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Cláusulas suelo

Cuando parece que este tortuoso caso de las cláusulas suelo enfila su recta final (al menos desde el punto de vista teórico y sin perjuicio de que sus perniciosos efectos tarden en desaparecer), pensamos que no está de más reflexionar sobre lo que podemos aprender de él.
La primera lección es que cuando las quejas legítimas no se atienden debidamente, la presión acumulada es susceptible de escapar por el lugar más insospechado, con daños colaterales para todos. El que le tocase la china a las cláusulas suelo no deja de ser paradójico, pues se trata seguramente de una de las condiciones financieras del préstamo más sencillas de comprender y que, por afectar además a su núcleo esencial (el precio), atraía una atención inevitable, por una parte, y, por otra, quedaba sujeta al libre influjo de la oferta y la demanda. Pero desde el momento en que la injusticia de ciertos comportamientos bancarios no encontró debida respuesta del legislador, se creó un caldo de cultivo propicio a buscar soluciones a todos los problemas, reales o ficticios, por vías no adecuadas para ello.
La segunda lección es que los jueces suelen ser pésimos legisladores. No cuentan ni con la legitimación, ni con la capacidad, ni con los instrumentos necesarios para cumplir dicha misión. En base a una demanda inicial que solo planteaba la desproporción entre el suelo y el techo, el Tribunal Supremo casó una razonable sentencia de la Audiencia para, en base a argumentos no debatidos en ninguna instancia, inventarse una doctrina sobre la “comprensibilidad real” de las cláusulas suelo que exigía comportamientos no requeridos en ninguna normativa bancaria, pero compensando el exceso cometido con una interpretación de los efectos de la nulidad contraria al Derecho vigente. Una interpretación que no solo causaba inseguridad y desconcierto, sino que lógicamente no podía durar mucho.

"El prestatario debe tener oportunidad temporal de utilizar la competencia propia del mercado a su favor. Hoy carece de ella"

La tercera lección es que no le podemos pedir al Tribunal de Justicia de la Unión Europea cosas para las que no ha sido diseñado. Nuestra propia incuria y torpeza ha venido a colocar al Tribunal como un caballero blanco dispuesto a resolver todos los entuertos, como si de una cuarta instancia nacional se tratase (en realidad quinta, aunque la propensión del Tribunal Constitucional a quitarse de en medio cualquier amparo que no permita el lucimiento nos lleva a no tenerle en cuenta). El resultado no deja de ser un tanto perturbador. Sin poder entrar más que en el tema de los efectos de la nulidad, el TJUE se ha visto obligado a forzar la literalidad de los tratados para ofrecer la solución que el Derecho español debería haber encontrado por sí solo.
La cuarta lección es que delegar la responsabilidad en medidas cosméticas de cara a la galería no soluciona nada. El recurso del legislador frente a los argumentos del Tribunal Supremo fue imponer en las escrituras una expresión manuscrita por parte de los prestatarios. La inane medida no solo supuso un retroceso de mil años en la evolución de la técnica jurídica, sino que llevada al extremo por un órgano supuestamente tan cualificado como la Dirección General (para los poderes o para los intereses negativos) no ha provocado más que vergüenza y sonrojo para cualquier jurista digno de este nombre.
La quinta lección es que cuando se pretende hacer justicia con renglones torcidos, lo primero casi nunca llega y lo segundo permanece. No solo se han generado incentivos perversos de todo tipo, castigando por igual comportamientos muy distintos, sino que la doctrina sentada por la sentencia del Tribunal Supremo amenaza con extenderse a cualquier cláusula -incluida la previsión legal de la responsabilidad universal- y destruir así un instrumento tan fundamental para el desarrollo del país como el crédito hipotecario.
Y la última lección es que si queremos afrontar de verdad el problema de fondo, debemos abandonar lo cosmético y los subterfugios y acudir a lo sustancial. Por supuesto por vía legislativa, que es como deben hacerse estas cosas. El prestatario debe tener un conocimiento cabal de las condiciones del préstamo con anterioridad al momento de la firma, instante en el que ya no tiene capacidad de reacción. Ello exige que el derecho a consultar al notario con antelación tenga carácter irrenunciable, y se le dé además un cauce procedimental adecuado, para no convertirlo en una mera carga formal. En un sistema de economía de mercado en el que las cosas valen lo que las partes quieren, el proceso formativo de la voluntad es fundamental. El prestatario debe tener oportunidad temporal de utilizar la competencia propia del mercado a su favor. Hoy carece de ella.

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