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Por: RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ
Periodista de El Confidencial
Su último libro es 1968. El nacimiento de un mundo nuevo


CONGRESO NOTARIAL 2020

En 2017 se produjo uno de tantos fenómenos virales. En esta ocasión, con un matiz generacional. Bernard Salt, un próspero hombre de negocios sesentón y colaborador del periódico The Australian, escribió una columna en la que le recriminaba a los milenials -los nacidos aproximadamente entre mediados de los ochenta y mediados de los noventa- que gastaran pequeñas fortunas en tostadas con aguacate y en carísimos cafés con leche en locales hípster. Si en lugar de llevar esa vida despreocupada y manirrota ahorraran un poco, decía, podrían comprarse una casa y dejar de quejarse de lo complicada que era su vida.

El artículo despertó una enorme controversia. Salt afirmó que, en realidad, era una parodia de las opiniones conservadoras que muchos hombres de su edad expresaban ante la forma de vida de los jóvenes. Pero éstos no lo interpretaron así, sino como una muestra más de la ceguera que impedía entender, a los hombres de clase media y cierta edad, hasta qué punto se lo habían puesto difícil a su generación para tener una carrera laboral sólida y, con ello, convertirse en propietarios. Al menos uno se lo tomó con humor: “He dejado de comer aguacates y… ¡ahora tengo un castillo!”.
El reproche de los jóvenes a los mayores, a los que responsabilizan del arduo legado que han recibido, no es algo particularmente novedoso. Lo cual no significa que no esté justificado. Por lo menos desde los años sesenta, las sociedades ricas han aceptado que las protestas juveniles contra el mundo de los adultos tienen cierta utilidad. “Cada generación ve el mundo como algo nuevo”, escribe Tony Judt en su monumental libro Posguerra. Esto implica que cada generación tiene el encargo implícito de transformar el mundo a su imagen y de acuerdo con sus intereses. O, al menos, de intentarlo.
Los nacidos en los años cuarenta, que fueron los jóvenes de los sesenta, quisieron “romper con la época de sus abuelos”, “la gerontocracia” de hombres como Adenauer, De Gaulle, Macmillan y Franco. Aunque el caso español fue distinto por tratarse de una dictadura, en el resto de Occidente intentaron esa ruptura con métodos extraños: la música pop, la filosofía hippy, una particular reinterpretación del marxismo y, en última instancia, un intuitivo dominio de las nuevas formas de comunicación de la época, en especial la televisión, y todo lo asociado a la música.

“Cada generación tiene el encargo implícito de transformar el mundo a su imagen y de acuerdo con sus intereses. O, al menos, de intentarlo”

Si la revolución de los años sesenta puso énfasis en una mezcla de hedonismo, liberación del trabajo y abandono de la rigidez burguesa, para muchos milenials y miembros ya de la generación posterior, nacida en el cambio de siglo, la gran amenaza que se cierne sobre su existencia son, básicamente, el cambio climático y la desigualdad. Por un lado, la posibilidad de que las condiciones de vida en buena parte del planeta impidan que el desarrollo de la vida sea viable; por el otro, unas condiciones económicas que dificultan mucho la incorporación al mundo laboral y el abandono de un estado prolongado de precariedad e incertidumbre; algo que afecta aún más a las mujeres. Estos jóvenes operan en un mundo transformado por las redes sociales, que dominan de manera casi natural, y en algunos casos ya han alcanzado la celebridad mediática -de Greta Thunberg, la adolescente luchadora contra el cambio climático, a Alexandria Ocasio Cortez, la congresista más joven de la historia de Estados Unidos- o, al menos, una influencia generalizada. Sus preocupaciones, de alcance universal, han llegado con rapidez al centro de la agenda política. La paradoja es que la generación contra la que ahora claman, la que según ellos les deja un mundo calamitoso y sin futuro, es la misma que, tras intentar cambiar el mundo en los años sesenta, se conformó con hacerse con el poder político, económico y cultural y lo ha detentado hasta hace muy poco, o aún lo sigue haciendo.
El mundo que nos lega esa generación de hombres y mujeres nacidos alrededor de la década de los cuarenta es ligeramente contradictorio, por decirlo de manera prudente. En su juventud, experimentaron el periodo de crecimiento más sostenido y fuerte del último siglo, los llamados “treinta años gloriosos”, que abarcan desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo de principios de los años setenta. En el transcurso de su vida, la democracia se ha extendido en el mundo más que en cualquier otra época; según Idea, una fundación sueca que apoya los procesos democráticos, en 1975 se escogían mediante elecciones libres los gobiernos de 46 países (un 30% del total); ese número ha crecido hasta 132 (un 68%) en 2016 (1). El desarrollo del confort material -de la electricidad doméstica y el agua corriente a la lavadora o el microondas- fue incluyente y tuvo lugar a un ritmo inédito. La esperanza de vida en el mundo pasó de 52 años en 1960 a 72 años en 2017, según datos del Banco Mundial (2). Estas décadas supusieron además una progresiva liberalización de las costumbres sexuales, religiosas y políticas en Occidente, una relajación de la censura en buena parte del mundo, la caída del Muro de Berlín y el fin de la pesadilla comunista en Europa, la creación de la actual Unión Europea y la disminución de las muertes violentas debido a que, según Steven Pinker, vivimos en la era más pacífica de la historia de nuestra especie.

“Para muchos milenials y miembros ya de la generación posterior, nacida en el cambio de siglo, la gran amenaza que se cierne sobre su existencia son, básicamente, el cambio climático y la desigualdad”

En España, es particularmente evidente que, a pesar de los problemas a los que nos enfrentamos actualmente, el mundo heredado por nosotros es mejor que el que recibieron nuestros padres. Después de décadas de falta de libertades y de estar al margen de la modernidad europea, en los años setenta y ochenta el país hizo una transición política razonable y modernizó el periodismo y la cultura. Hoy, es una democracia cuyos estándares la sitúan entre las más desarrolladas, que se sumó al grupo de los países fundadores del euro porque logró, con un enorme esfuerzo, cumplir los requisitos que la convertían en una de las economías más ricas del mundo, y que por fin se deshizo de grupos terroristas propios. Buena parte de quienes hicieron esto posible pertenecían a la generación nacida después de la posguerra; sería absurdo que quienes nos hemos beneficiado de este legado no les mostráramos un gran agradecimiento.
Pero, como siempre, hay otro lado de la historia. La cuenta muy bien el periodista estadounidense David Wallace-Wells en El planeta inhóspito. La vida después del calentamiento, recién publicado en la editorial Debate. En él, narra la historia de su madre y la relación íntima entre el creciente bienestar que ha disfrutado su generación y la formación de una catástrofe medioambiental potencial: “nacida en 1945, hija de judíos alemanes que huían de las chimeneas en las que incineraron a sus familiares, ahora disfruta su septuagésimo tercer año en el paraíso del confort estadounidense, un paraíso sustentado por las fábricas de un mundo en vías de desarrollo que, también en el transcurso de una vida humana y gracias a la producción de bienes, ha ascendido a la clase media global, con todas las tentaciones de consumo y todos los privilegios de combustibles fósiles que ese ascenso conlleva: electricidad, coches privados, viajes en avión”. Todo eso es magnífico. Pero en las mismas décadas en que consumíamos petróleo sin pensarlo dos veces, algunos científicos empezaron a dar “públicamente la voz de alarma sobre el cambio climático” y ahora existen razones de sobra para pensar que a finales de este siglo algunas zonas del planeta serán inhabitables para los humanos. “Regiones enteras de África, Australia y Estados Unidos, y partes de América Latina al norte de la Patagonia, y de Asia al sur de Siberia se volverán inhabitables debido al calor directo, la desertificación y las inundaciones”. Y “si el planeta se llevó al borde de la catástrofe climática en el transcurso de una sola generación, la responsabilidad de evitarla recae también sobre una única generación. Y todos sabemos qué generación es esa: la nuestra” (3). La tarea es imponente.

“Los políticos saben que para llegar al poder y mantenerse en él dependen del grupo de edad que requiere más gasto y pueden ignorar a quienes deberían estar empezando a costearlo”

El libro de Wallace-Wells ha sido un gran éxito en Estados Unidos, pero también se le ha acusado de sensacionalista por su catastrofismo y, al mismo tiempo, criticado por su convencimiento de que la tecnología puede ayudarnos a solventar el calentamiento global. Una parte de la derecha -sin duda el Partido Republicano estadounidense y sus numerosos imitadores en Europa- ha decidido convertir el clima en un asunto más de la guerra cultural que les sirve para atacar a enemigos reales o imaginarios, cohesionar sus filas con un argumentario que desprecia el conocimiento científico y salvaguardar un buen puñado de intereses. Naturalmente, parte de la izquierda ha entrado al trapo en esa guerra de la manera que la derecha deseaba: vinculando las soluciones al cambio climático -algo muy deseable- con el fin del capitalismo -algo inviable políticamente-. Como ha escrito Manuel Arias Maldonado, autor de un sensatísimo libro sobre el tema, Antropoceno, no deberíamos hacer de esto “la materia de otra guerra cultural”. Pero ya estamos de pleno en ella: tal vez nos hallamos ante la mayor amenaza para el ser humano en milenios, y nos encuentra divididos y pensando en ganar las próximas elecciones o la última discusión en Facebook.
Como sucede tantas veces, la herencia que nos dejan nuestros padres se convierte en un tema de conversación para el resto de nuestra vida. Y quizá, en este momento, su mayor legado sea el calentamiento global. Pero como afirma Arias Maldonado, sería un error hacer un juicio moral a nuestros padres por ello. Tiene razón, pero el hecho es que esa es su herencia.
Pero no es la única. Hay otro legado que quizá no ponga en riesgo la supervivencia de la especie, pero sí la posibilidad de que en las próximas décadas nuestras economías sean tan prósperas como lo fueron en los años previos a la gran crisis financiera: la deuda o, más concretamente, cómo en los países ricos la economía y la política actuales se centran mucho más en el bienestar de los mayores que en el futuro de las próximas generaciones.
En Japón, la deuda pública es el 237,5% del PIB; en Grecia, el 174,2%; en Italia, el 133,4%; en Estados Unidos, el 106,7%; en Francia, el 99,2% y en España, el 96% (4). Se trata de cifras que apenas tienen precedentes en tiempos de paz (en España, la media entre 1980 y 2018 fue del 55,61%). El problema, sin embargo, no es solo la enorme deuda que tendremos que devolver y refinanciar durante el resto de nuestras vidas adultas, previsiblemente con sueldos más bajos o, al menos, con una mayor desigualdad en los ingresos.

“En algún momento de los diez años transcurridos entre la crisis financiera y la actualidad, se rompió la promesa de que cada generación podría vivir mejor que la anterior, con mayores bienestar y libertad”

Como cuenta Joseph Sternberg, un periodista del Wall Street Journal, en su libro The Theft of a Decade: How the Baby Boomers Stole the Millenials’ Economic Future [El robo de una década: cómo la generación de los baby boomers robó el futuro económico de los milenials], “muchos países de la Europa continental tienen políticas laborales que convierten a los trabajadores jóvenes en quienes absorben los shocks en cada recesión. En el mercado inmobiliario de Reino Unido, las distorsiones de las políticas monetarias son tan grandes y el retraso en la construcción tan grave que puede que la situación no se arregle antes de que los milenials se adentren en la mediana edad. En la actualidad el presupuesto de Berlín está equilibrado, pero las perspectivas demográficas de Alemania son tan malas que sus jóvenes se enfrentarán a impuestos terroríficos para pagar las prestaciones por vejez de sus padres. Y esto por no mencionar Japón, cuyos retos demográficos y económicos son famosos por su complejidad, y quizá imposibles de solventar” (5). Una década después del estallido de la crisis, en buena parte de Occidente las perspectivas de los jóvenes son desoladoras; su capacidad de elección se ha reducido, como también lo han hecho sus primeros ingresos en comparación con las generaciones previas. En todas partes esta situación responde a muchos factores que convergen en uno: los mayores votan en masa; los jóvenes, por lo general, lo hacen mucho menos. Eso significa que los políticos saben que para llegar al poder y mantenerse en él dependen del grupo de edad que requiere más gasto y pueden ignorar a quienes deberían estar empezando a costearlo.
Para las generaciones jóvenes, la queja es el primer paso para adaptar el mundo a sus ideas e intereses aunque, precisamente por su juventud, en muchos casos no tengan claro aún cuáles son. No hay nada raro en eso y, si bien en ocasiones resulta irritante, es positivo. Los milenials no son tan distintos de las generaciones previas. Sus quejas tienen algo de ritual, pero también bastante razón. Hay motivos para pensar que, en muchos sentidos, su vida será menos cómoda que la de quienes nacimos antes que ellos. Y razones para creer que la amenaza climática es muy seria, y que desaparecerán, al menos en parte, las dinámicas económicas que permitieron que durante décadas existiera una movilidad social ascendente y los niveles de desigualdad no se dispararan hasta extremos peligrosos. En algún momento de los diez años transcurridos entre la crisis financiera y la actualidad, se rompió la promesa de que cada generación podría vivir mejor que la anterior, con mayores bienestar y libertad. Es una promesa difícil de recomponer ahora. Pero quienes estamos en la mitad del camino de nuestra vida no deberíamos dejar de intentar hacerla viable otra vez.

(1) https://www.idea.int/gsod/files/IDEA-GSOD-2017-CHAPTER-1-EN.pdf
(2) https://data.worldbank.org/indicator/sp.dyn.le00.in
(3) Wallace-Wells, El planeta inhóspito. La vida después del calentamiento, p. 16.
(4) Datos del World Economic Outlook de abril del 2019 del Fondo Monetario Internacional.
(5) Entrevista con The Economist, https://www.economist.com/open-future/2019/07/10/smashed-like-avocados-how-young-people-are-treated-by-their-elders

Palabras clave: Generaciones, Milenials, Cambio climático, Desigualdad.

Keywords: Generations, Millennials, Climate change, Inequality.

Resumen

Para las generaciones jóvenes, la queja es el primer paso para adaptar el mundo a sus ideas e intereses aunque, precisamente por su juventud, en muchos casos no tengan claro aún cuáles son. No hay nada raro en eso y, si bien en ocasiones resulta irritante, es positivo. Los milenials no son tan distintos de las generaciones previas. Sus quejas tienen algo de ritual, pero también bastante razón. Los jóvenes parecen estar particularmente preocupados por el cambio climático y por el efecto de unas políticas económicas que protegen a los mayores pero no a ellos. En algún momento de los diez años transcurridos entre la crisis financiera y la actualidad, se rompió la promesa de que cada generación podría vivir mejor que la anterior, con mayores bienestar y libertad. Es una promesa difícil de recomponer ahora. Pero no deberíamos dejar de intentar hacerla viable otra vez.

Abstract

For young people, complaining is the first step towards shaping the world to adapt to their ideas and interests, although precisely because of their youth, in many cases they are not yet clear about what those ideas and interests are. There is nothing unusual about that, and although it is sometimes irritating, it is positive. The millennials are no different from previous generations. There is something ritualistic in their complaints, but they are also quite justified. Young people seem to be particularly concerned about climate change and the effects of economic policies that provide protection for older people but for not them. The promise that each generation could live better than the previous one, with greater well-being and freedom, has been broken at some point in the ten years since the financial crisis. It is a promise that is difficult to re-establish now. However, that should not stop us from trying to make it viable again.

 

 

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