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JAVIER PRIETO DE PAULA CONCA
Abogado

DERECHO Y LITERATURA

Terminaba mi café en la cantina del juzgado cuando alcé mis ojos sobre la taza y vi después de largos años al abogado viejo. La casualidad quiso que un cliente suyo y otro mío, después de cartearse exponiendo sus encontradas razones, decidieran resolver su desacuerdo por la vía contenciosa. Yo era el letrado de Prócoro Bellpuig, un empresario de la industria panadera venido muy a menos, que reclamaba el pago de concretas cantidades prestadas esgrimiendo el contrato donde la deuda venía reconocida. Él defendía a Inocencio Porro, harinero de profesión casi desde que adquirió condición jurídica de persona física, el cual alegaba, desnudo de documentos, que ya había satisfecho su deuda “pagando en mano, como siempre se han hecho las cosas entre hombres”. Mi cliente mentía, pero con los papeles a la vista se barruntaba una sentencia favorable para él, con el consiguiente enriquecimiento injusto. Ya se sabe que los pagos a escondidas no suelen dejar rastro, y se sabe también que los jueces no persiguen tanto la verdad como las certezas jurídicas, da lo mismo si responden o no a las exigencias de verdad mientras consten debidamente acreditadas.
La espera previa al juicio, normalmente tediosa, la dediqué a revisar el aspecto y las liturgias del abogado viejo, rara avis en un mundillo tan cambiante que no tiene piedad con los mayores que se van quedando rezagados. Su toga emitía señales contradictorias: tenía algunos costurones que él no se preocupaba de ocultar, como si fuesen cicatrices honrosas de antiguas contiendas épicas; pero, a la vez, se la veía cuidadosamente planchada y con sus iniciales bordadas con recamos de oro en la pechera. Sosteniendo sobre la espalda el peso de la vida, iba y venía con parsimonia a lo largo del pasillo, una mano en el bolsillo del pantalón y la otra libre para apoyar con gestos mesurados lo que quiera que estuviera diciendo. Miraba afectuosamente de reojo a otro abogado con cara de angelote adolescente que, un paso más atrás, escuchaba sumiso sus lecciones peripatéticas mientras trataba de no pisarle los faldones. Me sonreí, nostálgico, al recordar mis años de estudiante, y pensé en aquellas admirables pautas de vida de los grandes juristas romanos, cuyas gestas morales leía cada noche hasta caer rendido. Uno es libre para soñarse como quisiera ser, y yo me vi en ese instante quebrantando mis obligaciones de letrado y destapando la mentira de Prócoro Bellpuig, como cuando Papiniano asumió su muerte por negarse a defender ante el senado el asesinato de Geta por su hermano Caracalla (“es más fácil cometer un parricidio que justificarlo”).

?Vista de juicio oral del Procedimiento Ordinario 103/2014. Pueden pasar las partes. Demandante a la derecha y demandado a la izquierda de su señoría. Y rápido, por favor, que todavía nos quedan dos desahucios y una incapacitación, y aquí todos comemos.
Perseverando Ramírez, sempiterno oficial de aquella sala, había hablado con su tonillo nasal y la desgana que se atribuye, no siempre sin razón, a los funcionarios, inmune a las cuitas que allí se ventilan cada día. De vuelta de mi embelesamiento, ordené en el estrado las cuartillas donde había anotado los datos en que basaría mi intervención. Todo apuntaba bien, y solo me preocupaba ahuyentar, o al menos desviar, la sospecha de que este procedimiento traía causa del mal momento que atravesaban los negocios de mi cliente: no en vano, habían pasado casi diez años desde que la presunta deuda devino líquida, vencida y exigible. Así que consensué con Prócoro que en su declaración explicara la tardanza en reclamar alegando que esperó hasta que no pudo más, porque había querido a Inocencio como a un hermano de sangre.
—Con la venia de su señoría —cumplió el protocolo el abogado viejo, dirigiéndose después y con algo de pompa a mi cliente?. El fin último de la justicia es dar a cada uno lo que le corresponde, el suum cuique. Usted sabe ?dijo mirando a Prócoro? que don Inocencio Porro le pagó convenientemente su deuda hace casi una década, aunque lo hiciera sin tomar las precauciones legales que usted sí tomó cuando le prestó el dinero. Si cobrara la cantidad que ahora reclama lo habría hecho dos veces, lo cual lo convertiría en, permítaseme el oxímoron, beneficiario de una injusticia, y todo ello iría, de más está decirlo, en menoscabo de la verdad y a despecho de su conciencia. Así que yo le doy, señor Bellpuig, la opción de que desista ahora de su petición, y mi palabra de que, para el mundo y en lo que a mí y mi cliente concierne, este procedimiento no habrá existido jamás.
Las  reflexiones del abogado viejo, dichas en voz alta, no podían obedecer a su candidez: de sobra sabía él que nuestra profesión se alimenta precisamente de mentirosos, incumplidores o delincuentes. Así que supuse que responderían al compromiso propio de quien no quiere abrir la mano y dejar marchar un vínculo ya muy tenue con los principios morales del hombre. Tampoco tuve mucho tiempo para profundizar en mi reflexión, porque la jueza ordenó de inmediato, un punto descompuesta, desconectar el vídeo de la vista.
?Francamente, señor letrado, me deja usted de piedra. Dígame: ¿acaso existe un artículo de la Ley de Enjuiciamiento Civil que le faculte para buscar una transacción en medio del interrogatorio de parte? Y no me venga con la tutela judicial efectiva ni con el principio de libre disposición, que han tenido mucho tiempo ?le espetó sin consideración a sus canas, antes de callar durante unos segundos que se me hicieron muy largos?. Mire: de buena gana le inadmitía la pregunta por impertinente, pero no me voy a dar el gusto porque me consta que los de la Audiencia Provincial me tienen por rigorista, cartesiana y gongorina. ¡Perseverando! ?se dirigió al oficial?: dale otra vez al rec y hagan todos como si nada.
Restablecida la grabación, su señoría se dirigió al señor Bellpuig y le preguntó, cumpliendo con desgana el trámite, si se ratificaba en su escrito de demanda y en su petición de condenar a Inocencio Porro al pago de la deuda. Estaba tan convencida de la innecesariedad de la pregunta que la formuló canalizando una respuesta afirmativa: “¿Verdad que se ratifica…?”.
—Pues no. Lo cierto es que no ?contestó Prócoro Bellpuig con la rotundidad de un converso.
Recibí aquella negación con estupor, y enseguida entré en un estado de ataraxia casi mística. Al principio, silencio denso. Luego creí percibir la melodía embriagadora de una suite de Händel que posaba sus acordes en el polvo en suspensión de la sala, coloreado por los rayos de un sol tibio que se colaba por la ventana de climalit como a través de las vidrieras de un rosetón catedralicio. En esas, un murmullo creciente y miradas cómplices de cada quien con cada cual, ayudándose recíprocamente a creer en lo increíble. Y al final la celebración, cada uno a su particular manera. Inocencio Porro estrujaba agradecido una estampa de San Nicolás de Bari, patrón de las causas imposibles. La jueza, como si acabara de decidir que era mejor alegrarse por el trabajo que se quitaba de encima que enfadarse por el que había hecho en balde, liberaba su melena y miraba confianzuda y cercana a Perseverando Ramírez, que no entendía qué ocurría aquel día en “su” sala, como él la llamaba, probablemente porque le pilló aletargado (“¿cómo?, ¿qué ha pasado?, ¿quién ha dicho qué?”). En mi desvarío onírico, llegué a ver la imagen presidencial de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos relajando su hieratismo para proceder a la recepción formal de un Papiniano redivivo que viniera a congraciarse con los afiliados al partido de quienes no justifican la sinrazón. Al abogado viejo, que permanecía inmóvil en la butaca, se le adivinaba la satisfacción de quien recoge, después de una vida predicando la naturaleza justa del ser humano, un fruto que ya no espera.
Prócoro Bellpuig dio entonces un par de toques al micrófono con el dedo índice, para comprobar que funcionaba, y volvió a intervenir como apostillando lo evidente:
—Dispense, señoría, no sé si me he explicado bien. Que como le decía, yo no me rectifico de nada.
Tras el paréntesis, se desencadenó lo previsible. Ajustado al guión que yo le había marcado la víspera, mi cliente negó sin enmendarse, una vez y otra vez, haber recibido pago alguno por parte Inocencio Porro. La ausencia de cualquier documento acreditativo de pago inhabilitó todo argumento de defensa: “quod non est in actis, non est in mundo”. El abogado viejo se fue paulatinamente deshinchando al escuchar a Prócoro mentir y al ver a los pocos testigos que acudieron a la cita negar lo que sí sabían (que hubo pago, aunque irregular) para eludir responsabilidades ante la agencia tributaria. Aun así mantuvo sobre la silla su postura serena, asumiendo estoicamente su derrota, como un general que queda solo dando órdenes a un ejército en desbandada, y que obliga al enemigo a tener que rematarlo. Le concedí ese honor cuando expuse mis conclusiones y rubriqué, mirándole teatralmente a los ojos, que el pago hecho por Inocencio Porro solo existía en su imaginación. El juicio quedó visto para sentencia y yo salí raudo de la sala, como si ya llegara tarde a alguna cita urgente. Afuera me esperaba Inmaculada, que me preguntó qué tal con indolencia.
Aún hoy no consigo arrancar de mi mente la mirada intraducible del abogado viejo mientras exponía mis conclusiones, en el instante en que supe que me había reconocido. Ahí pude sentir el desencanto de César al distinguir a Bruto entre quienes lo apuñalaban: el mismo desencanto que muchos años atrás don Justo Entrena, el abogado viejo, nos refería en una de sus clases de Teoría del Derecho.

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