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Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en los asuntos de Herri Batasuna y Batasuna contra España

Una de las grandes ventajas de plantear viejos temas en nuevos foros (especialmente si están muy alejados de la atmósfera mediática un tanto viciada que suele envolver esos asuntos) es la frecuencia con la que se obtiene una perspectiva novedosa capaz de arrojar mucha luz, tanto sobre ese concreto caso como sobre otros conectados. No cabe duda de que esto es lo que ha ocurrido con la muy citada pero poco comentada Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 30 de junio de 2009, que resuelve las demandas de Herri Batasuna y Batasuna contra España.
Más de cuatro quintas partes de la sentencia se dedican a recoger los antecedentes y circunstancias del caso: la promulgación por el Parlamento español de la Ley Orgánica 6/2002 de partidos políticos, el recurso de inconstitucionalidad presentado por el Gobierno del País Vasco, la Sentencia del Tribunal Constitucional amparando la Ley, la sentencia del Tribunal Supremo declarando ilegales a Herri Batasuna y Batasuna, los recursos de amparo de estas asociaciones ante el Tribunal Constitucional y la sentencia final de este último órgano. Pues bien, tanto la argumentación de los demandantes, como la del Estado demandado y la de las sentencias que resuelven los casos, giran obsesivamente en torno a la distinción entre fines y medios, planteamiento que se repite en la demanda y en la contestación a la demanda ante el Tribunal Europeo. Para el Gobierno del País Vasco y para Batasuna la Ley criminaliza ciertos fines, al imponer un modelo de “democracia limitante” en el que se exige, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al Ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución. Frente a esta argumentación, demandados y sentencias nacionales sostienen que la Ley distingue perfectamente entre fines proclamados por un partido, de un lado, y sus actividades, de otro: “Cualquier proyecto u objetivo se entiende compatible con la Constitución siempre y cuando no se defienda mediante una actividad que vulnere los principios democráticos o los derechos fundamentales de los ciudadanos”. Lo que se enjuicia, en consecuencia, son las “conductas” de los partidos, y “no las ideas y programas que, eventualmente, puedan también perseguir organizaciones terroristas” (STC).

"La sentencia viene a superar la clásica retórica que distingue entre fines y medios"

Es indudable –por la sentencia que terminó dictando- que toda esta argumentación debió sorprender un tanto al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). Lo que resulta a la postre bastante comprensible, porque su perspectiva es muy distinta. No es sólo que el Tribunal carezca de complejos democráticos de ningún tipo (como son tan frecuentes aquí por razones históricas obvias, pese a que ya deberían estar superados) sino que la realidad sociológica y política a la que está habituado es completamente distinta. En Europa no existen partidos políticos vinculados a organizaciones terroristas activas. Este anacronismo es, por desgracia, exclusivamente español. Lo que existen son partidos cuyos idearios (o “fines”) vulneran libertades y principios democráticos fundamentales, por lo que la jurisprudencia habitual del Tribunal ha consistido en deslindar con precisión cuando puede considerarse que un partido traspasa esa línea roja que debe implicar su exclusión del juego político.

"La falta de respeto a las formas democráticas constituye un atentado directo a los principios básicos que sustentan una sociedad libre"

Este planteamiento implica una lógica superación de la clásica retórica que distingue entre fines y medios, porque es evidente “que los estatutos y el programa de un partido político no pueden ser tomados en cuenta como único criterio para determinar sus objetivos e intenciones. Es preciso comparar el contenido de dicho programa con los actos y tomas de posición de los miembros y dirigentes del partido en cuestión”. El Tribunal considera que “no puede exigirse del Estado que espere para intervenir a que un partido político se apropie del poder y comience a poner en práctica un proyecto político incompatible con las normas de la democracia”. Ciertos ejemplos históricos sobradamente conocidos bastarían para convencer a cualquiera. “Los actos y discursos constituyen un todo que da una imagen neta de un modelo de sociedad concebido y propugnado por el partido y que estaría en contradicción con la concepción de una sociedad democrática”.
Resulta un poco triste que hayamos tenido que esperar a la sentencia de un Tribunal internacional para caer en la cuenta de existencia de uno de los postulados básicos de cualquier Estado de Derecho: la imposibilidad de distinguir entre fines y medios. Las formas democráticas constituyen la esencia misma de la democracia, en cuanto sirven de freno al poder arbitrario y de garantía a las libertades fundamentales. Cuando se dejan de respetar no estamos por tanto ante un problema de segundo orden que no debe menoscabar la legitimidad de los teóricos fines políticos perseguidos, sino ante un atentado directo a los principios de la sociedad democrática que revela una concepción de la sociedad política incompatible con las libertades democráticas.
Por eso, esta sentencia arroja mucha luz sobre la actual coyuntura política española. Por supuesto, sobre la verdadera naturaleza de estos concretos partidos ilegalizados; también sobre la de otros que han sabido aprovecharse muy bien durante muchos años de esa falaz distinción; y por último –indirectamente- sobre el peligro implícito que siempre conlleva minusvalorar los instrumentos democráticos en aras a fines supuestamente superiores.

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