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JUAN CRUZ
Periodista

Juan Marsé escribe descalzo, o al menos así aparece en algunas fotografías; descalzo, sentado ante su mesa de madera; alrededor reina un orden que parece hecho antes de amanecer, y por la ventana entra un rayo de sol con cuyas sombras él juega. Su perro, un ejemplar hermosísimo de labrador, viejo y tranquilo, descansa a sus pies. Daría la impresión de que su cuarto de trabajar es un taller artesano en el que él entra como para hacer meditación o para esculpir una piedra. Cuando se sienta lo que busca son memorias y argumentos; luego escribe, y lo hace con la maestría que acaso le viene con la experiencia y con la luz.
En la habitación flota un ambiente de enorme paz, una tranquilidad que se posa sobre sus ojos y que se agradece. Como si de pronto esa casa y esos ojos fueran los de un hombre en paz. En algún momento sientes, ante él, que si te quedas en silencio esa armonía que se percibe al llegar seguiría intacta, perfecta.
No es muy común percibir esa sensación en compañía de un autor, de un creador de mundos, de un director de cine, de un pintor, o de un literato; en general, estos personajes se muestran tensos, casi secretos, se vuelven sobre sí mismos como si estuvieran persiguiendo algún secreto y éste se hallara en la lejanía, o más allá del mundo, oculto dentro de un espíritu al que ellos luego dan cuerpo en forma de personaje.

"Alternó en un tiempo su dedicación, o su sueño literario, con el de la orfebrería joyera, y cuando ya se le abrieron los mundos del éxito y de (cierto) dinero, se dedicó tan solo a la literatura"

Él ha creado algunos de los personajes más importantes de la novela española de la posguerra, empezando por el personaje de Teresa, de Últimas tardes con Teresa, aunque de ese libro yo siempre me he quedado con el Pijoaparte. Teresa y Pijoaparte contribuyeron a quitarle los velos a la España de los setenta, esa España aún aburguesada y terrible por la que no se colaban ni el humor ni el amor en forma de obra literaria.
Luego Marsé fue ascendiendo, entre el humor, el amor y la historia, para dar novelas que le cambiaron el semblante a la escritura española. Alternó en un tiempo su dedicación, o su sueño literario, con el de la orfebrería joyera, y cuando ya se le abrieron los mundos del éxito y de (cierto) dinero, se dedicó tan solo a la literatura, combinada en un tiempo con las tareas perentorias de una revista que él, El Perich y Manuel Vázquez Montalbán convirtieron en legendaria, Por favor.
Desde hace mucho tiempo es un escritor a tiempo completo; acepta pocos compromisos periodísticos o públicos, porque cultiva su independencia (que se basa en la buena administración del tiempo) como un viejo lobo de mar, con uñas y dientes, sentado solo en su camarote, pues su habitación (la de Barcelona) es como un camarote, tranquilo, rodeado de fetiches, como una torre ensimismada.
Sale para ir al cine, o tomarse una copa, una sola copa de whisky. Le he visto en sus dos lugares de siempre, Barcelona y Calafell, y en ambos lugares muestra aquella sensación que en mi recuerdo predomina de él: la suavidad con la que trata las buenas cosas de la vida, y la rabia con la que afronta otras, como la actualidad o la Iglesia.

"Ha creado algunos de los personajes más importantes de la novela española de la posguerra, empezando por el personaje de Teresa, de Últimas tardes con Teresa, aunque de ese libro yo siempre me he quedado con el Pijoaparte"

El otro día estuve con él, en un restaurante de Barcelona, para una entrevista en la que compartía dúo con Isabel Coixet. La cineasta se retrasó un rato, y él esperó con nosotros; estuvimos hablando de fútbol (del Barça, de qué si no) y de lo que venden en la tienda del Barça, en la plaza de Cataluña. Le dije que le había comprado a mi sobrino un balón como el que se usó cuando se inauguró el Camp Nou, en 1957, y a él se le pusieron los ojos brillantes, deseosos, mientras apuraba el primer trago de su Jameson de mediodía, acaso el único del día, porque después comería con vino tinto.
Cuando le terminé de contar la historia del balón, seguía con los ojos brillantes, deseosos: “¡Ya sé lo que le voy a comprar a Guille!” Guille es su nieto, ya entrena en equipos infantiles de fútbol, y es sujeto de la mejor parte de sus conversaciones. Cuando ya entramos en materia, me paró y me dijo: “Quiero que conste una cosa”. Constará. “Quiero que conste que los obispos españoles y su COPE son una vergüenza nacional. ¿Pondrás eso?” Pues claro que lo pondré.
Entonces se relajó en la silla, como si estuviera satisfecho de haber corrido una maratón, y se puso a hablar de cualquier cosa. Hace algunos otoños me llamó mientras yo estaba al borde del mar, en Tenerife; no le funcionaba la conexión de Digital + y él deducía que yo podía ayudarle. Quería ver un partido ¡Milán-Betis!. ¿Un Milán-Betis? “¡Es que quiero ver fútbol, cojones!” Le ayudé a arreglar su conexión, y luego me llamó: “¿Cómo coño consigues que funcionen estos aparatos?”
Es un hombre apasionado pero tranquilo, un escritor que ha despreciado siempre, activamente, la solemnidad, la de la Iglesia y la de las instituciones; un día dejó un premio literario con cajas destempladas y hubo algunos que se lo reprocharon. No sabían que Marsé, llegado a un punto, y no es el hombre tranquilo que juega con las sombras de su ventana, sino un tipo de rompe y rasga que es capaz de encenderse una cerilla con el ardor de su cabreo.
Luego eso lo pone a cocer y le salen los hermosos libros que le salen.
Siempre te saluda, al teléfono, “¡Ey!”, y según la entonación yo sé que está feliz o cabreado. Y, la verdad, casi siempre lo encuentro feliz.

 

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