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IGNACIO GOMA LANZÓN
Notario de Madrid

Este verano, en una conversación de amigos, salió a colación el tema de los vuelos de bajo coste y su posible incidencia en la seguridad aérea. Había quien opinaba que la razón del bajo coste se encontraba en una mejor gestión de los recursos, la utilización de aeropuertos secundarios, eliminación de costes superfluos y en el hecho de no contar con las enormes cargas heredadas de unas plantillas casi funcionariales. Otros, entre los que me encontraba, pensábamos que, con ser esos hechos reales, resulta difícil de creer que tal reducción de costes no afectará también a otros apartados como la seguridad, quizá en aspectos poco controlables o poco visibles para el gran público (no se trata de que no pongan cinturones de seguridad o chalecos salvavidas). Y había un argumento comparativo: lo cierto es que resulta extraño que un vuelo a Londres pueda costar menos que el mismo viaje en autobús.
Evidentemente, tal discusión se producía en un ámbito distendido y de tertulia (a pesar de las reticencias, todos habíamos realizado vuelos de bajo coste), y por tanto las posturas se vertían sin valor ni efecto alguno, conscientes de no representar verdadero conocimiento- epistéme- sino simple dóxa –opinión.
Pero poco después, la lamentable racha de accidentes aéreos de agosto de este año sí que motivó algunas declaraciones de personas que podían alegar un conocimiento directo de la situación y que me sugirieron paralelismos interesantes. En efecto, varios medios de comunicación se hicieron eco de las denuncias de un representante del sindicato de pilotos y de pilotos que permanecían en el anonimato que ponían de manifiesto algunas circunstancias inquietantes: que ciertas compañías presionaban a los pilotos para cargar el mínimo combustible necesario para ahorrar costes (entiendo que por el peso del mismo), aun a riesgo de que en caso de una emergencia fuera más difícil alcanzar otro aeropuerto de resguardo. Y ello agravado por el hecho de que, al utilizarse aeropuertos secundarios, la posibilidad de solventar las emergencias se reducía considerablemente.

"¿Cuántos accidentes se habrán de producir para que caigamos en la cuenta de que la competencia salvaje puede llevar también a una reducción de calidad en el servicio y a una merma en la seguridad?"

No obstante, esto, aunque preocupante, quizá esté dentro de los parámetros de seguridad establecidos por la autoridad de navegación aérea. Pero es que también se aludía a que en ocasiones había infracciones evidentes del reglamento, como que ciertas compañías presionaban a los pilotos para no comunicar a los técnicos de mantenimiento, mediante su constancia en el libro que obligatoriamente hay que llevar, las incidencias que se producían durante el vuelo, sino que se transmiten bajo mano al siguiente piloto porque de otra manera los técnicos retrasarían el vuelo hasta comprobar exhaustivamente el incidente. O que vuelan más horas de las estipuladas y que en ocasiones van de copilotos alumnos en prácticas que incluso pagan por las mismas, aun a riesgo de que si le pasa algo al piloto no haya recambio cualificado. O que las compañías subcontratan determinados servicios a pesar de mostrar externamente todos los signos aparentes de la compañía.
Tales declaraciones dan que pensar, aunque evidentemente no podemos saber qué grado de verosimilitud hay que concederles y en qué medida tales opiniones puedan ser interesadas; pero, en todo caso, sí nos dan pie a establecer una cierta generalización y un paralelismo con otras profesiones como la nuestra. Pues esta polémica abierta en relación a los vuelos de bajo coste ¿no es, en definitiva, un trasunto del debate entre liberalismo y comunitarismo, entre libre competencia y protección del mercado y de los consumidores, del debate actual sobre la globalización?
En la medida en que el fin único del juego económico sea la máxima rentabilidad y la regla principal de dicho juego sea que gane el más fuerte, es evidente que se obtendrá una mayor eficiencia (si no se cae en el monopolio), pero estos accidentes y estas declaraciones nos alertan sobre si no se estarán poniendo en juego también otros valores en tanto que la maximización del beneficio, la lucha selvática por el sobrevivir y la lenidad de las autoridades, poco inclinadas a ir contracorriente, impulsan a los participantes en este juego de la vida a acercarse peligrosamente e incluso sobrepasar en ocasiones la frontera de lo admisible.
Y a esta cuestión no somos ajenos los notarios. Al contrario, creo que somos vapuleados especialmente por esta lucha de corrientes de pensamiento en cuanto controladores de un mercado al que, sin embargo, hay que servir eficientemente, como uno Jano bifronte, como un híbrido de funcionario ajeno a esas corriente y profesional que sí las siente y que nota interiormente la tensión de estas fuerzas que tiene por misión cohonestar. Seguramente un empresario dirá que más difícil es estar de lleno en el mercado. No digo que no, cada cual tiene su problemática. Pero lo cierto es que las presiones que reciben los pilotos para reducir costes o para flexibilizar requisitos son equiparables a las que pueden recibir hoy día los Notarios por parte de los operadores económicos o incluso del mismísimo Estado para reducir sus costes y flexibilizar sus requisitos y así adaptarse a la rapidez y eficiencia de un tráfico globalizado, que se considera un objetivo prioritario.
Y la lucha por el cliente que implica esta idea ¿va a significar solo una reducción en la minuta –limitada por el arancel- o también un mirar a otro lado a favor del cliente fuerte, confiando en que nada pasará, o un relajar los formalismos para una mayor rapidez? La cuestión es: ¿cuántos accidentes o catástrofes aéreas o jurídicas se habrán de producir para que caigamos en la cuenta de que la competencia salvaje puede llevar también de la mano, junto a una reducción de costes, una reducción de calidad en el servicio y a veces una merma en la seguridad, aérea o jurídica?

"Cabe plantearse si la competencia ha de ser una regla absoluta o si hay valores que deben estar más allá del juego del mercado, como la vida humana, la fe pública y su correlato de seguridad en las adquisiciones y el tráfico en general"

Que conste que no me opongo a la idea –quién soy yo para ello- de la competencia como principio esencial para la dinamización de la economía y obtención de la eficiencia. Pero sí tengo derecho a plantearme si ello ha de ser una regla absoluta o si hay valores que deben estar más allá del juego del mercado, como la vida humana –por supuesto- pero también –salvando las distancias- la fe pública (y su correlato de la seguridad de las adquisiciones y del tráfico en general) y otros muchos. Para mí que en esta cuestión lo importante no son los dogmas, sino las dosis. Así por ejemplo, en el binomio grandes superficies-pequeño comercio, ¿el único interés en juego es el precio de las mercaderías? El urbanismo ¿ha de ser objeto de una intervención administrativa absoluta o de una liberalización total? Quizá la solución esté en un adecuado porcentaje de un elemento y otro.
La calidad del servicio puede ser mejor o peor en ciertos bienes económicos, pero eso a lo mejor se puede paliar si el consumidor está informado de los riesgos que corre y puede elegir, siempre que no se pongan en peligro valores fundamentales. Pero la cuestión es más complicada cuando el servicio que se presta participa de la función pública, y así ocurre en el nuestro pues la dación de fe notarial compromete a todos los mecanismos del Estado (independientemente de la adecuación al ordenamiento jurídico que como profesional realiza). Por ello este servicio ha de tener una calidad contrastada y homogénea entre todos los profesionales que la prestan, que no pueda ser puesta en peligro por una competitividad desaforada. Y como muestra, un botón: recuérdese el papel de las auditoras del escándalo Enron, que encargadas como profesionales independiente de examinar las cuentas en beneficio de lo socios, acreedores e inversores, “redujeron” su profesionalidad para no perder el cliente.

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