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GUILLERMO COLOMER LLORET
Notario y Registrador de la Propiedad

Corría el otoño de 1.999. Fresco todavía en la memoria el esfuerzo de las oposiciones, me tocó asistir a una asamblea extraordinaria de mi colegio notarial en la que, con voz estentórea, se nos repetía insistentemente una frase, a modo de mantra: "Señores, los tiempos de la meritocracia se han terminado. No podemos presentarnos ante la sociedad invocando el prestigio de unas oposiciones". Estupefacto, no podía dejar de asombrarme de que nos hallábamos, precisamente, en el templo de la profesión que socialmente ha sido identificada en España más que ninguna otra con el valor del mérito personal y que la idea nos la predicaban sus mismos sacerdotes. Estábamos solo al comienzo del ciclo expansivo y nuestros teóricos méritos ya estorbaban. ¿Era cierto que la idea de la meritocracia estuviera muerta a finales de 1.999?

"Estrictamente, la meritocracia sería aquella forma de gobierno o de ejercicio del poder basada en el mérito; y, en un sentido más amplio, la predominancia de los valores sociales asociados a la capacidad individual"

"Bastante ha durado esto", "no vamos a poner a nadie de rodillas y con los brazos en cruz a recitar el Código civil de memoria", fueron otras de las frases de aquella confusa tarde. Pero dejémonos ahora de frases, ha pasado demasiado tiempo: vamos con la meritocracia. Estrictamente, la meritocracia sería aquella forma de gobierno o de ejercicio del poder basada en el mérito; y, en un sentido más amplio, la predominancia de los valores sociales asociados a la capacidad individual. Se la considera nacida con el moderno Estado burocrático y el sistema por el cual los funcionarios estatales son seleccionados para sus puestos de acuerdo con su capacidad. También se vincula a modelos de organización competitiva en los que se retribuye a los vencedores con la recompensa de unos mayores ingresos y un estatus social. A su favor, el planteamiento meritocrático quiere ser el justo reconocimiento de los méritos acumulados, partiendo siempre de una base de igualdad de oportunidades. En su contra, se ha dicho que el método competitivo escondería una objetividad aparente, pues la discriminación por el baremo de capacidad académica acaba generando una casta, una clase dirigente apartada de los sentimientos y valores del estándar social.
Sin duda el término ha hecho fortuna, más fuera que dentro de nuestro país, y cuenta con la curiosidad de un origen puramente literario. En efecto, el neologismo fue acuñado en la novela The rise of the Meritocracy, publicada en 1.958 por el sociólogo y político británico Michael Young. Vinculado al Labour party, en el que llegó a desempeñar importantes cargos, Young construyó en su relato una utopía futurista en la que trataba de denunciar los engaños que la sociedad victoriana, profundamente clasista, había perpetrado contra los intereses de las clases trabajadoras. La novela en realidad es una sátira que trata de cuestionar el concepto conservador de la igualdad de oportunidades. Revisando los acontecimientos de la sociedad inglesa desde la implantación en 1.870 de la escolarización obligatoria, Young denunció que el acceso a la administración pública se convirtió en algo sagradamente competitivo. El estatus vinculado al nacimiento, propio de la antigua Inglaterra aristocrática, se había convertido para 1.958 en algo aparentemente más accesible, más democrático: la aristocracia del talento. Pero lo que tiene sentido para la realización de un trabajo concreto deja de ser válido cuando quienes son juzgados por sus méritos ascienden a una nueva casta social, que tiene todos los medios a su alcance y tiende a reproducirse a sí misma. Las masas quedarían así descabezadas, apartadas del acceso al poder y el prestigio, y de hecho la novela acaba imaginando para 2.033 el escenario de una apocalíptica revolución social en la que las masas de Londres acaban tomando el poder por la violencia.

"Entre nosotros, el prejuicio de las masas ha tolerado siempre mejor la mediocridad y el nepotismo que cualquier principio de resonancias vagamente aristocráticas"

Pero fue en los EEUU donde la idea de la meritocracia prendió con más fuerza. Ya en la década de 1.940, los rectores de Harvard y Yale fueron los primeros en advertir que las universidades norteamericanas se nutrían casi en exclusiva de una élite hereditaria. Y pensaron en una nueva jerarquía de valores hecha para reclutar a los mejores cerebros de todas las clases sociales, y aun de todos los países. Los resultados a largo plazo fueron deslumbrantes. En cincuenta años el número de universitarios se decuplicó, y una densa masa intelectual, fruto del esfuerzo reconocido y recompensado, colocó a los EEUU a la cabeza del conocimiento científico e intelectual. Paralelamente, en la Europa continental, las tendencias socialdemócratas inspiradas en las protestas del mayo francés de 1.968, creyeron más avanzado relajar los baremos de exigencia en todos los niveles de la educación. Las consecuencias fueron particularmente catastróficas para algún país, como Alemania, avanzada indiscutible del mundo científico en la década de 1.930, dueña del panorama filosófico y musical de todo el siglo XIX e inicios del XX, y que a finales del mismo siglo XX no lograba situar a ninguna de sus universidades en la lista de las cincuenta primeras del mundo. Hoy pocas universidades europeas, a excepción de Oxford y Cambridge, gozan de ese privilegio, y países cuyos sistemas educativos se cuentan entre los de primer nivel mundial, como Singapur y Finlandia, apoyan en un sólido principio meritocrático la base del acceso a los cargos públicos.
Pues bien, es curioso que Young, cuarenta años después de publicada su novela, lamentara no solo el haberla escrito sino, sobre todo, haberle dado al mundo el neologismo. Denunciaba el laborista inglés el éxito del vocablo en los EEUU, y en la propia Gran Bretaña, donde aparecía y aparece en todos los discursos políticos revestido del aura del prestigio, en lugar de designar, como pretendió su autor, la nomenclatura de un cáncer sociopolítico. En el manifiesto Abajo la Meritocracia, próximo a su muerte en 2.002, Young, comparaba la extracción social de los ministros de los gabinetes de Tony Blair con los del también laborista Clement Attlee, tecnócratas de familias cultas salidos de las mejores universidades privadas, frente a aquellos clásicos y vigorosos líderes sin estudios nacidos del mundo sindical de la posguerra. A modo de augurio póstumo, lamentaba que su predicción novelesca caminara hacia un desastroso cumplimiento. En su opinión, las castas meritocráticas del capitalismo habían acabado por descabezar a las masas populares, huérfanas de líderes, apartadas del sistema, hundidas en la más absoluta ausencia de autoestima, abonando el campo de una inevitable revuelta social. Aunque como suele suceder, lo mismo que con las predicciones de Marx para la Inglaterra industrial, igual que el imaginario Londres orwelliano de otra novela, 1.984 , de resonancias futuristas, son otras sociedades con menor vigor cívico que la inglesa las que acaban sufriendo sus terrores imaginarios antes que ella, y con frecuencia en lugar de ella. Young no vivió para ver la revolución antimeritocrática. Pero el rector de la Universidad Nacional Experimental de la Fuerza Armada Bolivariana, al parecer, ya ha proclamado que la revolución venezolana erradicará la absurda idea de favorecer a aquellos estudiantes que tienen mejor preparación y puntuación académica.

"Los tiempos de la meritocracia se han terminado, se nos dijo hace doce años. Quizá no fuera más que el comienzo de un largo y profundo error, el de claudicar al reflejo deforme que proyectábamos en el espejo popular"

¿Volvemos ahora a España? Vayamos, pues, acercándonos a nuestro pequeño ámbito doméstico, y a la escena del comienzo de este artículo, adonde necesariamente iremos a morir. La meritocracia no ha encontrado precisamente en el suelo español el terreno mejor abonado. País de honda raigambre popular y escaso vigor ilustrado, en España, al decir de Ortega, todo aquello que el pueblo no ha hecho, se ha quedado por hacer. Y la meritocracia no es, desde luego, una construcción populista, ni popular. Entre nosotros, el prejuicio de las masas ha tolerado siempre mejor la mediocridad y el nepotismo que cualquier principio de resonancias vagamente aristocráticas. La sofocracia, el gobierno -pero no sólo el gobierno, sino antes incluso la sola influencia- de los sabios, que Platón y Cicerón propugnaron, aquí ha sido siempre una idea extravagante, sospechosa, reaccionaria. Como voz que clama en el desierto, fue precisamente Ortega quien en su lúcido ensayo "España invertebrada", apuntó al que consideraba vicio constitutivo del alma española: la aristofobia u odio a los mejores. Señalaba Ortega en una de las disertaciones más brillantes jamás escritas acerca de la constitución psicológica -prepolítica y prejurídica- de lo español, que en España los individuos más preparados han suscitado siempre rechazo en todos los órdenes de la vida pública. Decía que la aristofobia, u odio a los mejores, "es el endémico mal que aqueja a nuestro país, causa secular de su decadencia y la peor perversión en la que un pueblo puede caer. La nación que no reconoce y valora a sus mejores está ciega. No ve como despilfarra pródiga el talento de quienes mejor pueden guiarla en la consecución del bien común y a menudo los ahoga envidiosa, cuando no directamente los aniquila".
Quizá sea por palabras como estas que Ortega ha sido considerado petulante, conservador, y hasta reaccionario. Los pensadores progresistas han acusado a Ortega y a su linaje filosófico de incapacidad para ver la realidad social en su complejidad, sin dicotomías simplistas. Esa obsesión vanidosa por que la masa reconozca a la minoría selecta, la afirmación de que ningún organismo social puede sobrevivir a su disolución si no cuenta en su estructura con una minoría directora, una élite, o el hecho constitutivamente antropológico de que cualquier agregación de hombres se fragua por la mimética adhesión de la masa a los mejores, por el entusiasmo y el reconocimiento que la excelencia de unos pocos provoca en un conjunto de individuos normales, es señalada con el dedo de la sospecha. Y ya vamos descendiendo a nuestro terreno. Porque se ha llegado a afirmar que tales conceptos orteguianos fueron los que llevaron al franquismo a evolucionar hacia una relectura edulcorada, pero igualmente reaccionaria y esclerótica, de su sociología, sociología conocida con el nombre precisamente de meritocracia. Esa meritocracia franquista a extinguir consistiría en la búsqueda de un baremo objetivo y socialmente reconocido para otorgar, mediante el correspondiente título, la consideración de pertenecer a una minoría selecta con un estatus permanente. Se ha hablado así en ciertos sectores del paisaje burocratizado y opositor transferido desde el franquismo a la España moderna, como un intento de regresión gremial, de ahormamiento de la sociedad civil, con rancios aromas orteguianos. Y así es como se nos ha venido identificando a notarios y registradores, desde algunos sectores, como un residuo de esa sociología orteguiana del franquismo. Este es el origen y el fundamento ideológico del prejuicio social que nos atenaza, y lo que nunca ha dejado de asombrarme es que lo llegáramos a introyectar en nuestra propia conciencia a modo de súper-ego freudiano. Pues nunca se sigue de tales críticas a nuestro ya más que teórico estatus, la natural consecuencia de que la eliminación del mérito objetivo como baremo del prestigio social abre el paso de nuevo al vaivén del lobby, la partidocracia, la plutocracia y el nepotismo. En suma, de toda una contrarrevolución que amenaza con devolvernos, no ya al franquismo, sino mucho más allá, a lo más profundo del marasmo de la Restauración y el ambiente caciquil del siglo XIX.
Los tiempos de la meritocracia se han terminado, se nos dijo hace doce años. Quizá no fuera más que el comienzo de un largo y profundo error, el de claudicar al reflejo deforme que proyectábamos en el espejo popular. Cuidado con los espejos y los espejismos populares, porque los tiempos de la meritocracia, en Occidente, están bien lejos de haber tocado a su fin.
Concluyamos que proferir blasfemias en lugares sagrados es pecado y se paga con terribles penitencias. Y que se me perdone la hipérbole, pero una blasfemia es siempre una blasfemia, cualquiera que sea la explicación que se le quiera dar. Estaremos de acuerdo en que el cura no puede decir en la misa de Nochebuena que Dios ha muerto, por mucho que luego intente convencernos de que en realidad ha querido decir otra cosa. Si se ha leído a Nietzsche, por mí perfecto, pero en el púlpito se lo tiene que callar.       

Abstract

The neologism "meritocracy" was introduced by the British sociologist and politician, Michael Young, in his novel The Rise of Meritocracy, published in 1958. It was a satire that questioned the conservative concept of equal opportunities. The word was a great success in the USA and the UK, where it is on every prestigious political discourse. Countries with first level educative systems, like Singapore and Finland, support the application of the meritocratic principle concerning the access to public office. In Spain, however, certain kind of sociology has considered meritocracy a reactionary concept, giving place to the ideological basis of a deeply-entrenched prejudice against professions that, like notaries public and registrars, are based on the ideas of merit and individual capacity. We should not subscribe this prejudice because, in the West, meritocracy is still in force.

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