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JOAQUÍN ESTEFANÍA
Periodista y economista. Dirige la Escuela de Periodismo de la Universidad Autónoma de Madrid/EL País

Según algunos indicios, conforme aumenta el paro se multiplica el número de personas que quieren opositar para ser funcionarios. La inseguridad potencia los estímulos para conseguir un empleo fijo. Y sin embargo, al mismo tiempo, en cualquier conferencia, coloquio o simposio sobre el mundo de los emprendedores, el universo de los que participan en ellos es cada vez mayor. Empresarios, emprendedores e innovadores no son exactamente la misma cosa, pero se parecen mucho. En una jornada sobre el día de la persona emprendedora, celebrada en Cádiz a principios del mes de mayo (en la que participaron más de tres mil asistentes) se decía textualmente que "el perfil del emprendedor es el de una persona de entre 25 y 45 años, con estudios universitarios de titulación media o superior, de talante innovador, con interés en crearse su propio modo de vida e interesado por inicial una aventura empresarial. Aunque la mayor parte de los emprendedores continúan siendo personas jóvenes que han terminado recientemente sus estudios, también está surgiendo la figura del emprendedor de más edad que quiere establecerse por su cuenta o derivar su negocio en otra nueva fórmula empresarial".

"Dos problemas han de soportar los emprendedores jóvenes en estos momentos de una crisis económica que pronto hará dos años que comenzó: la renuencia de las entidades financieras a conceder créditos, y la aversión al riesgo que se genera en momentos de dificultades"

Dos problemas, por encima de los demás, han de soportar los emprendedores jóvenes en estos momentos de una crisis económica que pronto hará dos años que comenzó: la renuencia de las entidades financieras a conceder créditos, y la aversión al riesgo que se genera en momentos de dificultades. Sobre el primero ya se ha escrito mucho: las cañerías del sistema financiero han estado secas durante muchos meses y aunque ahora en algunas de ellas empiece a sonar el gorgoteo que señala un hilito de dinero, éste va fundamentalmente a sus clientes preferentes, no a aquellos que empiezan.
De la aversión al riesgo se puede reflexionar recordando la propia Historia: las crisis multiplican el miedo. En su libro sobre el siglo XX, el gran historiador británico Tony Judd desarrolla esta idea. Ahora no se trata del miedo al terrorismo, que también, sino a la inseguridad económica, al otro, al inmigrante que viene de fuera y compite con nuestro puesto de trabajo y con las prestaciones del Estado del Bienestar. En estas condiciones, el miedo resurge como un ingrediente activo de la vida política de las democracias occidentales; el miedo a la incontrolable velocidad del cambio, a perder el empleo, a quedar atrás en una distribución de recursos cada vez más desigual. A perder el control de las circunstancias y rutinas de la vida diaria. Y quizá, o sobre todo, miedo no sólo a que ya no podamos definir nuestras vidas sino también a que quieren tienen la autoridad hayan perdido el control a favor de fuerzas que están más allá de su alcance.
En este entorno cobran más importancia que nunca las instituciones. De nuevo la Historia nos muestra que cada vez que se produce una crisis tan extrema como la que estamos viviendo, los ciudadanos redescubren de modo agudo la necesidad de instituciones eficaces, la necesidad de lo colectivo, la importancia de estar bien gobernados, la significación de los servicios públicos y su buen funcionamiento, la centralidad de un Estado del Bienestar lo más potente y eficaz que sea posible. Sólo que ahora, a diferencia de otras coyunturas históricas, hay que hacerlo en el marco de referencia de nuestra época: la globalización.

"El miedo resurge como ingrediente activo de la vida política de las democracias occidentales; miedo a la velocidad del cambio, a perder el empleo, a quedar atrás en una distribución de recursos cada vez más desigual, a que quienes tienen la autoridad hayan perdido el control a favor de fuerzas más allá de su alcance"

Como consecuencia de ello se está redefiniendo la visión del progreso. Durante muchos años algunos economistas relacionaron casi exclusivamente las causas del progreso de un país con la dotación y el uso de los factores productivos de que dispone (tierra, capital -físico y tecnológico- y trabajo). Ahora hay que complementar esos factores de la producción, que se han denominado el hardware de la economía, con el software de la misma: la calidad del marco normativo y de las instituciones. Éstas, cuando funcionan bien, reducen la incertidumbre, aminoran los costes de transacción y facilitan la coordinación social.
Seguramente es cierto que España constituye un marco social, jurídico y económico en el que, por distintas razones, se registran menos vocaciones empresariales que en otras zonas del planeta, como el Norte de Europa, en donde existe mayor propensión a atender riesgos empresariales y a desarrollar proyectos económicos. Pero ello no se debe a factores singulares, idiosincrásicos, genuinamente españoles, a rasgos culturales incurables, sino a otros elementos que, en parte, tienen que ver con el modelo de crecimiento o al comportamiento de las instituciones. El debate sobre ello ha sido extenso y estructural (véase el excelente libro Emprendedores y función empresarial en España, de Juan Moscoso del Prado Hernández. Instituto de Estudios Económicos), pero a ello se deben unir las difíciles condiciones de la coyuntura.

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