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REVISTA110

ENSXXI Nº 121
MAYO - JUNIO 2025

Por: JUAN ÁLVAREZ-SALA WALTHER
Notario de Madrid


El fraude de ley como categoría dogmática abstracta de proyección general en el ordenamiento jurídico sólo asoma tardíamente, ya entrado el siglo XX, de la mano de algún pandectista rezagado, como un mecanismo para asegurar la ineficacia del acto acorde a la letra de la norma, pero contrario a su espíritu, mediante la equiparación del fraude ley a su contravención, bajo la misma sanción de nulidad (proclamada en el primigenio art. 4 de nuestro Código Civil). Por el contrario, no se ofrecía ningún remedio frente a la burla o la defraudación de las normas de contenido positivo, para cuya aplicación se precisaría partir, no de la nulidad del acto, sino, a la inversa, de su validez, pero con sujeción a la propia norma defraudada, a fin de conseguir, de algún modo, la aplicación de la norma al acto. El fraus legis no como mecanismo anulatorio sino como mecanismo corrector dirigido a garantizar el sometimiento del acto a la ley, más próximo a la analogía que a la nulidad, quedaba fuera del alcance del antiguo artículo 4.

Un ejemplo paradigmático, en este sentido, lo proporcionaría el fraude fiscal (el fraus fisci), frente a cuya ilicitud lo que, en realidad, le interesa a Hacienda no es la anulación del acto fraudulento de resultado equivalente al hecho objeto de tributo, sino cobrar el impuesto, como quería la Ley General Tributaria de 1963, al extender la obligación tributaria a cualquier supuesto de resultado equivalente a un hecho imponible. En el ámbito civil, los embates del fraude se cebaron también especialmente (en esa época anterior a la reforma del Título Preliminar) en el ámbito de los arrendamientos urbanos en torno a la elusión del retracto arrendaticio o de la prórroga forzosa con los arrendamientos de temporada o el subarriendo simulado. El texto refundido de la Ley de Arrendamientos Urbanos del año 64 vino, por ello, a proclamar así (en su famoso art. 9) la proscripción genérica del fraude de ley, invocándolo junto a “un abigarrado desfile de figuras afines”, como el abuso de derecho o su ejercicio anormal en contra de la buena fe.

“El fraus legis no como mecanismo anulatorio, sino como mecanismo corrector dirigido a garantizar el sometimiento del acto a la ley, más próximo a la analogía que a la nulidad, quedaba fuera del alcance del antiguo artículo 4 del Código Civil, hasta que se regula por primera vez en la reforma del Título Preliminar de 1974”

Ante la insuficiencia del antiguo artículo 4 del Código Civil para atajar el fraude por su tipología tan variada, se quiso construir entonces dogmáticamente una teoría general del fraude de ley como categoría unitaria, pero de formulación abierta que, más allá de su encasillamiento dentro de la nulidad como único remedio, sirviera de mecanismo corrector frente a la versatilidad de los artilugios del fraude y su casuismo proteiforme.
Ese intento de construir dogmáticamente el fraude de ley como una categoría autónoma se aborda por primera vez, probablemente, en nuestra doctrina patria, por Don Federico, en su Derecho Civil de España publicado en 1944, dentro del ámbito del Derecho Civil pero con materiales del Derecho Internacional Privado, a partir de la denominada teoría de la doble ley, quizá por su experiencia internacionalista durante su etapa de asesor en el Ministerio de Asuntos Exteriores, algunos años antes de su nombramiento como Juez de la Corte Internacional de Justicia de La Haya.
Por eso, cuando se acomete la reforma del Título Preliminar del Código Civil en 1974, el fraude de ley asoma en dos lugares distintos de su articulado, el apartado 4º del artículo 6, dentro del capítulo referente a la “Eficacia general de las normas jurídicas”, y el apartado 4º del artículo 12, dentro del capítulo referente a las “Normas de derecho internacional privado”, en cuya disciplina, en realidad, es donde se había forjado históricamente.
La regulación del fraude como mecanismo corrector de la eficacia de las normas jurídicas debía recogerse en un texto, según mandaba la Ley de Bases del Título Preliminar, “fiel al sentido de nuestra doctrina y nuestra jurisprudencia”, de modo que la redacción del apartado 4º del artículo 6, al ser fruto necesariamente de ese eclecticismo doctrinal, queda, al final, como un texto que peca, por eso mismo, de cierta ambigüedad -como ya advirtiera, entre sus primeros comentaristas, nuestro Maestro Don Luis Díez-Picazo-. Nos encontramos así con un precepto que no se decanta suficientemente frente al dilema entre una visión subjetivista del fraude definido por la intención o el propósito indefectible de una maquinación insidiosa (el consilium fraudis) o, por el contrario, una visión objetivista del fraude como resultado (por el eventus damni), independientemente de la intención. Se habla así, sin prejuzgar ninguna posición interpretativa, de “los actos que persigan un resultado” y de “la norma que se hubiere tratado de eludir”, a la vez que de un “resultado prohibido por el ordenamiento o contrario a él”, con lo cual no queda claro si lo determinante es el resultado al que se llega o el ánimo en perseguirlo.

“A diferencia del juez, a quien incumbe desmontar el fraude cuando ya se ha producido y se enfrenta a él a posteriori, el notario tiene más bien que adivinarlo cuando aún está todavía en proceso de gestación y anticiparse a él”

Tampoco lo está si se sigue o se deja de seguir la teoría internacionalista de la doble norma, pues aunque se alude a “los actos realizados al amparo del texto de una norma” (que es la de cobertura) y a “la debida aplicación de la norma que se hubiere tratado de eludir” (que es la defraudada), sin embargo, el fraude de ley puede desbordar también ese binomio, al abrirse su proyección en una dirección pluralista, comprensiva (como expresa el propio artículo) de cualquier “resultado prohibido por el ordenamiento jurídico, o contrario a él”, considerado el ordenamiento en su conjunto, sin que el fraude de ley tenga por qué “cabalgar necesariamente entre dos normas”.
Pero, al final de todo, lo que menos claro queda es la solución, pues lo que la norma no dice es cómo resolver el encaje del acto o del conjunto de actos fraudulentos dentro del ordenamiento jurídico, aplicando, cómo y con qué alcance, en cada caso, una norma en sustitución de otra, habida cuenta de que lo defraudado puede ser también (de acuerdo con la dirección pluralista ensayada premonitoriamente por Rodríguez Adrados) no sólo una norma, sino incluso cualquier principio general del Derecho o una regla consuetudinaria o jurisprudencial, o meramente administrativa. La solución aplicable va a depender así, en el fondo, de lo que el juez decida en cada caso, a su prudente arbitrio, con una amplia discrecionalidad judicial, sin que la teoría del fraude de ley tenga quizá (como denuncian algunas voces críticas) más sustancia dogmática que la de servir mediante una proclamación retórica de argumento legal al juez para resolver en equidad, como una manifestación más de la denominada “creación judicial del Derecho”.
En todo caso, el juez se enfrenta al fraude de ley siempre “a toro pasado”, cuando ya se ha producido, enjuiciando la cadena fraudatoria una vez que se han completado todos sus eslabones. Más aventurado es precaver el fraude e impedirlo preventivamente, cuando su desenlace todavía no se ha consumado. Ese control preventivo del fraude es la misión que compete a los notarios. A diferencia del juez, a quien incumbe desmontar el fraude cuando ya se ha producido y se enfrenta a él a posteriori, el notario tiene más bien que adivinarlo cuando aún está todavía en proceso de gestación y anticiparse a él, pero ese control a priori o preventivo, de definirse el fraude (conforme a una visión objetivista) no por su intención, sino por el resultado, resulta casi un oxímoron.
Sin embargo, la lucha preventiva contra el fraude ha sido una demanda social que no ha hecho más que crecer durante estas últimas décadas, frente a la que el notariado no podía ponerse de perfil. Una tarea muy difícil, muy costosa (burocráticamente) y muy polémica en el seno de la propia corporación notarial. Pero no afrontar ese reto hubiera significado para el Notariado un riesgo reputacional inasumible. La primera batalla contra la economía sumergida y el dinero negro pasaba por la actualización del valor de las transacciones en las escrituras públicas, que los precios escriturados reflejaran los de mercado, sobre todo, en las operaciones inmobiliarias, algo que parece hoy de Perogrullo, pero que exigió históricamente un gran esfuerzo en la adaptación de los valores escriturados a los valores reales y fue el objetivo primordial de la famosa Ley de Tasas de 1989.

“El Índice Único se ha convertido en la herramienta clave de la prevención frente al blanqueo de capitales y el fraude fiscal”

El paso definitivo lo va a dar la llamada “Ley Antifraude” de 2006, que modifica la redacción del artículo 24 de la Ley del Notariado, imponiendo a los notarios el deber de “velar por la regularidad no sólo formal sino material de los actos o negocios jurídicos”, con la obligación además, como requisito inexcusable, de incorporar o controlar en las escrituras notariales los medios de pago mediante el resguardo de las transferencias bancarias, o a consignar los importes abonados y la respectiva titularidad de las cuentas de cargo y abono, inadmitiendo los pagos en metálico o con pagarés, cheques o talones al portador, o los pagos simplemente confesados recibidos. Con ello se obliga al notario a controlar el flujo del dinero (follow the money) imponiendo a los notarios el deber “de velar por la regularidad no sólo formal sino material de los actos o negocios jurídicos”, bajo “un deber especial de colaboración con las autoridades judiciales y administrativas”.
Ese deber obliga a los notarios a un control causal de los instrumentos públicos, que entre unas escrituras y otras no se altere artificialmente el precio de las cosas, que no se enmascare, perdiéndole el rastro, la verdadera subjetividad actuante con un tropel de sociedades pantalla (de acuerdo con el viejo brocardo canónico de que entia non sunt multiplicanda) y a arrimar el hombro en la lucha contra el fraude de ley, sobre todo, ante una de sus modalidades más execrables, que constituye hoy una de las mayores lacras sociales en una economía globalizada, como es el blanqueo de capitales, caracterizado también por su polimorfismo y su pluriofensividad.
Para este fin, la Ley “Antifraude” de 2006 proporcionó a los notarios en la lucha contra el fraude una herramienta formidable, que ha supuesto la revolución tecnológica del Notariado: el Índice Único, que es una base central de datos automatizada, a cargo del Consejo General del Notariado, integrada por los datos extraídos de los documentos públicos notariales a partir de los índices periódicos que remitimos los notarios a nuestros respectivos Colegios y éstos, a su vez, al Consejo Superior, para formar ese “Índice de Índices”, que es el Índice Único Informatizado, el “Big Data” notarial.
Su utilidad incalculable suscitó de inmediato, por la versatilidad de sus aplicaciones extracorporativas, el interés general de los poderes públicos, los Tribunales, la Policía y, sobre todo, de Hacienda, que es de donde arrancaba, precisamente, la Ley Antifraude de 2006. Con su respaldo, el Índice Único pasó a tener plena cobertura legal. Un espaldarazo que algunos notarios temieron que pudiera convertirse en el abrazo del oso.
Y es que el Índice Único, más que por su burocratismo (que también) y su enorme coste económico y laboral (nada desdeñables, desde luego), suscitó muy pronto entre los propios notarios una encendida polémica, por el difícil equilibrio entre el carácter confidencial y público del protocolo y la vía indirecta de accesibilidad al mismo abierta a través de la información transferida al Índice Único.

“El control preventivo de legalidad, entendido como una acción no sólo individual, sino también colectiva, de los notarios, a través de la interoperatividad de sus funciones, se ha intensificado tras la introducción del protocolo electrónico por la reciente Ley de 2023 sobre ‘digitalización de las actuaciones notariales’”

La confidencialidad del asesoramiento del notario y todo lo que conforma o rodea la etiología del documento notarial debe quedar bajo su secreto profesional, pero, una vez otorgado el documento público, cuando se trata de un acto o contrato de eficacia inter vivos oponible frente a terceros que se incorpora a un documento público como título de legitimación y circulación en el tráfico jurídico, su contenido esencial, al hacerse público con esa finalidad, deja por eso mismo ya de ser privado. En este sentido, el notario es un guardián de la privacidad, pero es también un agente de la transparencia. Cuando se acude a una notaría y se otorga una escritura pública, lo que motiva su otorgamiento e interesa en esos casos, por encima de la confidencialidad, puede ser, al contrario, hacer público lo privado, por los privilegios legales inherentes al instrumento público, como forma de prueba privilegiada en el proceso, por su oponibilidad extrajudicial frente a terceros, su ejecutoriedad, su prelación crediticia extraconcursal, su efecto traditorio en la transmisión del dominio o su inscribilidad en los registros públicos. Por eso, al hacerse público lo privado en la escritura como título inscribible (conforme al art. 3 Ley Hipotecaria), su inscripción en el registro no supone una cesión de datos inconsentida, aunque se reflejen en el asiento los datos personales de los otorgantes que no han solicitado la inscripción, pues el acto inscribible se ha hecho público ya (en el documento notarial) antes de ser inscrito, siendo coincidente la finalidad del asiento y la del título inscribible en cuanto al tratamiento de los datos que incorporan.
Pero los privilegios o ventajas que la ley atribuye al instrumento público tienen también su contrapartida, sobre todo, la contrapartida que supone la pérdida de confidencialidad, pues frente a la tercivalencia del instrumento público (conforme al art. 1258 CC) se contrapone su correlativa cognoscibilidad o utilizabilidad por los terceros a quienes les es oponible (Hacienda incluida).
El sacrificio de la confidencialidad dentro del tráfico jurídico inter vivos es una consecuencia que va implícita en el consentimiento de la escritura, salvo en cuanto a la parte de su contenido que sea ajena a esa finalidad. Pero no todas las partes del instrumento público se otorgan bajo esa finalidad ni deben, por tanto, tampoco quedar sujetas al mismo grado de confidencialidad, no sólo en cuanto a su inscripción en el registro, sino tampoco (o así debiera ser) en cuanto a su tratamiento a través del Índice Único. La configuración de un protocolo de índice restringido quizá sea una de las asignaturas pendientes del actual Derecho Notarial, ante la dimensión superlativa ya del Índice Único y su desarrollo imparable como base automatizada de posible interconexión entre los documentos notariales en una sociedad digitalizada.
El Índice Único se ha convertido así en la herramienta clave de la lucha contra el blanqueo de capitales y el fraude fiscal, a través del llamado Órgano Centralizado de Prevención (OCP) y -en conexión al mismo- del Órgano de Colaboración Tributaria (OCT). Con parte de los datos entresacados a partir del Índice Único, se crea en 2011, a cargo del OCP, la Base de Datos de Titular Real, cuya intrahistoria ha estado marcada igualmente por la polémica, como instrumento de análisis de operaciones con riesgo de blanqueo por parte del OCP, pero también como mecanismo auxiliar de apoyo a los propios notarios y a otros colectivos de sujetos obligados (como la Banca), dentro de sus respectivos convenios-marco de colaboración con el OCP, para el cumplimiento de la diligencia debida en cuanto al conocimiento de sus respectivos clientes (know your customer) a través de la identificación de su titular real, cuando el cliente es una sociedad o una persona jurídica.

“No es aventurado pensar que, dentro de poco, pueda hablarse también de una prevención algorítmica del fraude de ley”

El control preventivo del blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo, igual que del fraude fiscal, a cargo de los notarios, se hace efectivo, por todo ello, no tanto de manera individual, sino a través de una acción colectiva del Notariado en su conjunto, por medio de sus servicios centrales, como el OCP (con un promedio ya de 15.000 comunicaciones anuales al SEPBLAC) y el OCT (en constante comunicación con la Agencia Tributaria), valiéndose, sobre todo, del Índice Único y de la Base de Datos de Titular Real (esta última con casi ya dos millones y medio de entidades registradas), y otros ficheros, como el de Personas con Responsabilidad Pública (Public Exposed People o PEP’s -con más de 25.000 fichas-), aparte de las llamadas listas negras o black lists de personas sujetas a congelación internacional. La visión global que proporciona este cúmulo de dispositivos electrónicos interconectados ha permitido superar así (con gran éxito) el handicap cognoscitivo individual de cada notario frente al fraude de ley, pues cada notario (a diferencia de la visión retrospectiva del juez) no controla más que algún eslabón aislado de la cadena fraudatoria y no puede ver más que algunas teselas, pero no el mosaico completo de la trama fraudulenta.
El control preventivo de legalidad, entendido como una acción no sólo individual sino también colectiva de los notarios, a través de la interoperatividad de sus funciones, se ha intensificado tras la introducción del protocolo electrónico por la reciente Ley de 2023 sobre “digitalización de las actuaciones notariales” (que acaba superar ya su primer año de rodaje). Las copias notariales provistas de un código seguro de verificación incorporado (el denominado csv) permiten ya la visibilización en la red de un documento notarial en soporte electrónico consultable anónimamente por cualquiera a quien se le proporcione la contraseña o password en que consiste ese csv, como clave encriptada algorítmica (mediante una referencia alfanumérica o con un código de barras) que facilita a quien lo aplica, a modo de una especie de “ábrete sésamo”, el acceso a un contenido documental permanentemente actualizado, mediante las llamadas “notas y diligencias de modificación jurídica y de coordinación con otros instrumentos públicos”, con el efecto de integrarse así el conjunto de los documentos notariales electrónicos en un sistema global interconectado.
No es aventurado pensar que, dentro de poco, pueda hablarse así también de una prevención del fraude de ley algorítmica, con los riesgos inherentes a lo que Fernando Vallespín, profesor de Ciencia Política, calificaba hace pocas semanas como la infocalipsis o apocalipsis informativa, dentro de un sistema de información pandocumental en el que, según advirtiera también Julián Sauquillo, profesor de Filosofía del Derecho (desde la páginas de la Revista EL NOTARIO DEL SIGLO XXI), “la acumulación es tan peligrosa como la pérdida”. Por eso, el Reglamento europeo sobre Inteligencia Artificial (de 2024), en relación con el artículo 22 del Reglamento europeo de Protección de Datos, prohíbe tomar ninguna decisión basada exclusivamente en datos automatizados, incluida la elaboración de perfiles, que pueda perjudicar los derechos o intereses de una persona.

“El trance más difícil seguirá siempre esperándole a cada notario, en su despacho, cada vez que tenga que enfrentarse al fraude de manera individual”

Pero, aparte de la prevención del fraude como función colectiva del Notariado, mediante la aplicación de las nuevas tecnologías, por mucho que cambien o evolucionen, el trance más difícil seguirá siempre esperándole a cada notario, en su despacho, cada vez que, al requerírsele su actuación a título singular, tenga que enfrentarse al fraude de manera individual, con “la soledad (como ahora se dice) del portero ante el penalti”.
El fraude, conforme al polimorfismo que lo caracteriza (siguiendo la concepción pluralista de Adrados), puede presentarse como un acto aislado, cuando la ley defraudada es, al mismo tiempo, la propia ley de cobertura, a la que se sujeta un acto cuya motivación natural se subvierte bajo otra secundaria, que constituye, sin embargo, su principal objetivo.
Podrían citarse otros ejemplos, pero el fraude a una ley (fraus legi) como acto aislado que ahora más preocupa en las notarías (por su posible instrumentación causal) es el que puede presentarse con ocasión de la celebración notarial de los matrimonios civiles, desde que los notarios tenemos competencia para autorizarlos e instruir su expediente previo, cuando, en algún caso, le resulta patente al notario, por la información obtenida de forma reservada tras entrevistar a contrayentes y testigos en el expediente, que la motivación principal para su celebración responde no a los fines propios del matrimonio, sino a otro objetivo secundario, como cumplir los requisitos exigidos para obtener la residencia o la nacionalidad, o la adjudicación de una vivienda de protección oficial, o heredar al otro contrayente en los matrimonios celebrados in articulo mortis. Hay una carga histórica casi sacramental en esto del matrimonio que nos viene por inercia quizá del Derecho canónico y que hace que nos repugne que el matrimonio pueda instrumentalizarse para la consecución de otros objetivos espurios o ajenos a su finalidad primordial. Pero también es verdad que el notario es un instrumento al servicio de la autonomía privada de los ciudadanos y que no puede denegar su actuación por la prelación o el orden de prioridades en los motivos particulares de cada cual a la hora de casarse. Pero si, al consentirse supuestamente el matrimonio, su fin primordial, en lugar de entremezclarse de forma subordinada supeditándolo a otro efecto secundario, se excluyera por completo bajo una simulación absoluta, habría, entonces sí, un fraude, y el notario habría, en ese caso, de consignar la falta, a su juicio, de consentimiento de los contrayentes, resolviendo el expediente en sentido desestimatorio, o de tratarse, en su caso, de un matrimonio en peligro de muerte (sin expediente previo), denegar su autorización. Una difícil tesitura, desde luego, al tener que decidir un notario (que no es un juez) sobre la celebración o no de un matrimonio, que es un derecho constitucional, sobre todo, en el caso de un matrimonio in articulo mortis, con un efecto vital, de hecho, acaso inapelable, que le obliga a una valoración de las circunstancias concurrentes, mediante una interlocución de carácter presencial, en un face to face personal y directo del notario con los interesados, donde sí que no hay inteligencia artificial que valga.

“El dilema se plantea con mayor dificultad cuando el fraude se perpetra, no como un acto aislado, sino a través de un conjunto de negocios jurídicos coligados, requiriéndose al notario su actuación sólo en alguno o algunos de los que pueden componer separadamente la cadena fraudatoria”

El dilema entre autorizar o no el instrumento público se le plantea al notario con mayor dificultad aun, cuando el fraude se perpetra, no como un acto aislado, sino a través de un conjunto de negocios jurídicos coligados, que es la hipótesis más frecuente, requiriéndosele a un notario determinado autorizar o intervenir sólo alguno o algunos actos de la cadena fraudatoria. En ese momento en que el fraude está aún en fase incipiente o in fieri, sin que se haya todavía consumado, conviene diferenciar dos hipótesis en cuanto a la actuación del notario.
La primera sería que, aunque el resultado del fraude no se haya todavía completado, hubiera, sin embargo, suficientes indicadores de sospecha. Si se trata de un riesgo de blanqueo de capitales, el notario cumple con comunicar al OCP la operación sospechosa, independientemente de que la autorice o no, aunque la actuación del notario, por el rastro o la trazabilidad documental que proporciona, a veces, resulta más útil que su abstención para las autoridades encargadas de la lucha antiblanqueo, pero, en caso de duda, puede también consultar al propio OCP. Cuando se trate, en cambio, de un tipo de fraude ajeno al alcance de las funciones del OCP, todo dependerá entonces de su grado de sospecha. Si tiene certeza o noticia fiable sobre el consilium fraudis, por los datos que haya podido recabar o la información que le hayan podido, a veces, proporcionar los propios interesados o terceros, acerca de los actos previos o posteriores de la cadena fraudatoria, y aunque el eventus damni todavía no se haya producido y pudiera no llegar a completarse nunca, pues el futuro es siempre incierto, basta que el notario tenga noticia fiable o conocimiento de ese consilium fraudis, para que, en mi opinión, deba denegar su actuación, por la intención fraudulenta del acto, independientemente de que su resultado pueda llegar a completarse o no, ante el riesgo de que así sea, de acuerdo con una concepción subjetivista del fraude, porque el notario (conforme al art. 24 de la Ley Notarial, al que tantas veces nos hemos referido ya) debe velar por regularidad no sólo formal, sino material de su actuación.
La segunda hipótesis (más comprometida aún) sería que el notario, al que se le requiere autorizar o intervenir uno o más actos de la cadena fraudatoria, no tuviera información sobre los restantes actos que puedan integrarla, preexistentes o futuros, por habérsele ocultado la maquinación insidiosa, sin que tampoco resulte evidente, careciendo de conocimiento ni noticia sobre una confabulación fraudulenta, pero, al solicitar más información o alguna explicación sobre el sentido lógico de la actuación que se le solicita, no llegara a obtenerla o se le diera abstrusamente, de modo que el notario, al final, sencillamente no entiende el por qué de lo que se le pide. Detrás de esa incongruencia inexplicable, si es sustancial, es probable entonces que haya o pueda haber un fraude o un riesgo de fraude y si al notario no se le da una explicación, con un relato coherente, que le permita comprender el sentido de su actuación, en ese caso, en mi opinión, tampoco debe actuar, porque no comprender el sentido de la propia actuación, es, a mi juicio, una “justa causa”, conforme al artículo 2 de la Ley Notarial, para que el notario deniegue entonces la prestación de su oficio, sin incurrir en responsabilidad.

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(*) Agradezco a Ignacio Solís su invitación a participar en las jornadas que con motivo del cincuentenario de la reforma del Título Preliminar de nuestro Código Civil se celebraron el Colegio Notarial de Madrid el pasado 22 de enero de 2025.

Palabras clave: Fraude de ley, Índice Único, Prevención del fraude, Blanqueo de capitales, Inteligencia artificial.
Keywords: Evasion, Single Index, Fraud prevention, Money laundering, Artificial Intelligence.

Resumen

La doctrina del fraude de ley, tras aplicarse inicialmente como un mecanismo anulatorio del acto in fraudem legis, asimilándolo al acto contra legem por oponerse al espíritu (aunque no a la letra) de la norma, se replantea dogmáticamente como un mecanismo más versátil, que incluye no sólo la nulidad, sino también la analogía, para garantizar el sometimiento del acto a la ley. Así se incorpora, en 1974, al Código Civil, regulándose por primera vez en la reforma de su Título Preliminar, como una categoría autónoma, aunque en términos que pecan de cierta ambigüedad, ante el dilema entre un concepción subjetivista u objetivista del fraude, según la primacía que se dé a la intención fraudatoria o su resultado dañoso. A diferencia del juez, a quien incumbe desmontar el fraude cuando ya se ha realizado, el notario tiene más bien que detectarlo anticipadamente, a partir de alguno o algunos actos individualizados que pueden componer separadamente la cadena fraudatoria, aun antes incluso de haberse completado, ejerciendo un control preventivo mediante una acción colectiva del Notariado a través de sus servicios centralizados, con la herramienta del Índice Único, creado en 2006, que centraliza la información de todos los datos notariales para prevenir el blanqueo de capitales y otras prácticas ilícitas, con el apoyo ahora además del protocolo electrónico. No obstante, la tensión entre confidencialidad y transparencia, la aparición siempre de nuevos casos de fraude, de especial complejidad, incluso ahora también en el ámbito de los matrimonios celebrados ante Notario, y la responsabilidad de cada notario en su actuación individual, siguen siendo retos clave en la lucha contra el fraude.

Abstract

After initially being applied as a mechanism for the annulment of acts in fraudem legis, resembling acts contra legem due to being contrary to the spirit (although not to the letter) of the law, the doctrine of evasion is being reframed in legal dogmatics as a more versatile mechanism, which includes both nullity and analogy in order to ensure the act complies with the law. Accordingly, it was incorporated into the Civil Code in 1974, when it was regulated as an autonomous category for the first time in the reform of its Introduction, albeit in somewhat ambiguous terms, given the dilemma between a subjective or objective conception of fraud, depending on whether the fraudulent intent or its deleterious result is prioritised. Unlike judges, who are responsible for dismantling the fraud after it has taken place, notaries have to detect it beforehand, based on one or more individual acts that may separately make up the chain of fraud before it has even been completed. The notarial profession must exercise preventive oversight by means of collective action through its centralised services, using the tool of the Single Index which was created in 2006, and centralises all the information from notarial records to prevent money laundering and other illegal practices, and which is now also supported by the electronic notarial record. However, the tension between confidentiality and transparency, the ongoing emergence of new and particularly complex cases of fraud, even in the area of marriages performed before a notary, and each notary's responsibility in their own individual proceedings, remain major challenges in the fight against fraud.

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