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REVISTA110

ENSXXI Nº 114
MARZO - ABRIL 2024

Por: FRANCISCO LONGO MARTÍNEZ
Profesor


Francisco Longo Martínez es profesor del Centro de Gobernanza Pública de ESADE. Ha sido miembro del Comité de Expertos en Administración Pública de Naciones Unidas (2011-2018). Fue redactor y ponente de la Carta Iberoamericana de la Función Pública de Naciones Unidas. Ha trabajado como consultor internacional para diferentes gobiernos y formado parte de comités de expertos para la reforma del empleo público, la gobernanza universitaria, la organización del sector público y la reforma de la Administración General del Estado. Pertenece a diferentes consejos editoriales y es autor de numerosas publicaciones sobre diseño institucional, gobernanza, gestión pública y colaboración público-privada. Colabora habitualmente en diferentes medios de comunicación.

 La meritocracia fue polémica desde que la palabra se empezó a usar. El sociólogo británico Michael Young (1) la inventó en 1958 precisamente para combatirla, aduciendo que producía una indeseable división social. Sin embargo, la idea de mérito había nacido como una conquista social de aliento emancipador, estrechamente vinculada al advenimiento de la modernidad. Encarnaba la aspiración a una sociedad en la cual lo determinante de la peripecia vital de cada individuo no fuera la cuna -como venía siendo la regla en la historia de la Humanidad- sino los logros derivados del talento y del esfuerzo. Políticos de todos los colores hicieron después suya -más o menos retóricamente- esa aspiración.

En la actualidad, la meritocracia es objeto de un embate crítico de impacto global. A la cabeza, el filósofo de Harvard Michael Sandel (2), en su best seller “La tiranía del mérito”, la descalifica como una “política de la humillación” que vuelve soberbios a quienes triunfan, carga a los individuos con la responsabilidad de sus fracasos y constituye una trampa corrosiva para el bien común. El mérito -escribe por su parte Daniel Markovits (3), profesor de derecho en Yale- es solo una impostura, un modo de transmitir privilegios heredados de una generación a otra mediante el mecanismo de la educación de elite. La socióloga británica Jo Littler (4) y el economista de Cornell Robert Frank (5) coinciden en que la idea de meritocracia maquilla las injusticias y corroe las políticas del bienestar. Las críticas no vienen solo de la izquierda del espectro político: el columnista conservador David Brooks (6) considera la meritocracia una máquina generadora de resentimiento, efecto al que muchos han atribuido el éxito político de populismos como el de Donald Trump.

"En las sociedades occidentales -sobre todo en la estadounidense, pero también, en menor medida, en las europeas- se ha producido un deterioro del ideal meritocrático"

A estas alturas, no es posible negar que en las sociedades occidentales -sobre todo en la estadounidense, pero también, en menor medida, en las europeas- se ha producido un deterioro del ideal meritocrático. Las décadas posteriores a 1980 -escribe Adrian Wooldridge (7) en “The aristocracy of talent”- han asistido al matrimonio entre meritocracia y plutocracia. La nueva elite meritocrática ha aprendido cómo transmitir sus privilegios a la generación siguiente, convirtiendo la educación en la palanca para conseguirlo. En Estados Unidos, 38 universidades de elite concentran más estudiantes del 1% más rico de la población que del 60% de los niveles inferiores de renta. En el Reino Unido, la mitad de las plazas de Oxford y Cambridge las ocupan estudiantes procedentes de escuelas privadas a las que accede solo el 7% superior de la escala social.
El sistema educativo alimenta esta deriva endogámica: en los colleges de la Ivy League, la probabilidad de ser admitido es seis veces superior para los hijos de los antiguos alumnos de la institución. En Harvard, solo un 40% de las admisiones se funda en criterios de rendimiento académico. Un neo-nepotismo ha reinventado las conexiones aristocráticas, adaptándolas a una sociedad democrática del conocimiento en la que el privilegio de clase debe validarse con credenciales de excelencia educativa, para ser socialmente aceptable. Todo ello profundiza una brecha social que convierte la igualdad de oportunidades -fundamento necesario de la meritocracia- en papel mojado.
Partiendo de esta constatación, se abren dos caminos posibles. El primero sería impugnar la validez normativa del concepto y considerar, con Markovits, Sandel y demás críticos, que la meritocracia conduce inevitablemente a la desigualdad, el resentimiento y la injusticia, y que debe ser abandonada como criterio de organización social. El segundo, por el contrario, entendería, con Wooldridge y otros, que el ideal meritocrático sigue vivo, y que su degeneración debe ser combatida con ideas, iniciativas, reformas y políticas tendentes a restablecerla. En síntesis: los déficits y carencias de la meritocracia se superarían con más y mejor meritocracia, y no con menos.
Las reflexiones que siguen se enmarcan en el segundo de estos caminos. Eso sí, habida cuenta de que el mérito contiene en sí mismo un germen de contradicción, el lograr una sociedad meritocrática implica transitar -tomando la imagen del último libro de Azemoglu y Robinson- por un “pasillo estrecho”, cuyo recorrido obliga a mantener un difícil equilibrio entre valores a menudo contrapuestos.

Para promover la movilidad social no existe una alternativa normativa preferible a la meritocracia
Como dijimos, la revolución meritocrática subvirtió las bases organizativas de las sociedades premodernas. En ellas, el origen familiar y social estratificaban, respondiendo a una supuesta ley natural, la posición de las personas, y determinaban su itinerario vital. La idea de mérito abrió paso a lo que hoy llamamos el “ascensor social”, esto es, la posibilidad de traspasar esas barreras de clase y progresar en la vida mediante una combinación de talento y esfuerzo. Era una causa que beneficiaba sobre todo a los más desfavorecidos. De hecho, el mérito desafía, por definición, el statu quo, y sintoniza por ello con la idea espontánea de justicia de la mayoría.

"No resulta fácil imaginar una sociedad donde la desaparición del ideal meritocrático no condujera a males peores"

Hablamos, desde luego, de una aspiración. Materializarla en su integridad resulta inalcanzable, como ocurre con otros principios rectores de lo que hoy consideramos una sociedad justa y decente –pensemos en la igualdad ante la ley o la protección frente al infortunio- cuyos logros son siempre una cuestión de grado. Y ese ideal ha sufrido, como hemos visto, un desgaste indudable, allí donde los ricos y poderosos lo han capturado para desnaturalizarlo. Ahora bien, una vez constatado esto, no resulta fácil imaginar una sociedad donde la desaparición del ideal meritocrático no condujera a males peores.
En ausencia de mérito, y si excluimos el regreso a los privilegios de la cuna, habría que preguntarse qué criterios normativos distintos del talento y el esfuerzo servirían para ordenar el acceso a posiciones sociales destacadas. Algunos existen y son bien conocidos, como la formación de grupos de interés, la captura de recursos estratégicos, el corporativismo, el clientelismo o la corrupción. Ninguno de ellos resulta, por razones obvias, una alternativa preferible. Por otra parte, la distribución -supuestamente equitativa- de las recompensas desde arriba, mediante la acción del Estado, conduciría a modelos que igualan en la mediocridad y pierden los atributos de las sociedades libres y prósperas, como ilustran las distopías colectivistas que conocemos desde hace más de un siglo.
Quizá por ello los críticos radicales de la meritocracia son más certeros para diagnosticar sus limitaciones que para proponer alternativas convincentes. Las propuestas de Sandel, el más conocido, cuando apela a ampliar la igualdad de condiciones, son considerablemente vagas. “Tal vez solo se trate -ha escrito Manuel Arias Maldonado (8)- de un norteamericano que quiere para su país el grado de protección social que dispensa la mayoría de los Estados europeos”. Por eso, a la hora de pasar de la descalificación normativa a las propuestas, las críticas conducen más bien al segundo camino que comentábamos: el de cómo conseguir una meritocracia mejor. Y se trata, sin duda, de un reto exigente.

La meritocracia es el sistema más recomendable para la asignación de posiciones y cargos en las organizaciones y en la sociedad
Hay una clara correlación entre prosperidad y meritocracia. Si el mérito es el mejor combustible para la movilidad social, esta es a su vez, como muestran diversos estudios de la OCDE, un requisito para el crecimiento. El Banco Mundial y Transparencia Internacional han reiterado los efectos nocivos del clientelismo y la corrupción sobre el progreso de los países. Y, basándose en una encuesta del World Economic Forum, Pellegrino y Zingales (9) relacionan estrechamente la meritocracia en el acceso a los cargos empresariales con el progreso económico de los países.

"La meritocracia es una característica inherente a las sociedades económicamente prósperas"

Para Wooldridge, la meritocracia es una característica inherente a las sociedades económicamente prósperas, que en Europa explica en buena medida el éxito de los países del Norte frente a los del Sur. Además de los factores de orden cultural, la existencia de incentivos de mercado vinculados al mérito es, en su opinión, crucial para que las sociedades promuevan y optimicen el talento, impulsando la transformación de las capacidades básicas de las personas en bienes sociales. La justificación ética de la meritocracia -dice Peter Saunders (10), en sentido análogo- es que todos se benefician cuando el talento es inducido a dirigir sus aptitudes hacia lo que otras personas necesitan y demandan.
La aspiración meritocrática es igualmente importante cuando nos ocupamos de la calidad de la democracia. Para el profesor de Ciencia Política Bernard Manin (11), el buen gobierno representativo exige que la elección combine una dimensión democrática con un “principio de distinción”. El gobierno republicano -afirma, siguiendo a los padres fundadores de la Constitución estadounidense- requiere que el poder sea confiado a quienes posean “mayor sabiduría y mayor virtud”. No es difícil extender esta aspiración a todos aquellos que deban asumir tareas de servicio público. Cosa distinta será el determinar lo que entendemos por mérito en cada caso y cuáles deben ser los instrumentos adecuados para medirlo.

El mérito debe ser correctamente definido y evaluado, y su reconocimiento no debe crear sociedades individualistas y fracturadas
La calidad de la meritocracia exige acertar al identificar y medir lo que en un entorno dado debe entenderse como mérito. Y el acierto es contingente, esto es, depende de variables que concurren en cada caso de modo distinto. Así, por ejemplo, la calidad de la investigación, evaluada por pares, es un canon razonable aplicado a los sistemas de producción de conocimiento científico, pero no parece que esa excelencia académica, deba ser el criterio preferente para asignar los cargos en las empresas. Y es que el modo en que lo cognitivo y lo experiencial se articulan ofrece a la identificación y evaluación del mérito un amplio elenco de posibilidades, aplicables a situaciones diferentes.
En el servicio público, la tradición burocrática, con su énfasis en la imparcialidad, maneja un concepto de mérito que peca a menudo de un exceso de uniformidad y formalismo. Por una parte, suele aplicar a posiciones cuya función consiste en prestar servicios a las personas (educación, salud, asistencia social) criterios similares a los que rigen para aquellas que ejercen potestades públicas (fe pública, inspección, gestión de tributos). Por otra, para asegurar la igualdad de trato, busca los instrumentos de evaluación con mayor apariencia de objetividad, aunque no siempre sean estos los predictores más eficaces de un buen rendimiento. El resultado es que frecuentemente esa meritocracia formal no garantiza la idoneidad para el desempeño de las tareas.

"El ideal del mérito requiere sociedades que defiendan y apoyen la libertad del individuo para definir su proyecto de vida, pero no debiera interiorizar una visión individualista del éxito"

¿Debe ser el mercado el que, en el ámbito privado, defina y mida el mérito? Aunque, en coherencia con nuestro modelo social, la respuesta debe ser, de entrada, afirmativa, cabe formular a esta regla algunas reservas. La primera, hasta qué punto es razonable, y socialmente útil, aceptar que se consoliden ciertas diferencias de reconocimiento. “Una sociedad sensata -ha escrito Richard Brooks- no celebraría las habilidades de un consultor empresarial, al tiempo que desdeña las de una enfermera de geriátrico”. La respuesta se relaciona con nuestra capacidad colectiva de entender que las capacidades cognitivas son solo una clase del amplio elenco de habilidades socialmente valiosas, y de fortalecer y valorar (por ejemplo, con buenas políticas de formación profesional) especialidades y tareas muy relevantes, pero alejadas del brillo social.
Una segunda cautela induce a evitar que la competición en el mercado fomente exageradamente el individualismo y cree una sociedad fracturada entre triunfadores soberbios y fracasados resentidos. Necesitamos una meritocracia juiciosa, capaz de civilizar el principio competitivo. El ideal del mérito requiere sociedades que defiendan y apoyen la libertad del individuo para definir su proyecto de vida, y que estimulen el esfuerzo por alcanzarlo, pero no debiera interiorizar una visión individualista del éxito. Nadie debe el éxito solo a sí mismo. Nos conviene ver el ascenso social sobre todo como una apelación a contribuir y una exigencia de mayor responsabilidad hacia los demás. La tarea de los sistemas educativos es insustituible en la tarea de lograrlo.
Por último, debemos preguntarnos en qué medida son aceptables diferencias de compensación, derivadas del mercado, que tienden a consolidar y ensanchar en exceso la desigualdad social. Lo abordamos a continuación.

El buen funcionamiento del mérito exige sociedades que eviten las desigualdades excesivas. La educación es clave para conseguirlo
No existe meritocracia sin igualdad de oportunidades. Ahora bien, no basta con garantizar esta formalmente. Es necesario que la desigualdad social real no la vuelva ficticia. Como escribe el Nobel de Economía Angus Deaton (12), “…los países con mucha desigualdad de ingreso son países donde los ingresos de padres e hijos están estrechamente relacionados… La desigualdad misma es una barrera para la igualdad de oportunidades”. En otras palabras, la desigualdad de resultados de hoy es la desigualdad de oportunidades de mañana. Las desigualdades inevitablemente creadas por la meritocracia son aceptables, incluso, según el exigente segundo criterio de justicia de John Rawls, porque benefician a todos, pero no deben expandirse y calcificarse hasta acabar comprometiendo la movilidad social real.
En el mundo desarrollado, las últimas décadas han visto un incremento significativo de las desigualdades. “Desde principios de siglo, se detecta un peor funcionamiento del ascensor social”, se lee en el Informe España 2050 (13). El cambio exponencial que la disrupción tecnológica impulsa en las economías y los mercados tiene un efecto inquietante para el ideal meritocrático: la desigualdad se está creando principalmente en torno a la posesión de conocimiento. Es ahí donde aparecen los nuevos contingentes de ganadores y perdedores, y esta es una brecha con tendencia a perpetuarse. En España, el abandono escolar prematuro -nuestra mayor lacra educativa- no llega al 4% en familias con educación de nivel superior, pero se dispara al 40% en aquellas que no superaron la educación primaria.

"Las desigualdades inevitablemente creadas por la meritocracia no deben expandirse y calcificarse hasta acabar comprometiendo la movilidad social real"

Las nuevas formas de desigualdad vuelven a poner de actualidad la conocida frase del primer Nobel de Economía, Jan Tinbergen: “la desigualdad es una carrera entre la tecnología y la educación”. En opinión de la mayoría, si bien la sociedad debe combatir las desigualdades excesivas desde múltiples frentes (el empleo, la vivienda, la salud, entre otros), la educación es la clave principal para reducirlas. Lo más útil para avanzar en igualdad de oportunidades es invertir en un sistema educativo que ofrezca a todos, y con preferencia a los más pobres, desde los primeros años de la infancia, una vía accesible para desarrollar el talento y estimular el esfuerzo. Hay aquí mucho trabajo por hacer que exige -como destaca Arias Maldonado- una mejor Administración pública, capaz de identificar a los más desfavorecidos y gestionar el gasto público de un modo más eficiente.
Escribe Wooldridge que el argumento más poderoso para la meritocracia es moral, más que económico. Y argumenta: “…paradójicamente, tratar a las personas como moralmente iguales implica también tratarlas como agentes morales que, ejerciendo su agencia moral, devienen socialmente desiguales. La meritocracia es el camino ideal para dotar a esta paradoja de sentido”. Nuestros niños y jóvenes merecen la promesa que ofrece ese camino, y el compromiso de todos por hacerla posible.

FRANCISCO LONGO ILUSTRACION

(1) Young, Michael, The Rise of Meritocracy, Penguin, Londres, 1958.
(2) Sandel, Michael J., La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? Debate, Barcelona, 2020.
(3) Markovits, Daniel, The Meritocracy Trap: How Americas Foundational Myth Feeds Inequality, Dismantles the Middle Class, and Devours the Elite. Penguin Press, 2019.
(4) Littler, Jo, Against Meritocracy. Culture, power and myths of mobility. Routledge, Londres, 2017.
(5) Frank, Robert, Success and Luck: Good Fortune and the Myth of Meritocracy. Princeton University Press, 2016.
(6) Brooks, David, How the Bobos Broke America, The Atlantic, September 2021.
(7) Wooldridge, Adrian, The Aristocracy of Talent. How Meritocracy Made the Modern World. Penguin, Londres, 2021.
(8) Arias Maldonado, Manuel, Salmodia del bienintencionado. Revista de Libros, octubre, 2021.
(9) Pellegrino, Bruno y Zingales, Luigi, Diagnosing the Italian Disease. NBER, Cambridge, Ma.,2017.
(10) Saunders, Peter (2006), Meritocracy and Popular Legitimacy, en Geoff Dench (ed.) “The Rise and Rise of Meritocracy”. Blackwell Publishing, Oxford.
(11) Manin, Bernard, Los principios del Gobierno representativo. Alianza Editorial, Madrid, 1998.
(12) Deaton, Angus, El gran escape. Salud, riqueza y los orígenes de la desigualdad. Fondo de Cultura Económica, México DF, 2015.
(13) España 2050. Fundamentos y propuestas para una estrategia nacional de largo plazo, Ministerio de la Presidencia, Madrid, 2021.

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