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REVISTA110

ENSXXI Nº 114
MARZO - ABRIL 2024

Por: RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid


Rodrigo Tena es notario de Madrid. Ha sido profesor de Derecho Civil en la Universidad de Zaragoza y en la Universidad Complutense de Madrid, de Derecho Documental en la Universidad Rey Juan Carlos y de Ética Profesional en CUNEF. Es editor del blog Hay Derecho, patrono de la fundación del mismo nombre y de la Fundación Civio.
Ha publicado numerosas monografías y artículos jurídicos en revistas especializadas, además de colaboraciones periódicas en los diarios El País, El Mundo, ABC, Cinco Días, Expansión y en la revista Claves de Razón Práctica. Es coautor de los libros ¿Hay derecho? (Península 2014) y Contra el capitalismo clientelar (Península 2017), publicados bajo el seudónimo de Sansón Carrasco, y autor del ensayo Ocho minutos de arco. Ensayo sobre la importancia política de los arquetipos morales (Antonio Machado Libros, 2005). Su último libro es Huida de la responsabilidad (Deusto, 2024).

Algo más que instituciones
Aunque el ser humano es un animal de costumbres y la tendencia viene de muy lejos, es difícil no alarmarse por la presión a la que están siendo sometidas las instituciones claves del Estado Democrático de Derecho por la política actual, y no solo en España, sino a escala global. Términos otrora reservados a los especialistas han pasado a ser de uso común, como filibusterismo, constitutional hardball y lawfare. Con ellos se hace referencia a una determinada actitud del político profesional que busca utilizar las instituciones del Estado en su propio beneficio, apoyándose en su letra a costa de sacrificar su espíritu, normalmente orientado a intereses generales.
Pero no hace tanto tiempo lo que más nos preocupaba (y la verdad es que lo debería seguir haciendo) era el estado de la economía y de las finanzas sometida a presiones parecidas por parte de sus operadores, por idénticas razones, y cuyos efectos, también semejantes, denominamos con términos como sobreendeudamiento, crédito irresponsable, abuso de posición dominante, acuerdos colusorios, etc. También aquí el factor determinante descansaba en esa misma actitud de priorizar el interés particular por encima de cualquier otra consideración, sometiendo a las costuras del sistema a una permanente situación de estrés.
Además, semejante actitud no solo impacta en la manera de desempeñar la respectiva actividad profesional, ya sea política o empresarial, sino también en la de afrontar sus negativas consecuencias cuando estas se producen. En la política, la dimisión de un cargo, la renuncia a volver a presentarse a unas elecciones o la petición pública de disculpas por los fracasos es la excepción a la regla general. Mucho más habitual es aferrarse al puesto a cualquier precio, confundir la responsabilidad política con la penal o incluso invocar directamente el fraude electoral, como de manera insólita ha sucedido nada menos que en EEUU. En el ámbito financiero, el blindaje de bonus y beneficios personales frente a las pérdidas empresariales y el traslado de la responsabilidad al Estado (too big to fail) siguen siendo moneda corriente pese al trauma que supuso la crisis de 2008.

“Esos políticos y financieros que tanto nos gusta denostar bajo los epítetos de interesados, sinvergüenzas o sin escrúpulos, se comportan en su ámbito de actividad (caracterizado solo por su gran impacto mediático y social) exactamente igual que nosotros en el nuestro”

Todos estos efectos parecen contradecir un postulado básico de la modernidad que afirma que, siendo la naturaleza humana -egoísta- algo básicamente inmodificable, cabe reconducirla de una manera satisfactoria y positiva a través de un adecuado diseño institucional. Como afirmaba Kant, el problema del Estado tiene solución aun en un país de demonios, siempre que tengan sentido común. La cosa se circunscribe, entonces, en dar con el diseño adecuado, ya sea un mercado competitivo bien regulado o una estructura constitucional que sepa aprovechar en un sentido productivo la ambición personal de los que deben gestionarlo.
No cabe duda de que un adecuado diseño institucional es algo necesario para garantizar la libertad individual, evitar el abuso de poder y fomentar la prosperidad económica y social. Pero dejando aparte la dificultad que todo diseño implica -que no es poca cosa- la verdadera cuestión es saber si es suficiente. Porque la experiencia nos demuestra reiteradamente que algo más debe faltar en la salsa, en la medida en que arquitecturas constitucionales que en otro tiempo se elogiaban por su capacidad de encauzar la ambición y contener el abuso gracias a sus checks and balances, como la estadounidense, ahora se denuestan por inoperantes y necesitados de urgente reforma; dado que la reforma institucional, en definitiva, es nuestra única receta para intentar atajar estas disfunciones.
Es verdad que la idea de que se necesita algo más que diseño para que las cosas funcionen en la economía y en la política (y en la sociedad en general) tampoco ha desaparecido totalmente del discurso moderno. En el conocido trabajo de Juan Linz sobre la quiebra de las democracias, publicado en 1978, esta idea sobrevuela toda la obra, hasta que en un momento dado el autor la aterriza, afirmando que los modelos viables y menos peligrosos de derivar en la quiebra del sistema exigen partidos y líderes políticos dispuestos a sacrificar sus fines particulares, los intereses de muchos de sus partidarios y sus compromisos ideológicos, para conseguir estabilizar la situación y asegurar la supervivencia del sistema (1). Sin que el sacrificio, por cierto, tenga que ser excesivo, pues muchas veces lo único que se pide es actuar con lealtad a los teóricos principios del sistema, aunque efectivamente, tal cosa pueda resultar inconveniente en el corto plazo.
Pero lo que resulta más difícil es precisar con un poco de rigor el contenido de ese algo más y explicar las razones de su generalizada ausencia. Porque no se trata tanto de un tema de honestidad, al menos entendida en el sentido habitual del término, como de otra cosa. Al explicar la crisis de 2008, el que fue economista jefe del FMI y catedrático en Chicaco, Raghuram Rajan, insistía en que esos financieros que casi hicieron reventar el sistema eran en su mayor parte gente decente y seres humanos bondadosos que pretendían ejercitar su actividad de la manera más responsable posible. Simplemente hacían lo más sensato de acuerdo a los incentivos que tenían.
Esta idea quizás nos pone sobre la pista de una verdad un tanto incómoda, pero difícilmente discutible. Y es que esos políticos y financieros que tanto nos gusta denostar bajo los epítetos de interesados, sinvergüenzas o sin escrúpulos, simplemente se comportan en su ámbito de actividad (caracterizado solo por su gran impacto mediático y social) exactamente igual que nosotros en el nuestro. Al menos en el sentido de entender su responsabilidad profesional de la misma manera: respetando las normas y las reglas del sistema, lo que procede es actuar en el propio interés. Su única peculiaridad consiste en que, tratándose de entornos especialmente competitivos, la presión que sienten para estirar las normas hasta el límite e interpretarlas de la manera más conveniente para sus intereses es más elevada.

La responsabilidad orientada por signos
No hay que olvidar que una de las características más relevantes de la modernidad es haber simplificado las referencias vitales por medio del uso de signos que nos orientan ante la enorme complejidad de la vida moderna. Como afirmaba el mismo Rajan al analizar la conducta de esos financieros, “como su trabajo normalmente ofrece pocos pilares en los que apuntalar su moralidad, su brújula básica es la cantidad de dinero que ganan (…). Normalmente, los mecanismos de un mercado competitivo mantienen la búsqueda de beneficios en una vía que también garantiza una mejora del valor para la sociedad” (2).
Y exactamente lo mismo ocurre en el ámbito de la política, donde el signo lo constituye el triunfo electoral. Se entiende que, si los electores premian a un partido concediéndole el poder político, es porque una mayoría prefiere esa opción a cualquier otra, por lo que el triunfo de ese partido siempre producirá mayor utilidad social que la alternativa. Al igual que ocurre con el dinero en el caso del financiero, el triunfo electoral es la brújula que indica al político la dirección en la que debe encaminar su responsabilidad.
Somos conscientes de que el resultado muchas veces es malo, pero tendemos a considerar que más por un defecto de diseño que por otro motivo. Ya sea por una ley electoral que privilegia solo dos opciones, en el fondo muy parecidas, pero que al ser incompatibles obliga a pactar con sus extremos, o por un mercado mal regulado que genera incentivos perversos o posiciones monopolísticas, o por cualquier otro defecto que quepa imaginar.

“Una de las características más relevantes de la modernidad es haber simplificado las referencias vitales por medio del uso de signos que nos orientan ante la enorme complejidad de la vida moderna”

Esta forma de pensar revela, al fin y al cabo, una verdad evidente: y es que nosotros también, en nuestra vida profesional, personal y social, nos movemos por signos, variables en función de las circunstancias de cada uno, pero en el fondo muy parecidos, ya sea el dinero, la capacidad de consumo, la popularidad, el éxito profesional, el prestigio y el reconocimiento. El éxito recompensa el mérito y el mérito confiere sentido e identidad. Y cuando el éxito no aparece, entonces sucumbimos fácilmente a la tentación de sustituirlo por otros signos igualmente simples, normalmente ligados a la plantilla ideológica simplificadora de turno (MAGA o Woke) que busca retornar a un pasado idílico o adelantar un futuro igualmente beatífico.
En todos los casos este planteamiento conlleva una visión muy restrictiva de la responsabilidad, limitada a la satisfacción del propio interés, sin más determinante que la ley y la voluntad individual, y cuyo ámbito se limita al desempeño lo más eficiente posible de los requerimientos internos -generalmente formales- del correspondiente sistema en el que uno se desenvuelve, ya sea político, empresarial o profesional. Es cierto que en este ámbito la responsabilidad puede ser muy intensa, verdaderamente exigente, aunque lo habitual es que más para los que se encuentran en cierta posición de fragilidad. Porque el hecho de que la responsabilidad se dispare únicamente por la voluntad, con independencia de lo mediatizada que pueda estar por las circunstancias, coloca a los actores fuertes del sistema en una posición de ventaja a la hora de repartir y asignar responsabilidades, y somete a los eslabones más débiles a una fuerte presión.
Es verdad que este planteamiento simplificado de la responsabilidad es entendible por razones históricas muy claras, sin que, además, quepa negar que ha conllevado indudables beneficios. Es comprensible porque facilita orientarse en la complejidad gracias, precisamente, a que elimina de la ecuación al concepto justicia. Concepto no solo difícil de concretar, sino que, contaminado en muchas épocas de la historia por ideas religiosas o ideológicas excluyentes, ha generado más conflicto del que ha contribuido a evitar. Además, los beneficiosos efectos de este planteamiento no escapan a nadie, medido no solo en términos utilitaristas de crecimiento económico sino en valores morales y ganancia de libertad individual, al menos comparado con otros periodos históricos. El único problema es que, como dicen los propios financieros, rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras, y lo que nos ha llevado hasta aquí no tiene necesariamente que llevarnos más lejos o, al menos, con la misma comodidad. Más bien intuimos que los colosales retos globales que ya nos plantea el presente, desde el cambio climático a la inteligencia artificial, pasando por la presión migratoria y la amenaza nuclear, van a necesitar un planteamiento de la responsabilidad un tanto diferente, menos enfocado a los signos y más a realidades.

Replantear la responsabilidad
El reto consistiría en recuperar un concepto más objetivo de la responsabilidad, ligado a la justicia del caso, sin por ello tener que renunciar a las conquistas derivadas del subjetivismo moderno. Se trataría de analizar la realidad no solo bajo la lente de la ley y de los derechos individuales creados a su amparo e impulsados por el motor del interés individual, sino combinándola con la realidad objetiva y con las exigencias de la justicia. Este planteamiento tiene la virtualidad de modificar nuestra visión de la propia responsabilidad, cualquiera que sea nuestro ámbito de actividad, tanto en lo que se refiere a la forma de ejercerla personalmente como en la de resolver los conflictos que se nos plantean al desempeñarla.
Para ilustrar esa doble vertiente escojamos de nuevo el caso del político profesional. Una visión más objetiva a la hora de desempeñar su profesión le debería llevar a tomar en consideración los intereses generales del sistema como algo no necesariamente vinculado con los propios, lo que implicaría aceptar, como una responsabilidad inherente a su profesión, la necesidad de sacrificar estos últimos en ciertos casos. Por el mismo motivo, también le debería llevar a asumir su responsabilidad por fracasos respecto de los cuales no es directamente culpable ni cabe imputarle ningún reproche, ni moral ni legal, pero que quedan dentro del ámbito de su competencia, en cuanto la simple asunción del cargo conlleva el compromiso implícito de obtener un determinado resultado objetivo. Con semejante asunción de responsabilidad -una dimisión, por ejemplo- dignifica a la política como profesión y de esa manera ayuda a su partido, a sus ideas y a la propia legitimidad del sistema. Por otro lado, en lo que hace al desempeño de su función, una visión más objetiva le ayudaría también a resolver conflictos que, de otra manera, no tienen solución satisfactoria, especialmente cuando el reconocimiento de derechos subjetivos choca con otros intereses. Pensemos, a título de ejemplo, en el derivado de la participación de las mujeres trans en el deporte femenino y las situaciones de injusticia que tal cosa puede implicar para el resto de mujeres (3).

“El reto consistiría en recuperar un concepto más objetivo de la responsabilidad, ligado a la justicia del caso, sin por ello tener que renunciar a las conquistas derivadas del subjetivismo moderno”

El grave inconveniente de buscar este tipo de equilibrios entre consideraciones objetivas y subjetivas es que implica excluir de partida las recetas simples y los signos elementales a los que estamos tan acostumbrados, pues obliga a ponderar las circunstancias concurrentes en cada caso. Lo que en uno puede resultar procedente -una dimisión o permitir a las mujeres trans participar en una determinada especialidad deportiva- puede no serlo en otro semejante, pero no idéntico. Perseguir este difícil equilibrio fue el gran intento de la segunda escolástica española, entre ellos de Domingo de Soto, el gran discípulo de Vitoria. Como afirma Annabel Brett, “el gran logro de Soto es defender simultáneamente el derecho de la comunidad y el derecho del individuo dentro de ella” (4), en un compromiso coherente entre la primacía de la ciudad clásica y la primacía del individuo moderno. Pero tal cosa exige dedicación y esfuerzo alejado de prejuicios; en definitiva, retórica en el mejor sentido de la palabra (ver las cosas por todos los lados, como decía Vico) algo mucho menos tentador y rentable para el político moderno que la retórica entendida en el mal sentido, ligada a las emociones más primarias del electorado.
Por eso, recuperar un concepto más atinado de la responsabilidad es tarea común, no solo de los políticos y empresarios, sino también de nosotros, sus clientes. De hecho, se trata de una tarea en la que la colaboración solidaria de todos resulta imprescindible, pero especialmente en el caso del ciudadano, en su múltiple condición de elector, consumidor, trabajador, profesional, integrante de una familia, de una comunidad de vecinos, de una asociación, de un club, etc. No consiste solo en premiar con nuestras elecciones a los políticos y empresarios que consideramos menos irresponsables para incentivarles en la buena dirección, sino especialmente en tener más presente en nuestra actividad personal y profesional los resultados concretos de nuestras acciones, y menos los signos habituales. Para ello es necesario desarrollar un mayor respeto por la verdad y, a través de ella, por la justicia.
Al fin y al cabo, es muy difícil avanzar hacia una práctica más ambiciosa de la responsabilidad sin reconocer la existencia de ciertos órdenes objetivos, por muy variables y plurales que sean, que nos demandan la respuesta que las circunstancias exigen en cada caso. La finalidad fundamental de la responsabilidad es defender el orden amenazado y restaurar el roto, y la primera misión del responsable pasa por identificar en cada circunstancia de la vida el orden o los órdenes que en cada caso están en juego. El respeto por la verdad se convierte, en consecuencia, en la piedra angular sobre la que replantear nuestra responsabilidad, y el decírnosla primero a nosotros mismos (a veces lo más difícil) y luego al poder (la famosa parrhesia de los clásicos), en su contenido más valioso.

TENA RODRIGO ILUSTRACION

(1) J. Linz, La quiebra de las democracias, Alianza, 2021, p. 258.
(2) R. G. Rajan, Grietas del sistema, Deusto, Barcelona, 2011, pp. 160 y ss.
(3) Véase a este respecto, J. Agudo González, “El dilema del deporte trans: competición justa o derechos humanos”.
(4) A.S. Brett, Liberty, Right and Nature, Cambridge, 1997, p. 164.

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