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Por: RODRIGO TENA
Notario de Madrid
Coordinador General del Congreso



CONGRESO NOTARIAL 2020
Fronteras abiertas

Hace quinientos años…
Nadie puede dudar de que el primer país que sufrió el impacto de una auténtica globalización fue la España de los siglos XVI y XVII. Los formidables retos que tal acontecimiento supuso motivaron que las mejores cabezas de la época (integrados en lo que hoy se denomina segunda escolástica o escolástica española) analizaran su impacto en prácticamente todos los aspectos de la vida, desde el Derecho internacional a la economía, pasando por la moral, el Derecho privado, la organización de la república y, por supuesto, la inmigración.

No era de extrañar, porque como consecuencia del descubrimiento de América y la llegada de metales preciosos a España, por una parte, y las penurias económicas de otros países europeos, especialmente de Francia, por otra, se produjo una inmigración a gran escala de extranjeros buscando mejor fortuna en nuestro país. La falta de capacidad para absorber a esa población o para atenderla mínimamente, dada la falta de suficientes instituciones de caridad, generó una creciente marginalización en la sociedad española y, como respuesta, un incremento en la legislación local dirigida a prohibir la entrada de extranjeros, sancionándoles con la expulsión y en ocasiones, mientras se investigaba su caso y se decidía aquella, con la prisión.
Ante esta situación surge un debate académico entre los partidarios y detractores de tales medidas (1). Entre los partidarios podemos destacar a Juan Luis Vives y Juan de Robles. Entre los segundos, al gran Domingo de Soto. Ninguno de ellos negaba, por supuesto, la obligación de atender a aquellos en situación de extrema necesidad o en peligro de muerte, pero el verdadero problema se concentraba en la gran mayoría de pobres que escapaban a esta calificación. Vives y Robles abogaban, primero, por aceptar procesos inquisitivos para determinar qué extranjeros eran merecedores de ayuda y cuáles no; y, en segundo lugar, por prohibir la entrada a estos últimos, para no cargar a los ciudadanos españoles con obligaciones que legítimamente deberían ser atendidas por los países de origen.
Soto se opone radicalmente a esta postura, escribiendo a tal fin una obra (Deliberación en la causa de los pobres) dirigida al Príncipe don Felipe (futuro Felipe II) que constituye un hito fundamental en el desarrollo del concepto moderno de los derechos fundamentales subjetivos (2). Frente a las prácticas inquisitivas que tendían a criminalizar en su conjunto a la población extranjera, Soto opone el derecho fundamental (“natural”) al honor o a la buena reputación, alegando la improcedencia de esas investigaciones salvo en el caso de concurrir indicios relevantes de engaño, criminalidad o mala conducta. Frente a las restricciones a la inmigración, opone el derecho fundamental a la libre circulación entre países.

“La inmigración puede ayudar a paliar los graves problemas derivados de la despoblación de parte del territorio y, al menos en el corto plazo, del envejecimiento de la población que ya sufren las sociedades occidentales, especialmente la española”

Siguiendo la práctica habitual de la escolástica española, justifica ese derecho no solo por razones deontológicas o normativas, sino también consecuencialistas, reconociendo la necesidad de encontrar un equilibrio entre los principios e intereses en juego, incluidos los generales, pero dando la preeminencia que merece al derecho fundamental individual, que no pueden ser sacrificado por meras razones de oportunidad o conveniencia ajena.
Parte así de la existencia de una auténtica comunidad universal, integrada por “el griego y el latino, el judío y el gentil”; y, por eso mismo, “cada uno tiene libertad de andar por donde quisiere, con tal de que no sea enemigo ni haga mal”. De ahí su condición de derecho fundamental, porque pertenece al ser humano no como miembro de una determinada comunidad política, sino por su condición de ser humano. Pero al mismo tiempo integra este derecho en un orden general que tiene en cuenta los intereses colectivos. Por eso no reconoce al inmigrante un derecho fundamental a obtener asistencia (salvo en casos de extrema necesidad) sino solo a la libre circulación. La ayuda y la asistencia es ya un tema de caridad, no jurídico, que atenderá quién quiera y quién pueda, pero que no pueden ser exigidas jurídicamente. De esta manera elude, al menos formalmente, la objeción de Vives sobre el desequilibrio de cargas entre la comunidad de origen y la de recepción. Y frente a la alegación material de que la caridad, al fin y al cabo, puede acabar resultando inevitable, termina invocando en su alegato al Príncipe una verdad muy profunda: “Jamás por abundancia de pobres extranjeros se empobreció ninguna tierra”.
La Deliberación se publicó en enero de 1545. Es asombroso que casi medio milenio más tarde, tras la segunda ola globalizadora, no hayamos avanzado mucho, ni en el debate teórico, ni menos aún en su implementación práctica. Defender hoy las fronteras abiertas como la estrategia más adecuada y conveniente para afrontar el “problema” de la inmigración nos parece, en el mejor de los casos, una utopía bienintencionada y en el peor, un disparate sin paliativos. Pero lo cierto es que en la actualidad nuevos científicos sociales están repitiendo el análisis que Domingo de Soto hizo hace quinientos años y llegan a las mismas conclusiones, tanto desde el punto de vista normativo como consecuencialista.

Los argumentos normativistas
Desde la primera perspectiva, el filósofo Michael Huemer (3) ha defendido la existencia de un derecho individual a la libertad de movimiento entre países, por considerar que impedir a cualquier ciudadano del mundo acceder al mercado de trabajo de otro país para ofrecer sus servicios, implica una coerción sobre su libertad de movimientos dañosa para sus intereses, sin que esté justificada por la defensa de otros más relevantes. Entre esos otros intereses suele citarse: proteger a los trabajadores nacionales de la competencia foránea a la hora de buscar trabajo, el cambio cultural, y la protección del contribuyente nacional por cargas asistenciales que no le correspondería asumir. En su opinión, ninguna de estas razones resulta suficiente para justificar la supresión del derecho a la libre circulación.
En cuanto a la primera razón -al margen de que el mercado laboral no es estático y que la entrada de inmigrantes dinamiza la economía y crea nuevas oportunidades laborales para todos- considera obvio que, con la finalidad de evitar un perjuicio competitivo limitado y/o temporal a ciertas personas, no puede imponerse bajo forma de coerción un perjuicio grave a otros que tratan de escapar de una situación de penuria mucho más acusada. En relación a la segunda, alega que el impacto cultural real de la inmigración en el país de recepción es limitadísimo, al margen de que, en cualquier caso, la preservación cultural no puede justificar imponer un daño grave a otros. Por último, respecto al argumento de las cargas desproporcionadas o inasumibles al contribuyente, paralelo al alegado en su momento por Vives, ofrece la misma respuesta que Soto: no existe propiamente un derecho a percibir prestaciones asistenciales idénticas a las que el Estado conceda a sus nacionales, sino solo un derecho a la libre circulación. Esas prestaciones pueden concederse a los inmigrantes, si se quiere o se puede, de manera completa o limitada, actual o diferida al momento en que el inmigrante empiece a pagar impuestos o lleve determinados años haciéndolo. En cualquier caso ese es otro tema, porque lo que no resulta consistente desde el punto de vista lógico es afirmar que porque no se quiere tratar de manera diferente a inmigrantes y a nacionales desde el punto de vista asistencial, y porque no se les puede tratar de manera idéntica (ya que entonces el Estado del Bienestar sería insostenible), entonces es necesario privar a los inmigrantes de su derecho a la libre circulación y a trabajar donde quieran contratarles, condenándoles así a una discriminación mucho más grave.

“En los países occidentales la inmigración es un problema político, capaz de desencadenar nada menos que la expansión de regímenes iliberales por toda Europa”

En realidad, la similitud con el argumento de Soto es todavía mucho más profunda de lo que parece. Los extranjeros tienen derecho a entrar en el país, para ofrecer sus servicios laborales, o incluso solo para mendigar en la calle. Pero lo que no tienen es un derecho a que nadie les contrate o les dé limosna. Por supuesto debe hacerse todo lo posible para ayudarles en ambas facetas, pero ese será un deber político o moral (en su caso y dependiendo de las circunstancias), pero no estrictamente jurídico.
Claro que el problema que puede plantearse, especialmente en un país como el nuestro con una elevada tasa de desempleo, es si la realidad social desencadenada tras una apertura súbita de las fronteras podría generar una situación de colapso y de necesidades no atendidas que convertiría en materialmente obligatorio lo que formalmente no se quiso reconocer como tal. De ahí la dificultad de separar demasiado radicalmente el aspecto normativo del consecuencialista, algo que los escolásticos españoles tenían muy presente (pues al fin y al cabo esa íntima conexión fue una de las grandes aportaciones del tomismo), lo que nos obliga a comprobar la veracidad del aserto de Soto negando que por la abundancia de pobres extranjeros se empobreció jamás alguna tierra.

Los argumentos consecuencialistas
Soto debió conocer otros casos, pero por obvias razones no pudo enterarse de uno de los más estudiados en la actualidad: la emigración desde Puerto Rico tras la sentencia del Tribunal Supremo (Gonzales vs Williams, 1902) reconociendo a los portorriqueños el derecho a vivir y trabajar en cualquier parte de los EEUU. Pese a que las diferencias de renta eran enormes, no se produjo ninguna súbita invasión. En realidad, apenas hubo emigración durante casi cuarenta años. Solo se incrementó de manera notable tras la Segunda Guerra Mundial, y casi toda ella se concentró en Nueva York, donde se habían instalado los primeros inmigrantes. La razón es obvia: la mayor parte de la gente no huye de su país a la desesperada de manera súbita, salvo en casos de guerra o cataclismo natural o político, sino que solo emigra cuando sabe que será relativamente bien acogido y encontrará trabajo y un hogar para vivir. Por eso los portorriqueños iban a Nueva York y no a Florida, porque su red de compatriotas les garantizaba el resultado.
Incluso los refugiados que huyen forzados de los conflictos bélicos tienden a acudir donde existen más posibilidades de encontrar compatriotas y acceder a un empleo. Hasta tal punto que algunos informes recientes han constatado que estos refugiados no han constituido ninguna carga para los países occidentales que los han recibido (4). De hecho, la gran crisis de refugiados provenientes de Siria no ha deteriorado el desarrollo económico de los principales países receptores ni tampoco su balanza fiscal, porque el incremento de gasto público inicial ha sido más que compensado por el aumento de recaudación impositiva. A medida que los refugiados se convierten en residentes el impacto macroeconómico pasa a ser positivo. Recordemos que muchos servicios públicos son “non-rival”, es decir, cuando la población crece su coste no aumenta (como la defensa, por ejemplo) de tal manera que cada euro que paga en impuestos el inmigrante rebaja la factura de los nativos en la misma medida. La conclusión puede parecer sorprendente, pero es innegable: la supuesta crisis migratoria no solo no ha supuesto una carga económica, sino que más bien constituye una oportunidad, al incrementarse el PIB, reducir el paro y mejorar el equilibrio presupuestario.

“Puestos a construir muros, es mejor levantarlos alrededor del Estado del Bienestar que alrededor del país”

Lo anterior resulta congruente con los estudios económicos que defienden que en el caso de apertura total de fronteras el PIB mundial se multiplicaría por dos en un plazo breve (5). Esto supondría un incremento de productividad en torno a un billón de dólares (10(12)); más o menos como si, cada año, se creasen 150 empresas del tamaño de Google o se construyesen setenta y cinco Manhattans más (6). Quizás así empezaríamos a dejar de hablar de la España “vaciada”. Correlativamente se ampliaría la pirámide poblacional por la base, concretamente en la franja media, que es la que menos recursos públicos “rival” consume. Pensemos que, según los informes de la ONU y de la OCDE (7), en 2035 habrá cincuenta millones menos de europeos trabajando y que, en 2050, España perderá más de la cuarta parte de su fuerza laboral, en cuyo momento por cada pensionista de más de 65 años solo habrá dos españoles trabajando. Y probablemente con el mismo o mayor porcentaje de paro (8) y un gasto sanitario y de pensiones tres puntos superior. Es verdad que esos inmigrantes irán cumpliendo años y empezarán a tirar progresivamente del gasto público, por lo que por sí sola la inmigración no va a resolver automáticamente los problemas que genera actualmente el envejecimiento de la sociedad, al menos sin medidas complementarias serias, como la redefinición completa de nuestra vida laboral, empezando por ese desastre que son nuestras actuales edades de jubilación. Pero, en cualquier caso, la inmigración no los va a agravar, sino que puede ayudar a paliarlos al dinamizar la economía, al menos en el corto plazo, dándonos un tiempo extra importantísimo para encontrar la mejor solución.
A la vista de semejantes datos podría pensarse que incluso limitar el acceso inmediato de los inmigrantes al Estado del Bienestar de los países receptores no estaría justificado económicamente. Sin embargo, es necesario afinar un poco más. Es cierto que un inmigrante típico aporta en Occidente vía impositiva mucho más de lo que recibe por vía asistencial (se calcula que en torno a los 78.000 libras de exceso en el Reino Unido) (9), pero no debemos olvidar que una apertura total de fronteras incrementaría exponencialmente el flujo de inmigración de baja educación y preparación laboral. A la larga el impacto económico sería positivo, como hemos visto, pero a corto plazo generaría una serie de disfunciones que no cabe desconocer. En primer lugar, ese efecto no sería equitativo para los diferentes sectores de la sociedad receptora, pues los recién llegados harían competencia a los situados en el escalón más bajo en beneficio directo de las clases medias y altas. En poco tiempo la situación mejoraría para todos, pues la niñera o la empleada del hogar que permite que una madre profesional pueda reincorporarse antes o mejor al mercado laboral, por poner un ejemplo típico, desencadena un proceso de generación de riqueza general que termina beneficiando también a esos sectores (pues tanto la niñera como la madre gastarán su dinero, creando más demanda de trabajo). No obstante, a corto plazo el Estado de Bienestar tendría que atender a los naturales que sufren el impacto y a los foráneos en busca de colocación, lo que probablemente incrementaría su carga.

“En caso de apertura total de fronteras el PIB mundial se multiplicaría por dos en un plazo breve”

Pero la respuesta a este inconveniente no debería ser prohibir la inmigración de baja cualificación, lo que sería improcedente tanto desde el punto de vista de la justicia como de la economía, sino buscar otras soluciones menos traumáticas. Como afirman algunos economistas (Alex Nowrasteh y William Niskanen), puestos a construir muros, es mejor levantarlos alrededor del Estado del Bienestar que alrededor del país. En esa línea existiría una gran variedad de posibilidades: limitar el acceso gratis a determinados servicios asistenciales durante un determinado plazo de tiempo, o hasta que hayan pagado un mínimo de impuestos, bajar o eliminar los impuestos a los nativos situados en el escalón más bajo, o incluso cobrar un precio por la entrada al país (aunque sea de manera aplazada, que en cualquier caso será mucho menos de lo que hoy cobran las mafias por un servicio muy inferior). Por supuesto que sería deseable no incurrir en estas “discriminaciones” (concepto por otra parte siempre relativo) pero lo que es indudable es que es mejor incurrir en esas que en la mucho más grave y cruel de negarles la entrada, que es lo que ahora ocurre.

Los argumentos políticos
Ahora bien, sería muy ingenuo pensar que “el problema” de la inmigración es simplemente un problema jurídico o económico. Por encima de todo, en los países occidentales, es un problema político, capaz de desencadenar nada menos que la expansión de regímenes iliberales por toda Europa, comenzando por la Europa central, pero que se ha dejado sentir en la occidental en fenómenos tan distorsionadores como el Brexit, Salvini o Le Pen (de Trump mejor ni hablar). Nadie puede negar la trascendencia del tema inmigratorio en esa evolución. Pero lo curioso es que el origen de este problema político, como hemos visto, no es ni jurídico ni económico. Tampoco tiene un origen cultural. El impacto de la inmigración sobre la cultura social y política de los países receptores es insignificante, y en general positivo. Los inmigrantes vienen con nuevas ideas, el principal motor del crecimiento económico. Son mucho más cumplidores con la ley que los nativos. Su índice de criminalidad es muy inferior, incluso entre los jóvenes (10). Lo demuestra también el que el rechazo a la inmigración sea menor en los países y en las zonas dentro de esos países con mayor presencia de inmigrantes. No, si tuviéramos que atribuir un origen a ese problema político, no tendríamos más remedio que concluir que no es jurídico, ni económico, ni cultural: es psicológico.
Con la inmigración ocurre lo mismo que don Federico de Castro alegaba respecto de la crisis de la autonomía de la voluntad en los contratos, que más que crisis lo que hay es psicosis de crisis. Hay psicosis de que la inmigración nos resulte una pesada carga económica y social, y que además no se reparta justamente. Y habría que preguntarse, cuando la realidad es muy otra, de dónde ha nacido semejante miedo u obsesión irracional (segunda acepción RAE).

“Mientras no cambiemos nuestro marco de referencia, este ‘no problema’ seguirá envenenando profundamente nuestras sociedades”

Sin duda a ello ha contribuido la ambición de políticos oportunistas que han encontrado en la inmigración, dependiendo de los casos, o un chivo expiatorio idóneo para eludir las propias responsabilidades, o un espantajo con el que encauzar miedos en su propio beneficio electoral. Pero, en cualquier caso, si tal cosa ha sido posible, se debe sin duda al error conceptual identificado hace quinientos años por Domingo de Soto consistente en enmarcar esta cuestión dentro del ámbito de la caridad, y no de la justicia o de la utilidad.
Planteado en términos de caridad (o solidaridad, como diríamos actualmente) la admisión de inmigrantes tiende necesariamente a suscitar las inevitables resistencias (no solo porque el prejuicio nacional todavía no está mal visto, sino por el natural miedo a la insostenibilidad del sistema), y también agravios por su defectuoso reparto, tanto a nivel interno como internacional. Esa reacción es muy lógica. Desde tiempos de Demóstenes sabemos que un buen discurso político que aspire a persuadir al auditorio debe tocar necesariamente las teclas de la justicia y del propio interés, y no tanto las de la solidaridad o de la moral, que convencen poco. Por eso, mientras no cambiemos nuestro registro o nuestro marco de referencia, este “no problema” seguirá envenenando profundamente las sociedades occidentales, precisamente cuando más necesitamos, por nuestro propio interés, un enfoque justo, matizado y racional.

RODRIGO TENA dibujo

(1) Andreas Blank, “Domingo de Soto on Justice to the Poor”, Intellectual History Review 25 (2015): 133-146.
(2) Benjamin Hill, “Domingo de Soto”, en Great Christians Jurists in Spanish History, Cambridge, 2018, pp. 134 y ss. y Annabel Brett,Changes of State, Nature and the Limits of the City in Early Modern Natural Law, Princeton, 2011, pp. 15-36.
(3) Michael Huemer, Is There a Right to Immigrate? (2010), The Right to Move versus the Right to Exclude: A Principled Defense of Open Borders.
(4) Hippolyted’Albis, EkrameBoubtaney DramaneCoulibaly, Macroeconomic evidence suggests that asylum seekers are not a “burden” for Western European countries (2018) https://advances.sciencemag.org/content/4/6/eaaq0883
(5) The Economist, The Magic of Migration, 16-11-2019.
(6) B. Caplan y Z. Weinersmith, Open Borders, The Science and Ethics of Immigration, Nueva York, 2019.
(7) The Economist, Aeging Europe: Old, rich an divided, 11 de enero de 2020.
(8) Para Keynes el principal riesgo de una población decreciente era el desempleo: Some Economic Consequences of a Declining Population (1937).
(9) Financial Times, Demographic time bomb threatens growth in Europe, 15-1-2020; The Economist, The Magic of Migration, 16-11- 2019.
(10) The Economist, The Magic of Migration, 16 de noviembre de 2019.

Palabras clave: Inmigración, Envejecimiento, Derecho a la libre circulación, Domingo de Soto.

Keywords: Immigration, Ageing, Right of free movement, Domingo de Soto.

Resumen

Frente a los retos generados por la inmigración a España de pobres extranjeros tras el Descubrimiento de América, Domingo de Soto defendió la libre circulación como derecho fundamental, pero sin que ello implicase un derecho a la asistencia a cargo de los países de acogida. En la actualidad algunos científicos sociales defienden ese mismo derecho repitiendo muchos de sus argumentos, tanto los de tipo normativista como consecuencialista. Por último, no se niega que la inmigración constituya hoy un serio problema político, pero, precisamente por ser más psicológico que real, lo que se necesita es recuperar el paradigma de Soto y tratarlo más como un tema de justicia y de utilidad, que de caridad o solidaridad.

Abstract

In view of the challenges arising from immigration to Spain by poor foreigners after the discovery of America, Domingo de Soto argued that free movement was a fundamental right, but that this did not entail a right to care with the costs borne by the host countries. Some social scientists are today defending the same right by repeating many of his arguments in both the normativist and consequentialist spheres. Finally, it is undeniable that immigration is a serious political problem today, but precisely because it is more of a psychological issue than a real one, we need to restore de Soto's paradigm and consider it in terms of justice and utility, rather than charity or solidarity.

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