Hurtado.
Hay que tener en cuenta que las críticas no pretendían una restauración del primitivo régimen comunal de aprovechamientos, sino la liberación de las trabas impuestas a la propiedad individual, algo que también interesaba en buena medida al poder público para favorecer el suministro de madera destinado a la construcción de las flotas militares. Es bajo las Cortes de Cádiz cuando se afronta por primera vez esta cuestión, dedicándose sus primeros Decretos precisamente a restaurar la, hasta entonces proscrita, libertad de cerrar y cercar las fincas privadas.
La corriente crítica culminó finalmente con la abolición de La Mesta, apenas terminado el primer tercio del siglo XIX. Se abrió paso entonces a la llamada segunda desamortización, atribuida al político progresista Pascual Madoz, y que fue puesta en vigor en 1855. Con la misma se pusieron en venta los llamados “bienes propios y comunes” de los pueblos, es decir, entre ellos los antiguos terrenos forestales comunales de las entidades locales, atribuyendo así su propiedad a manos particulares.
Este proceso también ha sido calificado de desastre ecológico, al haber puesto dentro de la circulación económica, de forma ilimitada, recursos naturales hasta entonces circunscritos al sostenimiento de la población titular de los mismos, y por tanto sujetos a un uso y explotación de carácter moderado y racional.
La riqueza forestal española no fue ajena a estas alteraciones, y sufrió una considerable modificación en su titularidad, que pasó en su mayor parte a manos privadas, fenómeno que pervive en la actualidad. Al mismo tiempo, como ocurrió en general con todas las adquisiciones de propiedades derivadas del proceso desamortizador, se sintió la necesidad de consolidar las nuevas situaciones mediante la adopción de medidas legislativas al respecto.
Se trasladó así la competencia administrativa a los ingenieros de montes (cuerpo creado en 1849), se reestructuraron los antiguos Distritos Forestales y se fueron estudiando y aprobando diversos proyectos de ordenación de las masas arbóreas. Para los montes que continuaron siendo de titularidad pública se dictó la primera Ley reguladora en 1863, seguida del Reglamento de 1865, en cuyo texto se operó una “liberación” a los de propiedad privada de toda intervención administrativa. Se consagró así una dualidad de regímenes jurídicos, que en buena medida y como luego veremos, contribuyó a desvincular a la ciudadanía de la problemática relacionada con el patrimonio forestal.
La corriente empezó a cambiar con el paso al siglo XX. En 1896 se introdujo el criterio de la utilidad pública en lo referente a los montes de dicha titularidad, y en 1908 la denominación de “protector” para los privados que cumpliesen funciones del mismo tipo, en relación con el medio natural, los cuales empezaron a ser sometidos a ciertos controles estatales, política continuada con nuevas normas dictadas con posterioridad.
El conjunto dispositivo en la materia que nos ocupa se unificó con una nueva Ley en 1957, que acentuó el intervencionismo estatal, imponiendo determinadas obligaciones a los propietarios particulares, tanto en materia de vigilancia y control como en el de mejoras y repoblaciones.

“En las épocas y lugares en que la propiedad de los montes ostentaba un carácter mayoritariamente comunal, los beneficios de los bosques se podían obtener de forma constante e ilimitada, e incluso de forma abusiva, y sin que se apreciara la necesidad de contribuir a implementar labores de prevención de unos peligros sobre los cuales no se tenía conciencia”

En la vigente Constitución se introdujo un mandato expreso al respecto, fruto del cual ha visto la luz una nuevas Ley en 2003, en la que, entre otras novedades, se ha reconocido a la propiedad forestal una triple función económica, social y ecológica, delimitando los marcos de actuación del Estado central y de las Comunidades Autónomas, sin perjuicio del reconocimiento de las competencias y responsabilidad de los propietarios, incidiendo precisamente de un modo expreso en la responsabilidad de todos en la lucha contra los incendios forestales.
El régimen de la propiedad de los montes consagrado en dicha normativa sigue los antecedentes decimonónicos y así distingue entre los de titularidad privada o pública, y en este último caso, los patrimoniales y los demaniales. En cada categoría se aplican las normas correspondientes pero, como ya se ha adelantado, con especialidades derivadas de ciertas características. Así, los montes públicos patrimoniales que ostenten una significación especial en materias tales como la prevención de la erosión y de desprendimientos, la regulación del régimen hidrológico, la protección de cultivos frente al viento, la mejora o repoblación forestal o la conservación natural, pueden ser catalogados por la autoridad competente como montes de utilidad pública, quedando entonces sometidos al régimen propio de los demaniales.
Dicho régimen se aplicará también a los montes de naturaleza privada en los cuales concurran las mismas circunstancias, denominándoseles entonces “protectores”.
Y existe además otra categoría especial, los llamados tradicionalmente montes comunales o en mano común, que son de titularidad privada, la cual se atribuye a los miembros de una colectividad geográfica, constituida en comunidad. El uso se ejercita sin distribución de cuotas entre los que en cada momento ostenten la cualidad de partícipes, siendo un ejemplo de lo que en técnica jurídica se conoce como “comunidad germánica”. Se rigen por el Derecho civil, pero también con ciertas especialidades, como las de ser, al igual que los demaniales, indivisibles, inalienables, imprescriptibles e inembargables.
Hay que comentar, además, que si bien la propiedad de los montes en nuestro país aparece, sobre el papel, como de titularidad mayoritariamente privada, lo cierto es que existe un número considerable de parcelas cuya atribución es desconocida o, cuando menos, confusa, lo cual contribuye a dificultar la efectividad de las tareas preventivas en esta misma materia
A esta diversificación, que pudiéramos llamar objetiva, se superpone otra funcional, ya que, como también hemos comentado con anterioridad, la competencia en la materia se reparte entre el Estado y las Comunidades Autónomas respectivas. Al respecto se ha detectado una cierta descoordinación entre ambas Administraciones, precisamente en el tema de la prevención y remedio de los incendios forestales, contundentemente puesta de manifiesto en un informe del Defensor del Pueblo del año 2019.

“Invertir esta situación, y conseguir una mayor sensibilización de la opinión pública en esta cuestión tan de interés general, es la tarea que corresponde afrontar a nuestras instituciones y a la que responden las recientes medidas legislativas antes citadas”

Precisamente para paliar esa situación se ha dictado, en fecha 2 de septiembre pasado, un Real Decreto-Ley que ha vuelto a modificar la Ley de montes, introduciendo importantes novedades en la materia, como la imbricación de las entidades locales en las labores de vigilancia y extinción de los incendios forestales y el establecimiento de medidas de coordinación entre el Estado y las Comunidades Autónomas tanto para las situaciones de emergencia como para la prevención y vigilancia, incluyendo asimismo lo referente a la reforestación posterior.
Para terminar ha de traerse a colación la actitud de los propios ciudadanos en estas cuestiones. Esta se ha caracterizado, por un lado, por la desidia, abstención y falta de interés en la conservación y futuro de los recursos forestales. Por otro, por los abusos en el aprovechamiento, que han llegado incluso a la provocación voluntaria de los incendios por intereses agrícolas, económicos o puramente personales.
En las épocas y lugares en que la propiedad de los montes ostentaba un carácter mayoritariamente comunal, los beneficios de los bosques se podían obtener de forma constante e ilimitada, e incluso de forma abusiva, y sin que se apreciara la necesidad de contribuir a implementar labores de prevención de unos peligros sobre los cuales no se tenía conciencia. De hecho, parece ser que tradiciones populares, como las Hogueras de San Juan, eran en realidad un recurso para involucrar a las poblaciones en las tareas de limpias y talas preventivas al principio de los veranos, convirtiendo así lo que aparecía como una aburrida obligación en una festividad lúdica.
En cualquier caso, la transformación de la mayoría de la propiedad forestal en propiedad privada parece haber fomentado esa concepción de “ajenidad” que caracteriza la percepción popular de la misma, y ello a pesar de la cada vez mayor sensibilidad en temas ecológicos y de conservación de la naturaleza, la cual, por otra parte y como acertadamente denuncia en su artículo el Doctor Laina Reaño, puede llegar a manifestarse de forma contraproducente cuando carece de la adecuada formación técnica y científica.
Se puede citar al respecto que en los años setenta del pasado siglo se difundió por los medios de comunicación entonces oficiales una aguda campaña para fomentar la concienciación de los ciudadanos en la prevención de los incendios forestales, bajo el lema “cuando un monte se quema, algo suyo se quema”. El genial humorista Perich satirizó el anuncio, añadiéndole la siguiente coletilla “…Señor Conde”. Esta festiva identificación de la propiedad de los bosques con la aristocracia respondía claramente a esa concepción popular, hoy en buena parte también vigente, para la cual el problema de la pérdida de masa forestal es algo ajeno y que en realidad afecta solo a ciertos sectores privilegiados de la población.
Invertir esta situación, y conseguir una mayor sensibilización de la opinión pública en esta cuestión tan de interés general, es la tarea que corresponde afrontar a nuestras instituciones y a la que responden las recientes medidas legislativas antes citadas.

Palabras clave: Incendios, Montes, Prevención de incendios.
Keywords: Fires, Mountains, Fire prevention.

Resumen

El pasado verano, las altas temperaturas volvieron a fustigar la superficie forestal de nuestra patria con la consabida ola de incendios. Es un fenómeno recurrente, que se produce año tras año, sin que las medidas de prevención dispuestas por las autoridades parezcan ser capaces de ponerle coto. Para tratar de analizar las razones de ese profundo desfase entre la opinión pública mayoritaria y el esfuerzo de los mecanismos legislativos y de la Administración, no estará de más profundizar un poco en torno a las razones históricas y sociológicas que acompañan este fenómeno.

Abstract

Last summer's high temperatures and its notorious wave of fires once again devastated Spain's forested areas. It is a recurring phenomenon which takes place year after year, and one which the preventive measures put in place by the authorities appear to be unable to prevent. It is useful to consider the historical and sociological reasons behind this phenomenon when examining the reasons for this major disparity between public opinion and the efforts of the legislative mechanisms and the government.

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