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El paulatino envejecimiento de las sociedades modernas es un fenómeno planetario, pero que se acentúa especialmente en Europa, y más todavía en España. Es consecuencia directa de la prolongación de la esperanza de vida, de la emancipación de la mujer y de la conversión de la prole de una fuerza de trabajo a un objeto de consumo, todos ellos factores extraordinariamente positivos.

La prolongación de la esperanza de vida es síntoma de unos hábitos más saludables y de una mejor sanidad y educación, que se reflejan a lo largo de toda la escala de edad, y no únicamente en la vejez. Ello nos convierte no solo en sujetos más productivos y con mayor posibilidad de aportar al conjunto de la sociedad, sino que también nos atribuye una mayor capacidad para disfrutar de una vida plena y feliz. El reconocimiento de la igualdad entre los sexos y la incorporación de la mujer al mercado de trabajo produce exactamente los mismos efectos. Por último, en una sociedad crecientemente urbana y desarrollada, los hijos ya no son la principal fuerza de apoyo laboral a la familia, sino que se convierten en fines en sí mismos, lo que claramente redunda en su beneficio.
La consecuencia lógica de todo ello es una menor natalidad y una mayor longevidad. Pero si tal cosa la vivimos erróneamente como un problema es porque no hemos adaptado nuestra estructura económica e institucional a esta nueva realidad. Seguimos viviendo a todos los efectos en un paradigma felizmente superado. Por eso, más que esa realidad, es nuestra incapacidad para reaccionar y realizar las imprescindibles adaptaciones lo que genera un semillero de problemas.
El primero deriva de nuestro anquilosamiento institucional. Las reformas que exige el nuevo paradigma pasan por la adopción de decisiones políticas de calado susceptibles de generar cierta conflictividad social e intergeneracional. Tanto en el ámbito fiscal, laboral o en el de las pensiones, ciertos sectores de la sociedad disfrutan hoy de una preeminencia a la hora de influir en la toma de decisiones nada fácil de reequilibrar con nuestra actual arquitectura político-institucional, y menos todavía en el artificial ambiente de polarización en el que vivimos.

"Si erróneamente lo percibimos como un problema es porque no hemos adaptado nuestra estructura económica e institucional a esta nueva realidad"

En la esfera privada y familiar el envejecimiento plantea sus propios retos. También aquí ciertos pilares de nuestro sistema jurídico privado, diseñados para una sociedad completamente diferente, han quedado superados por los hechos. Basta pensar en el régimen de legítimas, en los mecanismos de tutela y representación, o en los contratos que permiten garantizar con cargo al patrimonio inmobiliario la financiación de una vejez prolongada. Siendo aquí la conflictividad social casi inexistente, la reforma también se ve estorbada por la desidia de nuestra política y por su tendencia a refugiarse en eslóganes en lugar de afrontar los problemas reales de la sociedad.
Para superar esas resistencias es imprescindible crear foros de discusión científica que ayuden a generar ciertos consensos que faciliten luego la decisión política. En la actualidad, los diferentes especialistas involucrados en el tema -juristas, médicos, economistas, asistentes sociales, demógrafos, sociólogos- viven casi de espaldas unos a otros. Y es muy difícil avanzar con seriedad en las reformas sin escuchar, incorporar y aprender de las distintas perspectivas interesadas. Por todo ello, el Consejo General del Notariado, sabedor del papel protagonista que juega el notario en este ámbito en su condición de defensor y conformador de la libertad civil, ha acertado en su decisión de dedicar el próximo Congreso Notarial 2020 a analizar este tema. Se trata solo de aportar un granito de arena más a la hora de crear ese espacio de debate abierto a todas las sensibilidades hoy tan necesario. Desde esta revista apoyamos decididamente la iniciativa, a cuyo efecto creamos a partir de este número una sección especial de opinión dedicada a este asunto.

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