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REVISTA110

ENSXXI Nº 114
MARZO - ABRIL 2024

Por: SIMEÓN RIBELLES DURÁ
Notario de Valencia

 

Decía Borges: Sé que una cosa no hay. Es el olvido; lo mucho y lo precioso que he perdido, perdura en la eternidad.

La escritura nace, precisamente, para asegurar la memoria de los hechos y de las cosas, desde los primeros pictogramas sumerios hace 5.500 años. Pero lo que se cuenta, no se ajusta con precisión a la realidad; contar, narrar, relatar los hechos como exactamente han ocurrido es imposible, aunque se trate de hechos ciertos. Incluso las actas notariales de presencia, prototipo de fidelidad en la redacción de los hechos, no pueden recoger toda “la realidad o verdad del hecho”. La palabra no puede reproducir lo acontecido, fragmenta los “uno o varios actos” que, tal vez simultáneos, se relatan como sucesivos, luego vienen los adjetivos que, como creación del lenguaje, no se corresponden con la realidad, más compleja que las palabras.
Si en la narración de los hechos, además hay interés personal, la distancia entre lo que ha sido y lo que se cuenta se hace mayor; cuando Julio César escribe la Guerra de la Galias, hace un gran favor a los historiadores, pero es poco fiable. No mucho más que los escritores y poetas, que al intentar trasformar su vida en literatura, recogen parte de esa vida, pero distorsionada; pero cuando Lope de Vega otorga su último testamento el día 26 de agosto de 1635 ante notario, en vísperas de su muerte, es plenamente consciente de que su testamento no es literatura, es distinto de los cientos de comedias o autos sacramentales que compuso, aunque el testamento no lo escribiera materialmente él (por otra parte tan propenso a escribir, de modo que conservamos cuarenta y cuatro comedias enteras de su puño y letra, frente a la única firma, y dudosa, que se tiene de Shakespeare), su voluntad está plenamente recogida en el testamento, no sobra ni falta nada.

“En las escrituras públicas el relato configura el hecho, de modo que no se puede distinguir entre uno y otro, recogen totalmente la realidad de lo acontecido”

Por lo tanto, la verdad de los hechos pasados y aún de los presentes, no se encuentra en su relato, sino en el hecho mismo. Las escrituras autorizadas por notario suponen una excepción: el relato configura el hecho, de modo que no se puede distinguir entre uno y otro, recogen totalmente la realidad de lo acontecido, el hecho nace -y persiste en su totalidad en el tiempo- al redactarlo y autorizarlo el notario con su fe pública. Cuando Luis Vélez de Guevara vende su oficio de regatón, que tenía como revendedor por merced real, en escritura de fecha 28 de noviembre de 1639, la escritura agota por si misma todas las variantes del acto, luego vendrán otros que, sobre el hecho real escriturado, añadirán que la intención de la venta era costear la publicación del “Diablo cojuelo”, o que por su oficio de regatón, descubierto para la posteridad con la escritura, tuvo conocimiento de los vicios y cualidades que, en su citada obra, le hace ver el diablo que había liberado de la redoma.
Estos hechos nacidos y plasmados en las escrituras, y tenidos por ciertos, forman parte de la esfera personal, de lo concreto; han sido otros, los que vienen después del acto escriturado, los que partiendo del hecho preciso y real escriturado, llegan a lo general, a lo abstracto. Esos extraños son los historiadores, los sociólogos, los curiosos, los novelistas.

De la narración de los hechos a la presunción de su existencia
La atribución a las escrituras públicas de la cualidad de recoger la verdad plena, es fruto de una larga evolución, que arranca en el mundo occidental con el “singrapho” griego y el “tabulario” romano, como figuras más parecidas al notario.
En efecto, los tabularios aún no eran notarios, pero adquirieron el carácter de personae publicae, ya que se encargaban de la recepción de las declaraciones de nacimiento, de todo lo referido al estado civil de los romanos y de hacer inventarios de las cosas de propiedad pública y privada. Por la propia confianza que su labor requería, muchos particulares encomendaban a los tabularii el depósito de los testamentos y de los contratos cuya conservación tenía especial interés.
De la conservación de los contratos y de la recepción de las declaraciones de voluntad, se paso al asesoramiento, empezando a interesar la función de los tabularios a los poderes públicos, preocupados por su instrucción y así, en el bajo imperio romano, una constitución dirigida a Artemio, vicario de las Españas, ordena que las curias no admitiesen a los tabularios hasta que no cumpliesen ciertos y determinados requisitos afectantes a su administración.
Tras el asesoramiento vino la redacción del documento por el tabulario; en la generación del documento se distinguían tres fases, que sustancialmente se mantienen en la actualidad: actio, conscriptio y traditio, con intervención en cada una de ellas del tabulario. En la actio se expresaba ante el tabulario, por escrito o verbalmente, la voluntad de realizar un acto jurídico; la conscriptio, era el momento en que se ponía por escrito el acto jurídico, previa rogación al tabulario; y la traditio consistía en la entrega del documento a las partes. El tabulario no conservaba necesariamente el documento, pero ponía una nota de resumen, en su libro de registro de documentos, sobre la voluntad de las partes manifestada en la rogación, es la llamada completio.

“Por la Novella 73 si el tabulario hubiese intervenido escribiendo por sí todo el instrumento, y atestiguaba bajo juramento su propia intervención, el documento era considerado fidedigno”

Cada vez se hizo más frecuente que el tabulario firmase el documento con los otorgantes, de modo que en los convulsos tiempos que vieron el fin del imperio romano de occidente, ya era usual la firma del tabulario en los documentos, aunque éstos seguían siendo documentos privados.
La codificación justinianea dio un paso más; al tiempo de la codificación los principales medios de prueba seguían siendo los testigos, el cotejo de letras y el juramento, pero la Novella 73, en el capítulo séptimo (N 73.7.1) introduce una novedad al decir que “tratándose de los documentos que se hacen públicamente, si se presentare el notario [tabulario], prestará también testimonio con juramento, y si verdaderamente no hubiese hecho por sí el escrito, sino valiéndose de otro que a él le sirve, comparezca también éste, si vive, y de algún modo le es posible presentarse, y no le prohíbe su comparecencia ninguna causa”. Es decir, que en aquellos casos en que el tabulario hubiese intervenido escribiendo por sí todo el instrumento y además lo hubiese perfeccionado con la completio, si atestiguaba bajo juramento su propia intervención en el documento, dicho instrumento era considerado fidedigno, porque se trataba del “testimonio prestado también por voz del que los perfeccionó, y que tiene agregado juramento”, lo que daba valor jurídico al negocio, pasando el tabulario a tener una especial condición, la de testigo calificado.
En esta etapa del tránsito del tabulario romano al notario, tal vez se ha quedado el notariado anglosajón.
Este sistema perduró en España hasta la caída de la monarquía gótica, ya que el Fuero Juzgo, traducción romance del Liber Iudiciorum o Lex Gothica, promulgada por Recesvinto en el año 654 alude, aunque parcamente, a los tabularios.

De la presunción de existencia de lo narrado a la verdad plena
Dos acontecimientos tendrían una capital importancia en la evolución del notariado en los siglos XII y XIII, la recepción del derecho romano y las necesidades creadas por el avance de la reconquista.
Se retomó del derecho romano la figura de los tabularios, añadiendo nuevas funciones impuestas por las necesidades de la monarquía, que dio un paso fundamental: el Rey nombraba a los notarios, lo que les dio gran prestigio; el documento otorgado ante notario, se convertía en verdad oficial, ya no era un testigo cualificado, daba la fe que le había delegado el Rey, con su nombramiento. Así se recoge en Castilla, en las Partidas, redactadas entre los años 1256 y 1265 y en la corona de Aragón, en los Usatges de Barcelona y la Costum en Valencia del año 1240.
Entre las nuevas funciones encomendadas a los notarios, estaba el asesoramiento de la curia y de los recién creados municipios. El fortalecimiento de la curia y del poder municipal, devolvió a los notarios al ámbito privado, del que habían nacido.

“El Rey nombraba a los notarios, lo que les dio gran prestigio; el documento otorgado ante notario, se convertía en verdad oficial”

Esta configuración del notariado era sustancialmente la misma que la del notariado actual, pero hasta llegar a la Ley del Notariado de 28 de mayo de 1862, hubo que reforzar la institución, que estaba sometida a fuertes presiones. Entre ellas la injerencia de los gobiernos de las ciudades, que pretendían regular y vigilar la práctica notarial, y controlar los mecanismos que permitían el acceso a la profesión, lo que provocó una reacción defensiva de los notarios, que tendieron a reunirse en asociaciones, embrión de los colegios notariales, haciendo valer su nombramiento oficial por el rey. Había también numerosos grupos de "escribientes" libres, sin adscripción a ninguna autoridad o institución concreta.
El nombramiento real, conllevó el control del poder público, que estabilizó la institución, al corregir algunos abusos, y así el Rey Juan I de Aragón, por sobrenombre el Amador de Toda Gentileza, comunica el 23 de mayo de 1393 al notario de Llutxent, Eiximén Guasch, que ha caído en pena de privación perpetua de su oficio en los dominios reales, por el delito de haber autorizado una acta pública en negocios propios.
En resumen, ha sido la mantenida confianza de los particulares en el hacer notarial, y el reconocimiento legal de su función, reforzada con la atribución de la facultad de dar fe a los documentos autoriza, la que permite concluir que de los infinitos hechos de este mundo, en la humilde sección de los actos jurídicos y de sus consecuencias personales, las escrituras notariales guardan memoria exacta y completa de lo ocurrido.

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