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Por: MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista

 

LA PERSPECTIVA

Dentro del ciclo “El pensamiento frente a la adversidad” hubo un debate sobre “el periodismo en tiempos de pandemia”, sostenido entre Daniel Gascón, director de Letras libres; Iñaki Ellacuría, de El Mundo y Andreu Jaume, director de CLAC (Centro Libre. Arte y Cultura), que permitió esclarecimientos, en línea con los suscitados el lunes 11 de junio cuando la Comisión Europea quiso iniciar en su sede del paseo de la Castellana de Madrid las jornadas dedicadas al examen de las constantes vitales del Estado de Derecho en España, dentro de la serie que está comprometida a convocar a todos y cada uno de los países miembros de la UE.

Su propósito era analizar la vigencia de las libertades de expresión, el grado de independencia de los medios de comunicación y la forma en que los periodistas cumplen su función profesional. Cobraba especial relevancia que esta exploración se hiciera cuando el proyecto de la UE padece el embate del Brexit -primer caso de abandono cuando todos habían sido candidatos a la adhesión- y cuando alcanzan temperaturas de incandescencia los maléficos desafíos planteados por los gobiernos de Polonia y Hungría al cuestionar la separación de poderes o la independencia de los medios de comunicación porque afectan a los propios cimientos de la Unión. 
La pandemia del Covid-19, sobrevenida sin que se oyeran los claros clarines ni se dejaran ver con anticipación suficiente augurios de semejante desastre, ha funcionado como catalizador del deterioro que ya afectaba a los medios de comunicación. En tanto que, de modo simultáneo, entraban en erupción las redes sociales y a caballo de las nuevas tecnologías crecía de forma exponencial la demanda informativa. Parecerían fenómenos contradictorios porque en paralelo, descendía la publicidad, cuyos ingresos fueron siempre decisivos para el equilibrio financiero de la prensa y desaparecían los puntos de venta, donde se ofrecen las ediciones impresas, mientras se multiplicaban de manera asombrosa los lectores colgados de cualesquiera páginas digitales. Por ahí se había ido derivando la ruina de los medios de comunicación, que habían maleducado a sus audiencias en la cultura del gratis total y permitido que Google y similares les avasallasen apoderándose, también gratis, de sus contenidos informativos. Y sabemos desde Jean Schwoebel en La presse, le pouvoir et l’argent (1969) que la precariedad de los medios abre la senda de su sumisión a los poderes políticos y económicos. 

“La pandemia del Covid-19, sobrevenida sin que se oyeran los claros clarines ni se dejaran ver con anticipación suficiente augurios de semejante desastre, ha funcionado como catalizador del deterioro que ya afectaba a los medios de comunicación”

Así, envueltos de modo permanente en la madeja de ondas electromagnéticas, nuestra supervivencia requiere una conexión asegurada -telefónica y de internet- porque quien se queda fuera de cobertura desaparece de la galaxia digital, es decir, de la existencia. Volviendo al mundo de la información, las imágenes televisivas nos muestran cómo en las inundaciones las gentes con el agua al cuello acusan como la más grave carencia la del agua potable. La experiencia personal de cada uno también confirma cómo los innumerables aportes de fragmentos noticiosos nos anegan, desbordando nuestra capacidad de atención y dejándonos privados de ese bien de primera necesidad que es la información veraz, depurada, contextualizada, inteligible, sin la cual es imposible que mantengamos orientación alguna.
Están fuera de discusión las aportaciones informativas de quienes difunden de modo aleatorio fragmentos noticiosos extraídos de la realidad que les circunda. Pero se impone desmentir la afirmación de Scott Gant’s que sirve de título a su libro We’re All Journalists New. Porque frente al periodismo ocasional de los observadores participantes se comprueba la necesidad ineludible del periodismo profesional que cumpla con la función de ser planta potabilizadora, depure la contaminación tóxica y contextualice los fragmentos inconexos, tareas en las que resulta insustituible, prevenidos como estamos por Antonio Tabucchi para que desconfiemos de fragmentos interesados: méfiez-vous des petits morceaux.
Ivan Krastev, en su ensayo ¿Ya es mañana? (Debate, junio 2020), al tratar de cómo la pandemia cambiará el mundo, sostiene que las epidemias infectan de miedo a la sociedad. Acepta que tal vez saquen lo mejor de algunas personas, pero asegura que sacan también lo peor de los gobiernos. Señala que, en literatura, las epidemias son una metáfora habitual de la pérdida de la libertad y del comienzo del autoritarismo. Entiende que, para Maquiavelo, la peste y la enfermedad ilustran lo que sucede en el cuerpo político cuando se permite el mal gobierno y la corrupción y considera que La peste, de Camus, es una parábola del fascismo. Al final, se pregunta si la llegada del coronavirus supondrá la caída de las democracias liberales de Occidente desnaturalizadas por el virus autoritario, habida cuenta de que bajo la asunción de poderes extraordinarios para situaciones de emergencia ha quedado en suspenso o muy limitada la actividad de los parlamentos, se han paralizado los juzgados, aplazadas las elecciones, cerrados los portales de transparencia y restringidas las preguntas en las conferencias de prensa.

“Ivan Krastev sostiene que las epidemias infectan de miedo a la sociedad. Acepta que tal vez saquen lo mejor de algunas personas, pero asegura que sacan también lo peor de los gobiernos”

Nada nuevo, si acaso algunas aceleraciones, porque la tendencia de los poderes a instrumentalizar a los medios viene desde su aparición en escena. Por eso en su libro Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (Bruselas, 1864) Maurice Joly, después de reconocer que en los países de sistema parlamentario los gobiernos sucumbían casi siempre por obra de la prensa, vislumbraba la posibilidad de neutralizar a la prensa por medio de la prensa misma. Puesto que el periodismo es una fuerza tan poderosa, decía que para contrarrestarla su gobierno se haría periodista, sería la encarnación del periodismo. En parecida longitud de onda a la de Joly emitía Pablo Iglesias en una entrevista con el profesor de teoría política Fernando Vallespín que acaba de ser rescatada por José Antonio Zarzalejos del libro Una nueva transición (página 95). Allí Iglesias decía que “los partidos políticos son los medios de comunicación; que la gente milita en la radio que escucha; que uno es de la ‘COPE’, uno es de la ‘SER’, es de ‘Onda Cero’. Uno es de ‘El País, de ‘La Razón’, de ‘El Mundo’. O es de ‘La Sexta’ o es de ‘Telecinco’, y digamos que todos ellos son lo más parecido a lo que Gramsci llamaba el intelectual orgánico”. Y concluía que “o intervenimos ahí, o estamos muertos políticamente”.
El gran Arturo Soria y Espinosa, en uno de los aforismos de su breviario Labrador del aire (1984), proponía “frente a la asimilación tergiversadora, la clarificación sancionadora” y El Roto se atenía a ese mismo principio en la viñeta que firmaba en la edición de El País del 3 de julio de 2019, donde un prócer insaciable proclamaba: “Toda crítica es excesiva; todo elogio, insuficiente”. El afán que obsesiona a los poderes por obtener la adhesión inquebrantable nada sabe ni de razas ni colores, afecta, como el coronavirus, a todos sin hacer acepción de persona. Esa adhesión que se reclama desde el poder tiene como anverso algunas repulsiones, algunos odios que deben profesarse a los desafectos al sistema. Para generarlo se buscas cooperadores y el caso es que, como señala Hans Magnus Enzensberger, “los intelectuales siempre se han mostrado muy hacendosos cuando se trata de producir odio social”. Por eso, a comienzos del siglo XIX cuando quedó comprobado que el entusiasmo espontáneo por la guerra era insuficiente, todos los bandos se dispusieron a reclutar intelectuales que cumplieran sus encargos a conciencia y con profesionalidad.
Esas tareas de diseminación del odio que azuzaban los conflictos bélicos multiplicaban su efectividad cuando se difundían desde los medios de comunicación que probaban así ser de doble uso como la energía nuclear, a la que se recurre en la guerra, pero también en la medicina. En el caso de los medios se comprueba que pueden ser tanto sembradores de concordia como de antagonismo cainita. Por eso, en la convocatoria más arriba mencionada que promovía la Comisión Europea se escuchó una propuesta que valdría la pena articular: la constitución de una fuerza periodística internacional de intervención inmediata, formada por profesionales acreditados que serían desplegados en el punto donde se detectara un cráter de odio que hubiera entrado en erupción. Ni hubiera habido guerras de los Balcanes sin la preparación mediática de la prensa y la televisión de Belgrado ni guerra de Utus y Tutsis en Ruan-Burundi sin la contribución de la radio de las mil colinas.
La misión de esa fuerza periodística multinacional, que se haría respetar por su autoridad moral como el Tribunal de la Haya, sería trazar un diagnóstico y desactivar las fuentes del odio, depurando de mentiras manifiestas la información y operando, en suma, como planta potabilizadora en la ciudad de la infamia durante el tiempo indispensable para dar curso a noticias verificadas que recuperen la racionalidad del debate público y ambienten el civismo. Continuará.

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