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El proceso de adaptación de los estudios universitarios al llamado Plan Bolonia ha generado una notable polémica en los últimos meses, aunque seguramente no todo lo reflexiva y razonada que hubiera sido deseable. El Colegio Notarial de Madrid, en la medida de sus fuerzas, ha buscado paliar esta deficiencia a través de la convocatoria de una Jornada sobre el tema en la que participaron destacadísimos especialistas, celebrada el pasado 29 de abril, y de la que se informará extensamente en el próximo número de esta revista.
Una vez celebrada, no es posible escapar a la convicción de que el verdadero problema no descansa tanto en Bolonia, como en el lamentable estado de la educación en España; tanto la universitaria, como la primaria y la secundaria. Y sería bueno que nuestros responsables políticos tuvieran verdadera conciencia de ello, porque no hay asunto de mayor trascendencia en una sociedad que la manera en que ésta se ocupa de la educación de sus jóvenes.
No es sólo un problema económico, con ser crucial. Los efectos devastadores que la crisis económica mundial está generando en nuestro país han puesto de manifiesto la debilidad del modelo de crecimiento, basado en la producción de bienes y servicios de escaso valor añadido. Es obvio que cualquier alternativa pasa por la formación del capital humano necesario para liderar y sostener el cambio. Pero tan importante como el económico es el aspecto social y político de la cuestión. La educación pública de calidad es el principal "ascensor social" de un país. Por ello, una educación pública devaluada, cuyas titulaciones carecen del menor prestigio en el mercado y que por ello deben ser completadas con costosos master en centros privados o universidades extranjeras, atenta a la base misma del orden constitucional, que nos define como un Estado social y democrático de Derecho. Lo verdaderamente paradójico es que una deficiente gestión política ha terminado por garantizar una aparente igualdad formal (cada español con su título) que amenaza consagrar una funesta desigualdad económica (pero sólo los ricos lo complementan adecuadamente).

"El verdadero problema no descansa tanto en Bolonia, como en el lamentable estado de la educación en España; tanto la universitaria, como la primaria y la secundaria"

Esta es sin duda la clave del asunto. La legislación estatal de los últimos años y sus descoordinados desarrollos autonómicos no parecían tener otro objetivo que rebajar el nivel de exigencia en primaria y secundaria como principal instrumento para reducir nuestro elevado nivel de fracaso escolar. No ha sido precisamente un éxito. Los últimos datos publicados informan que en España hay un 31% de abandono escolar temprano, lo que representa el triple de lo de lo previsto en los objetivos de Lisboa para el año 2010 y con tendencia a aumentar. Por otra parte, el último informe Pisa coloca a los alumnos españoles en el puesto 31 en Ciencias, 32 en Matemáticas y 35 en lectura, donde empeoramos por tercera oleada consecutiva.
La tendencia inflacionista alcanza, como no podía ser de otra manera, a toda la Universidad española, pero especialmente a los estudios de Derecho. Nuestro modelo educativo se ha fundado durante décadas en un ofrecimiento masivo por los poderes públicos de plazas universitarias a través de algunas facultades, como las de Derecho, destinadas a generar un número de licenciados muy superior al demandado por la sociedad. El desarrollo del Estado Autonómico y la atribución a las Comunidades Autónomas de competencias en enseñanza superior no parece sino haber agravado el problema. Las facultades de Derecho han surgido como hongos, asumido irreflexivamente por nuestras oligarquías regionales el objetivo -tan poco universitario, por cierto- de que no quede una ciudad mediana sin su facultad de Derecho. Hoy los estudios de Derecho pueden cursarse en nada menos que aproximadamente setenta centros de educación superior.
Frente a este empeño en la cantidad, la preocupación por la calidad parece haber sido absolutamente marginal. En numerosos casos el nivel de exigencia es muy pobre, lógica consecuencia también de una secundaria incapaz ni de formar ni de filtrar. Dedicar tiempo a la enseñanza se hace cada vez más duro e ingrato para el profesorado competente, que delega la tarea a la mínima oportunidad. Los caudales públicos se aplican a conseguir que las tasas sean muy bajas, en vez de dotar un amplio sistema de becas para quien realmente lo merece y necesita. Los alumnos perezosos pueden permitirse el lujo de repetir asignaturas año tras año, sin exigencias adicionales, todo a cargo del contribuyente. La tasa de fracaso universitario y el insuficiente rendimiento académico suponen un coste anual de aproximadamente el 0,75 % del PIB. Sin embargo, no parece haber siquiera conciencia entre los repetidores de estar malgastando recursos públicos, y recordarlo parece ser políticamente incorrecto.
Las universidades privadas tampoco han contribuido sustancialmente al objetivo de la calidad. Salvo en unos pocos honrosos casos se han configurado como meros negocios dispuestos a facilitar unos títulos cada vez más devaluados. Por otro lado, también se desaprovechan las expectativas de decrecimiento demográfico. Ante la escasez de alumnos, sigue siendo tabú la propuesta de cierre de centros, y en vez de ello parece haberse desatado una cierta competición por atraer al alumnado escaso a través de sugerencias de facilidad, más que de prestigio.
A todo ello hay que añadir la endémica endogamia en el profesorado universitario español, favorecida por un incorrecto sistema de financiación y por una interpretación muy particular del llamado principio de la autonomía universitaria, que en lo que acaba es en el menosprecio del mérito como factor principal para la promoción. El espíritu crítico propio de los estudios superiores se marchita así en una densa maleza de intereses particulares.
Es en este caldo de cultivo en el que desembarca Bolonia. Cualquier partidario de la reforma que pretenda alabarla únicamente sobre el papel recuerda necesariamente a esos filósofos de los que se reía Spinoza, que creen hacer una obra divina y alcanzar la cumbre de la sabiduría cuando han aprendido a alabar una naturaleza humana que no existe, por lo que están condenados a no idear jamás una política que pueda llevarse a la práctica. En los países anglosajones el sistema funciona, con mayor y menor eficacia, porque todo el sistema educativo está orientado a que funcione. Tiene sin duda sus deficiencias, pero cumple sus objetivos. En aquellos países, como Alemania, en los que el sistema está orientado de manera diferente, y también funciona, el Plan Bolonia no va a ser aplicado. En la Universidad alemana los exámenes de Estado cumplen adecuadamente su finalidad y el cambio no se justifica.
En España, donde no es que el sistema educativo no funcione, sino que propiamente no existe, dado su fragmentación y su inoperancia, algunos consideran Bolonia una oportunidad para iniciar la reforma necesaria. Puede que en parte tengan razón, pero lo que no cabe ninguna duda es que, o se inicia un serio camino de reconstrucción íntegra sistema educativo en España o Bolonia servirá, en el mejor de los casos, para parchear algunas deficiencias y en el peor, nos tememos, para agravar aún más los males de la Universidad española.

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