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REVISTA110

ENSXXI Nº 113
ENERO - FEBRERO 2024

Por: MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista


LA PERSPECTIVA

La sesión semanal de control al Gobierno ha quedado fijada en esta legislatura los miércoles a partir de las nueve de la mañana, momento en que se abre la sesión del Pleno del Congreso de los Diputados. Es la ocasión reglamentaria para que los Diputados planteen preguntas orales, tanto al presidente como a los ministros de su Gabinete.

Este uso parlamentario deriva del artículo 66.2 de la Constitución donde se atribuye a las Cortes Generales, formadas por el Congreso y el Senado, la potestad legislativa y la de controlar al Ejecutivo. A partir de esa leve mención, el Reglamento de las Cámaras y las normas interpretativas y supletorias han desarrollado un procedimiento más bien ortopédico que resta espontaneidad y favorece perversiones que convendría analizar. Admirábamos el question time de la Cámara de los Comunes en Westminster que dispone a esos efectos -una hora los lunes, martes, miércoles y jueves- pero los usos de la carrera de San Jerónimo acabaron desnaturalizados a base de restricciones, minucias reglamentarias y casuismos escolásticos, para prevenir el filibusterismo del que veníamos tan escarmentados y dar ventajas al Gobierno.
Así, las preguntas tienen que ser registradas por escrito antes de las 20 horas del viernes previo al comienzo de la sesión plenaria en que deban ser sustanciadas. A partir de ahí, corresponde a la Mesa de la Cámara -integrada por el Presidente, los cuatro vicepresidentes y los cuatro secretarios- calificar las preguntas presentadas, comprobando que cumplen los requisitos establecidos: “no podrán contener más que la escueta y estricta formulación de una sola cuestión, interrogando sobre un hecho, una situación o una información, sobre si el Gobierno ha tomado o va a tomar alguna providencia en relación con un asunto, o si el Gobierno va a remitir al Congreso algún documento o a informarle de algún tema”. La resolución número 18 de la Presidencia de 10 de junio de 2008 que desarrolla el artículo 188 del Reglamento del Congreso precisa que “lo anterior se expresará por medio de una sola interrogante, sin que sean susceptibles de ser admitidos a trámite aquellos escritos que incluyan dos o más, ni los que sean de exclusivo interés personal de quien la formula o de cualquier otra persona singularizada ni suponga consulta de índole estrictamente jurídica”, ni aquellas cuyo texto contenga palabras o vierta conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o de sus miembros, de las instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad.

“A base de restricciones y minucias reglamentarias en prevención del filibusterismo se han desnaturalizado las sesiones de control al Gobierno en el Pleno del Congreso”

Ese es el filtro que han de pasar las preguntas sin que los letrados de Cortes puedan en absoluto vetarlas como ha podido leerse el domingo 21 de noviembre en un diario independiente de la mañana. Pero tantas prevenciones resultan por completo inútiles porque los diputados redactan preguntas ingrávidas como pompas de jabón que pasan al orden del día del Pleno, pero cuando les dan la palabra se olvidan del texto y buscan el ángulo de incidencia que mejor les conviene o que calculan tiene mayor poder de percusión. Asombra que sigan formulando preguntas abiertas reflejo de una penosa ingenuidad en las que piden al Gobierno que se autocalifique, con el resultado de que se otorgue siempre un sobresaliente cum laude, habida cuenta de que ni en política ni en periodismo hay abuelas. Otra torpeza reiterada de los portavoces de la oposición, ahora peperos, es la de encadenar preguntas porque en la polvareda que levanta la perdigonada perdemos a don Beltrán y al cuestionado a quien para escapar indemne le basta elegir un interrogante al que responder desatendiendo los demás.
En la misma línea, señalemos que el presidente del Gobierno y sus ministros, cuando se levantan del banco azul para responder lo hacen a la defensiva, rehúyen la cuestión, se van por los cerros de Úbeda y acaban invirtiendo el sentido del Pleno, como si su objetivo fuera el de controlar a la oposición. Quedan para el recuerdo aquellas tardes de Joaquín Almunia, secretario general del PSOE y portavoz del Grupo Parlamentario Socialista, quien, fuera la que fuese la cuestión que planteara escuchar de boca del presidente pepero, José María Aznar, una retahíla de descalificaciones a cuenta de que el gobierno socialista anterior hubiera nombrado a Roldán director de la Guardia Civil, a Carmen Salanueva, directora del BOE y por ahí adelante. Hasta que un día Almunia, inspirado, rompió el saque de Aznar y empezó a decir de sí mismo lo que Aznar previsiblemente iba a decirle a continuación: nosotros que nombramos a Luis Roldán, nosotros que nombramos a Carmen Salanueva, nosotros estamos aquí para ejercer la función de control y, por eso, legitimados para preguntarle… Y el hemiciclo se vino debajo de aplausos.

“En la guerra y en la política hay que saber utilizar las ventajas que brinda el factor sorpresa. En el Congreso todos parecen haber renunciado a ese recurso en favor de reiteraciones previsibles hasta el aburrimiento”

Los principios básicos de la estrategia subrayan las ventajas de la sorpresa, tanto en la guerra como en la política o en el amor. Pero en las sesiones de control del Congreso se trilla siempre la misma parva. Brilla por su ausencia. Apenas una vez recurrió Pablo Casado a la sorpresa, el 13 de octubre pasado, para ofrecer al presidente Pedro Sánchez un pacto que permitiera renovar los órganos constitucionales en gran parte caducados. Nunca más ha vuelto a ensayar ese recurso. Y mientras tanto desde la Tribuna de Prensa, a la espera de que regrese el decibelímetro a registrar la intensidad acústica de los aplausos cautivos que el líder necesita para sentirse respaldado por su grupo, ha quedado meridianamente claro que la distancia más abrupta se pulveriza y reduce a la nada cuando hacen falta los votos de los energúmenos, por ejemplo, para los presupuestos generales del Estado.

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