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¿REINCIDENCIA EN EL ERROR?

El día 9 de mayo de 2006 la sociedad española quedó conmocionada por la noticia de la irrupción de la policía en las sedes centrales de dos conocidas empresas que venían operando en el sector de las inversiones filatélicas, con el consiguiente cierre de las mismas.
La actividad de dichas empresas, a las que habían confiado sus ahorros varios cientos de miles de familias españolas, venía desarrollándose durante decenios a la vista del público y de las autoridades y sin que nadie hubiera cuestionado su regularidad. Sin embargo, la querella de la Fiscalía anticorrupción que desató la fulminante intervención –y que a su vez tomaba pie de un informe de la Inspección de la Agencia Tributaria- imputaba a estas empresas graves delitos como estafa, fraude fiscal, blanqueo de capitales, insolvencia punible, administración desleal y falsedad en documento privado.
Resulta que el negocio de estas empresas se basaba en la presuposición  –compartida con todos sus clientes- de que los activos filatélicos –los sellos de correos- incrementan su valor como posible objeto de coleccionismo de forma poco menos que automática, regular y perfectamente predecible con el simple paso del tiempo. Partiendo de esta presuposición, se organiza una actividad consistente en que la empresa en cuestión adquiere partidas enteras de sellos que a continuación vende a sus clientes comprometiéndose a recomprar los sellos por un determinado sobreprecio que incorpora una rentabilidad fijada simplemente en función del tiempo transcurrido (por ejemplo, un 6 % anual). Según la Fiscalía, tanto en el momento de la venta inicial como después los sellos objeto del negocio están sobre valorados de forma completamente discrecional por la empresa y los fondos para pagar las rentabilidades prometidas a los inversores proceden de las cantidades que se obtienen de nuevos inversores que entran en el negocio, una pirámide financiera carente de base económica, que sólo se mantiene por la propia inercia de un negocio en continuo crecimiento y abocada al colapso final.
Pero, aun siendo así, lo cierto es que la base inferior de la pirámide venía creciendo de forma regular gracias al afanoso trabajo de los comerciales de estas empresas. De manera que en la fecha de la intervención las mismas se encontraban al corriente en el puntual cumplimiento de todos sus compromisos contractuales y fue precisamente la intervención pública al paralizar su actividad lo que desencadenó la situación de insolvencia y la consiguiente declaración del concurso, en el que se estima que los aproximadamente 460.000 afectados pueden llegar a percibir tan solo una cuarta parte de las cantidades invertidas.
No es extraño entonces que una parte de los damnificados, junto con los empleados y titulares de las empresas implicadas, jaleados por algún que otro partido político en precampaña electoral, hayan pretendido responsabilizar a la Administración pública por la debacle acaecida, reputando injustificada la intervención contra unas empresas que llevaban años desarrollando una actividad comercial lícita, y cuya ruina habría sido provocada precisamente por la intervención, al destruir la confianza en el mercado de activos filatélicos, que tan buenos rendimientos había venido dando durante años.
Frente a semejante imputación, la oportunidad de la intervención vendría justificada, en último término, por la necesidad de poner freno a un negocio piramidal, de evitar que la bola siguiera creciendo e incrementando indefinidamente su peligro potencial, aunque ello supusiera precipitar el daño de los clientes actuales, los atrapados justo en el momento de la crisis, los cuales, por otra parte, habrían sido víctimas de su propia codicia e irreflexión, al ser tan confiados en una simple relación entre particulares.

La actividad de empresas a las que habían confiado sus ahorros cientos de miles de familias venía desarrollándose sin que nadie hubiera cuestionado su regularidad. Sin embargo, la querella de la Fiscalía que desató la intervención imputaba a estas empresas graves delitos

Pero esta última consideración suscita inmediatamente un interrogante no menos inquietante para la Administración pública: si tan evidente es que la actividad de estas empresas era un tinglado financiero piramidal y no una actividad de genuina comercialización de bienes tangibles, ¿cómo se ha podido desarrollar esta actividad a la vista de todo el mundo durante tiempo sin reacción por parte de la Administración, en especial por los organismos encargados de supervisar el mercado financiero? ¿Y cómo es que, menos de tres años antes de la intervención, en la nueva Ley reguladora de las instituciones de inversión colectiva de noviembre de 2003 se incorporó casi por sorpresa y a última hora una disposición adicional 4.ª que daba cobertura legal a una actividad negocial coincidente justamente con el tipo de negocio que venían desarrollando estas empresas?: contratos de mandato de compra de bienes como sellos, monedas, antigüedades, obras de arte y similares junto con un mandato de venta de los mismos y un compromiso de recompra en caso de no encontrarse un tercer comprador. Una actividad que la citada norma legal vino a calificar expresamente como comercial, excluyéndola del ámbito de competencia de las autoridades supervisoras del mercado financiero y de las instituciones de inversión colectiva reguladas en el cuerpo de la ley en cuestión.
Con semejantes antecedentes, en un contexto tan controvertido y litigioso, con unos intereses patrimoniales tan cuantiosos en juego y a las puertas ya de unas elecciones generales, el Gobierno ha preparado y remitido a las Cortes un cuando menos sorprendente Proyecto de Ley –que está a punto de concluir su iter legislativo, si es que no lo ha concluido ya cuando se publiquen estas líneas- de protección de los consumidores en la contratación de bienes con oferta de restitución del precio.
Se trata de una norma que pretende someter el sector de las inversiones en bienes tangibles a unas garantías muy rigurosas que hagan imposible la repetición de nuevos escándalos como el vivido en el ámbito filatélico. Entre las garantías proyectadas llama extraordinariamente la atención una medida que afecta de lleno a la profesión notarial: se hace obligatoria la formalización de todos los contratos comprendidos en el ámbito de aplicación de la ley en escritura pública notarial. Junto a ello, se exige la entrega de una oferta contractual con una información muy completa con quince días de antelación a la fecha de celebración del contrato y la prestación de un aval bancario que garantice la restitución de las cantidades prometidas, se sancionan con la nulidad todos los contratos celebrados con infracción de las normas de la ley y se establece un régimen sancionatorio a cargo de las autoridades de consumo.
Pero lo más importante de todo es que la norma proyectada, en la línea de la citada disposición adicional 4ª de la LIIC, sigue considerando estas actividades que regula como comerciales y no financieras, de manera que las empresas que las realizan son tratadas como meras empresas mercantiles, no sujetas a ningún estatuto personal peculiar (como sí sucede con las entidades que operan en el ámbito financiero).
Desde la redacción de esta revista se supone que hemos de ver con buenos ojos una norma como la proyectada, en la medida en que la misma vendría a confiar a la función notarial un papel protagonista en la protección del consumidor en un terreno que se ha revelado tan delicado. Pero por encima de la alta consideración que nos merece la función que ejercemos y de cualquier interés corporativo está nuestro compromiso intelectual y moral con el realismo y el sentido común. Así, mucho nos tememos que la norma proyectada supone un grave desacierto legislativo que difícilmente se puede corregir con algún retoque parcial, porque el error es de concepto y vicia de raíz toda la norma. En definitiva, lo que vendría a hacer esta ley es tapar un error con un nuevo error, un sostener el error en vez de enmendarlo.
En pocas palabras, si la actividad que regula esta norma es meramente comercial, entonces todas las cautelas que instaura sobran y carecen de todo sentido, y la mejor prueba de ello es que de rebote y sin quererlo, actividades claramente comerciales, como toda aquella actividad de comercialización de bienes corporales por parte de aquellas empresas comerciales que se comprometen a devolver el precio pagado por el cliente si éste no queda satisfecho (como sucede con cadenas comerciales muy conocidas), estarían sujetas a esta ley y a todos los rigurosos requisitos que antes mencionamos. Mientras que si en la actividad regulada hay algo que excede de lo meramente comercial y por ello requiere de unas cautelas específicas, porque en realidad lo que subyace a la operación es una captación de ahorro del público, entonces ¿no sería lo procedente aplicar todo el riguroso régimen legal propio de las actividades financieras? 

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