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Por: ENRIQUE FEÁS
Técnico Comercial y Economista del Estado
Investigador Asociado del Real Instituto Elcano


CONGRESO NOTARIAL

En enero de 2020 -parece que fue hace una eternidad-, la flamante presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Layen, presentaba uno de los supuestos proyectos-estrella de su mandato: el Pacto Verde Europeo, conocido en inglés como European Green Deal. Conviene no confundir este plan, cuyo objetivo es lograr una Europa “climáticamente neutral” en 2050, con una emisión neta nula de gases de efecto invernadero, con el Green New Deal, una propuesta teórica de origen estadounidense que plantea la financiación sin deuda ni incrementos impositivos (si es preciso, con ayuda del banco central) de proyectos medioambientales para estimular la demanda en una época de tipos de interés negativos en la que un poco de inflación no es que no sea mala, es que es incluso deseable.

Si estas dos iniciativas se confunden no solo es porque comparten la idea del medio ambiente, de lo verde (Green), sino porque ambas asumen que detrás de cualquier desafío humano estructural que afecta a varias generaciones subyace la necesidad de un Deal, un Acuerdo con mayúsculas: un nuevo contrato social, como el que propuso Roosevelt tras la Gran Depresión. La lucha contra el cambio climático es un desafío económico, social e intergeneracional de primer orden: las generaciones actuales heredarán un mundo contaminado y calentado por efecto de la acción humana de las generaciones anteriores. Es pues una llamada a la responsabilidad de las personas mayores, que están obligadas a sacrificar parte de su bienestar actual (porque la lucha contra el cambio climático no es gratuita: implica sacrificio) a cambio de dejar un legado mejor a sus descendientes.
Pero eso era en enero. Hoy, apenas unos meses después, el desafío climático persiste y sigue siendo muy importante, pero a corto plazo ha sido desplazado por otro más urgente: combatir una pandemia mortal que se ha llevado ya miles de vidas y que amenaza con provocar la mayor crisis económica desde que existe contabilidad nacional.

“La lucha contra el coronavirus requiere que los más jóvenes piensen en sus mayores, entre quienes la COVID-19 presenta una tasa de mortalidad muy superior”

Lo curioso es que esta crisis también tiene un fuerte componente intergeneracional, pero de sentido inverso al de la crisis climática. Si la lucha contra el calentamiento global exigía que los mayores pensasen en los más jóvenes, la lucha contra el coronavirus requiere que los más jóvenes piensen en sus mayores, entre quienes la COVID-19 presenta una tasa de mortalidad muy superior. Así, por ejemplo, en Italia la mortalidad es inferior al 1% entre los menores de 60 años, pero sube hasta casi un 4% para las personas entre 60 y 70 años y supera el 13%, 22% y 25% en las siguientes décadas de edad. Los contagios, sin embargo (al menos en esta segunda ola), son mayoritarios entre la franja de población de 20 a 40 años, y de ahí que en esta ocasión la llamada de responsabilidad sea a los jóvenes, cuya vida social puede terminar resultando mortal para las personas mayores que conviven con ellos.
Pero eso es en el ámbito sanitario. En el económico, los jóvenes también necesitan que alguien piense en ellos, porque el coronavirus provocará una grave crisis económica que se cebará una vez más en determinados colectivos, entre ellos la juventud. Su relativa mayor inmunidad a las consecuencias sanitarias del virus se contrarresta con una mayor vulnerabilidad ante sus efectos sociales y laborales.
Esta grave crisis, la segunda en menos de 15 años (la duración de una generación), es la primera en mucho tiempo que no tiene origen en un desequilibrio macroeconómico. Es decir, no es una crisis provocada por factores endógenos, sino puramente exógenos: un virus que obliga a los individuos a mantener un distanciamiento social que perjudica a numerosas actividades económicas. Una crisis tan exógena como podría ser una invasión extraterrestre contra la que la humanidad lucharía unida -y, por cierto, sin preocuparse demasiado por los costes-. Pero, aunque su origen ha sido común, simétrico (el virus es el mismo para todos), los efectos sobre las distintas economías han sido muy asimétricos. Según varios estudios, el impacto diferencial sobre algunos países se explica, principalmente, por cuatro factores: la duración y dureza del confinamiento, la dependencia económica de actividades con alto componente social (turismo, ocio, restauración, viajes, etc.), factores institucionales (sistema sanitario, de prevención, coordinación institucional) y factores estructurales como las características del tejido productivo y laboral.

“En el ámbito económico, los jóvenes también necesitan que alguien piense en ellos, porque el coronavirus provocará una grave crisis económica que se cebará una vez más en determinados colectivos, entre ellos la juventud”

España no ha tenido suerte: sufrió un confinamiento particularmente duro, está especializada productivamente en actividades de servicios vinculados a la interacción social como el turismo, tiene un sistema sanitario sólido pero poco preparado para pandemias y ha mostrado claras deficiencias de coordinación interinstitucional. Además, su tejido productivo se caracteriza por una elevada presencia de pequeñas y medianas empresas -mucho menos resistentes financieramente- y su mercado laboral por un elevadísimo porcentaje de contratos temporales, más proclives a su cancelación en caso de dificultades económicas.
Pues bien, se da la circunstancia de que varios de los factores agravadores de la crisis inciden proporcionalmente más en los jóvenes. Así, se estima que los menores de 25 años son entre 2 y 3 veces más proclives a trabajar en sectores sujetos a cierre por confinamiento. Y también son jóvenes la mayor parte de los contratados temporales: en la franja entre 16 y 24 años, el 43% de los europeos y más del 70% de los españoles. Se diría que, de alguna forma -y a diferencia de lo ocurrido con la gripe de 1918-, el coronavirus ha querido equilibrar su menor ensañamiento en los jóvenes con una mayor capacidad para afectarles laboralmente: una vez más, como en la Gran Recesión de hace poco más una década, se han convertido en claros candidatos a ajustes de jornada y de plantilla, y en víctimas de una escasez de oportunidades de empleo que se prolongará durante años y que probablemente afectará a sus niveles de bienestar mental.
Porque conviene recordar que el bienestar no solo se mide en términos de ingresos o de salud física, sino también mental. En este sentido, la pandemia amenaza también con deteriorar la salud mental de muchos mayores, porque ha contribuido indirectamente a su aislamiento. Por un buen motivo, sí, para protegerlos, pero recordándoles al mismo tiempo que su edad es un factor de riesgo, que son más frágiles. Un duro mensaje de que, a veces, la edad no es solo una cuestión de actitud, sino algo muy real. Se han oído incluso voces que hablaban de “aislar a los más vulnerables” y continuar el resto con su vida normal, como si eso no fuera una decisión con graves implicaciones éticas -como recordaba en un discurso reciente el presidente francés, Emmanuel Macron-.

“La empatía es ese sentimiento cuya ausencia facilita la polarización, o contribuye a posponer reformas imprescindibles en el mercado de trabajo que reduzcan la temporalidad, o hace que algunos vean al Estado como un mero extractor de impuestos y no como un proveedor de servicios públicos que un día podrían necesitar”

Al menos, eso sí, los mayores verán cómo el virus que amenaza a su salud no afectará a sus pensiones, que se mantendrán, o incluso se incrementarán en algunos países como España. En vez de una subida generalizada de pensiones y de salarios de los funcionarios (como si todos fueran médicos de atención primaria, intensivistas, enfermeros o militares), quizás habría tenido más sentido formar a los jóvenes y a ayudar a muchos mayores a combatir su soledad.
En resumen, esta crisis afectará mucho a los más mayores desde el punto de vista de su salud física y mental, y poco desde el punto de vista económico. Y a los “millennials” les afectará poco desde el punto de vista de la salud, pero mucho desde el punto de vista económico. Una vez más, la crisis sanitaria y económica profundiza una grave brecha generacional, que se sumará a otras brechas sociales como la de género o la educativa.
Una brecha que, sin embargo, parece poco presente en la sociedad a la hora de evaluar decisiones económicas y políticas. En el fondo, la falta de perspectiva generacional no es sino un aspecto más derivado de nuestros sesgos cognitivos: tendemos a sobrevalorar los problemas de nuestro entorno y a minimizar los que conocemos peor; tendemos a infravalorar nuestras necesidades a largo plazo y a sobreponderar los acontecimientos recientes en nuestras previsiones de futuro; nos cuesta justificar las debilidades ajenas pero justificamos rápidamente las propias.
Por eso el ser humano es muy perspicaz a la hora de reclamar solidaridad a los demás, pero rara vez se la exige a sí mismo. Por ejemplo, muchos exigen solidaridad a los países europeos del norte -acusando a algunos de mantener una fiscalidad inaceptable-, pero aplican sordina a la insolidaridad de los distintos regímenes fiscales autonómicos. Muchos jóvenes aplauden la ira de Greta Thunberg cuando advierte a la asamblea de Naciones Unidas -como representantes de las generaciones de adultos en el poder- de que los jóvenes “les están vigilando” y les recrimina que se dirijan a la juventud “en busca de esperanza”. “¡Cómo se atreven!”, grita Greta; y, seis meses después, muchas personas mayores exclaman “¡Cómo se atreven!” al ver la desinhibición de algunos adolescentes a la hora de salir de fiesta, sabedores de que el virus, de entrar en su cuerpo, apenas les proporcionará en la mayor parte de los casos un malestar temporal.

“Algunos jóvenes piensan que les falta mucho para ser viejos y que bastante tienen con preocuparse de sí mismos como para pensar en los mayores. Y algunos mayores piensan que para qué van a preocuparse del futuro, si nunca volverán a ser jóvenes”

Se atreven, unos y otros, porque les cuesta ponerse en el lugar del otro. Quizás todo, al final, se reduzca a una falta de empatía, término que el diccionario de la Real Academia define como la “capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”. Originariamente fue introducido por el filósofo alemán Theodor Lipps al hablar de la Einfühlung, la idea de “sentir dentro” (de otra persona), ponerse en su lugar, aunque luego se extendió el uso del término griego empátheia, que etimológicamente no recoge del todo bien ese significado (“simpatía” habría sido mejor, pero ya estaba ocupado). Muchos confunden la empatía con la simpatía o con la compasión, pero son sentimientos distintos: la empatía exige entender y sentir lo que el otro piensa, exige un esfuerzo adicional (hasta el punto de que los científicos han descubierto que activa en el cerebro -a través de la oxitocina, una hormona segregada por el hipotálamo- los mismos procesos neuronales que la actividad propia).
La empatía es ese sentimiento cuya ausencia facilita la polarización (al impedir entender los argumentos del adversario político), o contribuye a posponer reformas imprescindibles en el mercado de trabajo que reduzcan la temporalidad (porque los sindicatos representan sobre a todo a trabajadores con contrato indefinido), o hace que algunos vean al Estado como un mero extractor de impuestos y no como un proveedor de servicios públicos que un día podrían necesitar. Y es el único sentimiento que podrá conseguir que salgamos de esta crisis y nos enfrentemos al siguiente asalto que nos depara el mundo después del coronavirus: el del cambio climático.
Algunos jóvenes piensan que les falta mucho para ser viejos y que bastante tienen con preocuparse de sí mismos como para pensar en los mayores. Y algunos mayores piensan que para qué van a preocuparse del futuro, si nunca volverán a ser jóvenes. De esos no cabe esperar mucha empatía. Pero hay también muchos jóvenes, adultos y mayores que sí que aspiran a trabajar juntos por una sociedad más justa, más equilibrada, donde no solo existan derechos, sino también responsabilidades de cada generación respecto a la anterior y respecto a la siguiente. Todos ellos son conscientes de los desafíos que nos esperan y exigen un nuevo contrato social. Quizás ya va siendo hora de comenzar a redactar las cláusulas.

Palabras clave: Covid-19, Cambio climático, Brecha intergeneracional, Empatía.
Keywords: COVID-19, Climate change, Generation gap, Empathy.

Resumen

El desafío climático persiste y sigue siendo muy importante, pero a corto plazo ha sido desplazado por otro más urgente: combatir una pandemia mortal que se ha llevado ya miles de vidas y que amenaza con provocar la mayor crisis económica desde que existe contabilidad nacional.
La crisis del COVID-19 también tiene un fuerte componente intergeneracional, pero de sentido inverso al de la crisis climática. Si la lucha contra el calentamiento global exigía que los mayores pensasen en los más jóvenes, la lucha contra el coronavirus requiere que los más jóvenes piensen en sus mayores, entre quienes la COVID-19 presenta una tasa de mortalidad muy superior. Por otro lado, serán los jóvenes quienes, como en la crisis financiera de hace poco más de una década, sufran más sus consecuencias económicas y laborales.
Una vez más, la crisis acentúa una grave brecha generacional que, sin embargo, parece poco presente en la sociedad a la hora de plantear medidas económicas y políticas. En el fondo, la falta de perspectiva generacional no es sino un aspecto más derivado de nuestros sesgos cognitivos y nuestra falta de empatía, fundamental para poder entender los problemas y la visión de los demás y desarrollar un nuevo contrato social que permita hacer frente a los desafíos de este siglo.

Abstract

The climate challenge remains with us and is still very important, but in the short term it has been displaced by a more pressing problem: fighting a deadly pandemic that has already claimed thousands of lives, and which is threatening to cause the biggest economic crisis on record.
The COVID-19 crisis also has a strong intergenerational factor, but it runs in the opposite direction to the climate crisis. While the fight against global warming required older citizens to think of the youngest, the fight against coronavirus requires the youngest think of their seniors, among whom COVID-19 has a much higher mortality rate. However, as in the financial crisis of just over a decade ago, it will be young people who suffer the most from its economic and employment consequences.
Once again, the crisis has aggravated a major generation gap which nevertheless is not often taken into account when considering economic and political measures. Ultimately, the lack of a generational perspective is simply one more issue arising from our cognitive biases and our lack of empathy - something crucial in being able to understand the problems and vision of others, and for establishing a new social contract that enables us to address this century's challenges.

 

 

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