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CARLOS E. RODRÍGUEZ
Periodista

Las circunstancias geográficas y territoriales contribuyen a hacer más compleja la situación de España en materia de inmigración. Somos la última frontera del sur de Europa y un país, que fue de emigrantes, sensibilizado además por fenómenos migratorios internos y conflictos de cohesión territorial. Eramos hace medio siglo un país pobre, que había llegado tarde a la revolución industrial y marginado por la incapacidad de construir un sistema democrático de convivencia. Somos ahora un país rico, octava o novena potencia económica del mundo, políticamente democrático, socialmente avanzado, plenamente inserto en el proyecto común de la Unión Europea y como parte de la Alianza Atlántica, una voz escuchada en el concierto internacional.
Para los africanos y latinoamericanos desfavorecidos de la fortuna somos, desde luego, la puerta más franqueable hacia la fortaleza europea de bienestar, pero también ya un objetivo de bienestar en nuestro propio territorio. Ya no solo vienen de paso, sino también para quedarse, y los latinoamericanos con la ventaja añadida del idioma. Para los orientales somos una interesante plataforma de penetración comercial hacia las dos riberas del Atlántico y en cierto modo, una plataforma de la que no necesariamente hay que saltar a ninguna otra parte en busca de caminos hacia los mercados occidentales.
Nuestros conflictos territoriales internos, que mirados por el envés suscitaban, pocas décadas atrás, inquietantes mimetismos balcánicos, son ahora, en feliz paradoja "cuando el cambio económico, político y social del país hace ya impensables los procesos de autodestrucción y guerras inciviles que España padeció en el pasado y que en décadas recientes han arrasado Yugoslavia a sangre y fuego", mirados por el haz, una rica fuente ya apaciguada de experiencia, que nos pone en condiciones privilegiadas para entender, afrontar e integrar el fenómeno multicultural que se avecina. Un país en sí mismo plural es lógico pensar que se encuentre mejor dotado para el multiculturalismo y ya se ve cómo la parte más plural e interiormente integrada de España, que es Madrid, es también donde se producen menos conflictos relacionados con la inmigración.

"La profundidad e intensidad con que la democracia ha calado en la conciencia individual y colectiva de los españoles explica la naturalidad con que la tan plural sociedad española está recibiendo e integrando el fenómeno de la inmigración"

Cierto que aún quedan en Catalunya gentes, cada vez menos, que parecen despertarse cada mañana con la idea de que el resto de España prepara algo contra ellos. Cierto que aún quedan en Euskadi visionarios de identidades raciales que sueñan con una falsa historia hecha de pueblos y no de seres humanos, de colectivos dominantes y dominados, en vez de individuos todos iguales en la plenitud de la ciudadanía democrática. Cierto que hasta en unas islas de gentes apacibles, como Canarias, aparecen ahora algunos energúmenos "pocos, todo hay que decirlo" que apalean a los "godos", de los que por otra parte descienden. Cierto que hasta en la tierra más bella de España, la del humor y el buen sentido de la vida, Galicia, algunos descubren ahora la importancia de venir de los suevos. Cierto que en algunas partes del país no se aprecia el valor social y cultural de Catalunya y lo que Catalunya ha aportado, y seguirá sin duda aportando, a la gobernabilidad y la modernización de España. Todo esto se desvanecerá muy pronto, cuando se vea, en las leyes y en los hechos, que la diversidad es conciliable con la cohesión.
Pero siendo cierto todo lo anterior, herencia de una historia compleja y difícil, no lo es menos la profundidad e intensidad con que la democracia, aunque haya tardado en llegar o precisamente por ello, ha calado en la conciencia individual y colectiva de los españoles. Y una parte de esa intensidad democrática es la naturalidad con que, anecdóticas excepciones aparte, la tan plural sociedad española está recibiendo e integrando el fenómeno de la inmigración. Dicen los inmigrantes que, por lo general, son mejor recibidos en España que en otros países de destino, y que encuentran más facilidades y mentes más abiertas a sus tradiciones y costumbres de origen. Pero conviene advertirles que las tradiciones y costumbres, por diversas que sean, no podrán exceder jamás el amplio marco que dibujan los principios democráticos y liberales de cualquier Constitución digna de ese nombre.

"Tenemos por delante un doble desafío: el de asumir la integración e integrar con plenitud de derechos a los inmigrantes, y el de conseguir que esa integración no debilite ni en lo mínimo la plenitud del edificio democrático construido"

Nos ha costado mucho, por ejemplo, tener un Estado constitucionalmente laico, respetuoso con todas las religiones, pero todas en su sitio, es decir, con las manos fuera de la política. Si esto lo hemos conseguido respecto a la religión católica, que tanto tiene que ver con nuestra propia historia, con más firmeza aún debe aplicarse a las religiones que nos llegan con la población inmigrante, y en particular y concreto, con el islamismo. El problema del islamismo es que no es una religión, sino una especie de "continuum" religioso-político, que excede incluso los peores recuerdos de cuando la Inquisición era el brazo policial secular de la Iglesia católica. Los inmigrantes de religión islámica, como los de cualquier otra confesionalidad, deben ser nítidamente advertidos de que en la España democrática moderna nadie "persona, colectivo o religión" está por encima de la Constitución, en cuanto normal legal máxima que extiende, a cada uno de los ciudadanos que aquí residen "sea cual fuere su origen, raza o credo", el amparo de las libertades individuales y los derechos civiles.
En definitiva, siendo las migraciones un fenómeno de extraordinaria importancia actual y humanamente merecedor de amparo "porque no hay fuerza humana que pueda, ni deba, impedir que las personas que viven en la pobreza o bajo la opresión, y sin expectativas en su propio país, vayan a donde hay trabajo, alimentos, educación y libertad", hay una obligación moral, por parte de los países de acogida, como ahora es España, de recibir, integrar y dotar de derechos ciudadanos a esos inmigrantes. Y de forma correlativa, para que se mantenga el fiel de la balanza, hay que exigir a cada uno de esos inmigrantes "y explicarles que es por su beneficio, especialmente claro en lo que se refiere a las mujeres islámicas"  el compromiso expreso con la Constitución democrática.
Cierto que no se requiere a los naturales del país la firma de la Constitución, pues va de suyo, en cuanto ciudadanos, la obligación de cumplir las leyes y en particular, la ley de leyes. Pero, protocolos jurídicos al margen, no se puede ignorar, en el caso concreto de los inmigrantes islámicos, la existencia de un conflicto, no tanto de civilizaciones como entre la luz y la oscuridad. No hay civilización en las sombras. Y es nuestra obligación procurar a esos inmigrantes no sólo trabajo y comida, sino especialmente derechos, hijos de la luz.
Por eso algunos entendemos que no sería descabellado que, en el momento de alcanzar su estatus de residencia, cada inmigrante firmase no tanto la Constitución, que está ahí y ya le obliga, sino la declaración expresa de entender y aceptar que la Constitución democrática, y la obligación de acatarla, está por encima de cualquier ideología o creencia. Se trata de evitar, cara al futuro, polémicas estériles pero peligrosas, como se han visto recientemente en Francia, en Alemania e incluso en un país tan avanzadamente multicultural como el Reino Unido. En España no estamos hablando de unos centenares de miles, o de unos pocos millones de inmigrantes. Los datos del INE son concluyentes. En pocos años, más del 10 por ciento de los ciudadanos españoles serán de razas, culturas y religiones distintas. Sólo el imperio pleno de la Constitución democrática garantiza una integración fecunda. 

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