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MANUEL ATIENZA
Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Alicante

Las leyes pueden evaluarse desde muy diversos puntos de vista. Por lo pronto, en relación con sus objetivos: ¿cuáles son?, ¿hay objetivos o resultados no declarados (queridos o no por el “legislador”)?, ¿están o no justificados de acuerdo con los valores socialmente dominantes, con los principios constitucionales o con los de una determinada concepción de la ética? Pero también en relación con cuestiones de carácter más “técnico”: ¿son los contenidos de la ley (las obligaciones, prohibiciones y permisos que contiene) así como las instituciones que crea adecuados para lograr esos objetivos?, ¿existen los incentivos (sanciones positivas o negativas) y recursos (por ejemplo, financieros) que puedan asegurar la eficacia de la ley?; ¿deja la ley vacíos y/o crea contradicciones o, por el contrario, regula todo lo que pretende regular y lo hace armoniosamente, teniendo en cuenta el conjunto del articulado y el resto del ordenamiento jurídico?; ¿está, en fin, redactada de manera que el mensaje de sus normas resulte razonablemente preciso y sea comprensible por sus destinatarios –directos e indirectos- de forma que no dé lugar a problemas interpretativos que podrían haberse evitado?.

Los ejes del debate. La multitud de opiniones que se han vertido sobre la nueva ley española sobre técnicas de reproducción humana asistida (antes, durante y después de su tramitación parlamentaria) se han centrado –lo que resulta fácilmente comprensible- en los aspectos éticos de la misma. Yo diría que la discusión ha girado, fundamentalmente, en torno a tres tipos de conducta que la ley autoriza y que algunos consideran debería prohibir: 1) fecundar más de tres ovocitos en cada ciclo (superando el límite que había puesto la anterior ley de 2003 que modificaba en esto la de 1988); 2) efectuar diagnósticos preimplantacionales con fines terapéuticos para terceros (el llamado “bebé-medicamento”); 3) investigar con preembriones sobrantes de tratamientos de infertilidad (con las células madre que se extraen de ellos) con ciertos requisitos, el más importante de los cuales es que sea antes del día 14 de desarrollo del embrión (esta última es, precisamente, la definición que la ley da de “preembrión”). De manera secundaria, el debate tiene que ver también con dos tipos de conducta que la ley prohíbe (o pretende evitar) y que algunos consideran debería permitir: 4) la elección del sexo del futuro bebé; y 5) la gestación por sustitución (las “madres de alquiler”).
Las posturas que se han mantenido al respecto se sitúan, por lo tanto, entre estos dos extremos: el de los partidarios de prohibirlos todos (los cinco supuestos que acabo de señalar) que es, de manera muy notoria, el caso de la Iglesia católica, y el de quienes abogan por permitirlos todos, o sea, quienes defienden una posición “liberal” que, en mi opinión, es a lo que lleva una concepción laica y desprejuiciada de la ética. Los dos principales partidos políticos, el PP y el PSOE, ocupan lugares intermedios: el primero, más próximo a la postura de la Iglesia (pero no coincidente con ella, al menos en cuanto a las razones esgrimidas para justificar la prohibición); y el segundo, a las posiciones liberales (pero el PSOE no es tampoco plenamente liberal, en relación con 4) y con 5)).

"Las posturas se sitúan entre dos extremos: el de los partidarios de prohibir los cinco supuestos, que es el caso de la Iglesia católica, y el de quienes abogan por permitirlos todos, o sea, quienes defienden una posición 'liberal'"

La discusión, tanto en el parlamento como en los medios de comunicación, ha sido –es- bastante confusa y, con frecuencia, se ha alejado mucho de lo que suele llamarse un “diálogo racional”. Me parece que ello se ha debido, sobre todo, a estas dos circunstancias: Una es que esas cuestiones –digamos, todo lo que tiene que ver con la reproducción humana asistida y, más en general, con la bioética- tienen un fuerte trasfondo ideológico y, en particular, religioso; podríamos decir que afectan más a lo que Ortega llamaba “creencias”, esto es, algo que nosotros no hemos creado, sino que más bien heredamos y sobre lo que no cabe dudar, que propiamente a las “ideas”. La otra es que se trata de un tema con connotaciones inmediatamente políticas, en el sentido de que una regulación más o menos restrictiva o liberal de la materia (o la impresión de que así es) puede tener repercusiones electorales a corto plazo: a mucha gente le importa, por ejemplo, saber si se va a poder o no investigar con células madre porque piensa –no sin fundamento- que ahí puede estar la clave para la curación de enfermedades graves y que afectan a un porcentaje significativo de la población, como la diabetes, el Alzheimer  o el Parkinson.
No obstante lo anterior, me parece que puede decirse que los prohibicionistas tienden a utilizar, para defender sus tesis, básicamente el argumento de la dignidad humana, mientras que los liberales recurren sobre todo a argumentos que se apoyan en las ideas de autonomía y de felicidad (“bienestar” o “evitación del sufrimiento”, a estos efectos, pueden considerarse como equivalentes a “felicidad”). Pero, naturalmente, dada la fuerte carga emotiva de signo positivo que tienen esas expresiones (que se refieren a valores ampliamente aceptados), lo que distingue en realidad a unos y a otros, desde el punto de vista del uso de los argumentos, es más que nada una cuestión de énfasis: pues los liberales no aceptan que permitir esos comportamientos suponga ninguna merma para la dignidad humana, y los prohibicionistas protestan cuando se les califica de enemigos de la autonomía o de la felicidad humana.
La apelación a la dignidad (y básicamente a la dignidad del preembrión)  es el argumento fundamental de la Iglesia católica para estar en contra de que se permitan los tipos de conducta antes señalados y, en general, el uso de cualquier técnica de reproducción asistida; la razón fundamental es que todas esas técnicas llevan consigo la generación de preembriones sobrantes, cuya “dignidad” no se respetaría si se mantienen congelados en una clínica durante años y luego pueden acabar destruyéndose: las clínicas de reproducción asistida vendrían a ser para ella algo así como campos de exterminio de seres humanos. He sostenido en muchas ocasiones que esa tesis descansa en una toma de postura irrazonable (no irracional) y que su posible fuerza argumentativa depende enteramente de que se asuman ciertos dogmas religiosos (por ejemplo, que desde el momento de la concepción Dios infunde un alma al cigoto); para el que no comulgue con esos dogmas, un grupo de células sin ninguna capacidad de conciencia ni de sentir placer o dolor (el preembrión) no puede equipararse con el embrión en fases ulteriores de su evolución y, menos aun –como sostiene la Iglesia-, con el ser humano plenamente desarrollado; no quiere decir que el preembrión no merezca ninguna protección sino, simplemente, que en esa fase del desarrollo embrionario no tiene sentido hablar de “dignidad”, porque no existe una persona en sentido moral (ni en sentido jurídico).
Esta crítica con respecto al argumento de la dignidad es, por supuesto, aplicable al Partido Popular (que tanto en las discusiones parlamentarias como en otros foros ha hecho un amplio uso del mismo), pero con el agravante de que la postura de este grupo político (a diferencia de lo que ocurre con la de la Iglesia católica) es notoriamente incoherente. Mejor dicho, fue más o menos coherente en la época en la que se discutió y aprobó la primera ley de reproducción humana asistida (1988), la cual fue recurrida “en su totalidad” ante el Tribunal constitucional por 63 diputados de ese grupo parlamentario. Pero esa coherencia se fue perdiendo a medida que se asentaba la aplicación de la ley y se generalizaba el uso de las técnicas de reproducción humana asistida (no es de suponer que las mujeres de ideología afín a la del partido popular recurran menos a la inseminación artificial que las que se encuentran más a la izquierda en el espectro político). El punto de inflexión se puede situar en el año 2003 en el que se aprobó, a instancias del PP, una ley que modificaba la anterior y en la que, entre otras cosas, se permitía la investigación con preembriones sobrantes (con los existentes antes de la promulgación de la nueva ley) e implícitamente (puesto que no se derogaron los artículos correspondientes) se daban por buenas conductas que en el mencionado recurso se consideraban contrarias a la Constitución (e inmorales). Es cierto que la reforma de 2003 partía del supuesto de que, al limitar a tres el número de ovocitos fecundados en cada ciclo, se pondría fin al problema de los preembriones sobrantes. Pero no hacía falta ser un experto para darse cuenta (ya entonces) de que se trataba de un mecanismo de autoengaño o, quizás mejor, de una mentira piadosa que permitió que la Iglesia católica, sin llegar a justificarla del todo, asumiera aquella reforma con cierta indulgencia, al considerarla como una especie de mal menor (con respecto al mayor mal que suponía la situación anterior).
Si se descarta  (como creo que hay que hacer desde planteamientos que antes llamaba laicos y desprejuiciados) que en relación con los anteriores supuestos pueda usarse el argumento de la dignidad, a lo que se llega, en mi opinión, es a la conclusión de que no hay ninguna razón de peso suficiente como para prohibir esas conductas (las cinco). No quiero decir con ello que la autonomía o la felicidad deban verse como valores o principios de carácter irrestricto o que las razones que dimanan de ellos tengan mayor fuerza que las provenientes del valor de la dignidad. Para mí está clara la legitimidad de poner límites al ejercicio de la autonomía o a la persecución de la felicidad, pero sólo cuando se dan ciertas circunstancias como la de evitar un daño a otro o garantizar que un individuo sea realmente autónomo. Mi tesis es, precisamente, que en ninguno de los cinco anteriores supuestos se dan esas circunstancias u otras que pudieran considerarse de fuerza  equivalente. Veámoslo
En relación con la supresión del número de ovocitos transferibles en cada ciclo, es obvio, por lo que se acaba de decir, que ni está afectada la dignidad, ni se produce un daño o, por lo menos, no un daño de entidad suficiente como para justificar ese límite; al tiempo que, con ello, se promueve la autonomía y la felicidad (de la mujer o de la pareja). Además, la nueva ley no cambia prácticamente las cosas en relación a como estaban. Lo único que hace, en realidad, es simplificarlas, puesto que la reforma de 2003, después de fijar el límite de tres ovocitos, dejaba abiertas numerosísimas excepciones, de manera que se puede decir que, en la práctica, estamos en donde estábamos.
Algo parecido puede decirse a propósito de la investigación con preembriones sobrantes (con células madre obtenidas de ellos). Las condiciones bajo las cuales se puede investigar ahora son muy parecidas (prácticamente idénticas) a las que antes existían, con el único cambio significativo de que se suprime el límite de que se trate de preembriones crioconservados antes de cierta fecha; pero ese era un límite –como antes decía- carente de justificación y que sólo puede explicarse como una medida para acallar a la Iglesia.

"Los prohibicionistas tienden a defender sus tesis con el argumento de la dignidad humana, mientras que los liberales recurren sobre todo a argumentos que se apoyan en las ideas de autonomía y de felicidad"

En cuanto al uso de técnicas de diagnóstico genético preimplantacional para seleccionar preembriones cuyos tejidos sean compatibles con los de personas (familiares) enfermos, de manera que el futuro bebé pueda contribuir (mediante trasplante) a salvar la vida o a curar una enfermedad grave, por ejemplo, de un hermano ya nacido, oponerse a ello resulta, simplemente, irrazonable, por no decir cruel y absurdo; quizás no esté de más recordar aquí que la dignidad humana –según la famosa formulación kantiana- no prohíbe tratar a un ser humano como un medio     –cosa que hacemos a cada rato- sino sólo como un medio. El PP no tenía –me parece a mí- ninguna necesidad de seguir en este extremo la postura de la Iglesia; de hecho, cuando en el seno de la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida se discutió hace algunos años la posibilidad de autorizar una práctica de ese tipo, la casi totalidad de sus miembros (muchos de ellos de ideología conservadora y probablemente simpatizantes de ese partido político) consideró que no había obstáculos morales para ello, pero que la ley (la anterior), tal y como estaba redactada, no lo permitía. Al oponerse a ese tipo de actuación, el PP se ha situado en una posición de extremada debilidad argumentativa, como es fácil de comprobar cuando se leen las intervenciones de su representante parlamentario en la Comisión y en el Pleno del Congreso de los Diputados: lo único que se encuentra en los diarios de sesiones es un uso abusivo de términos emotivos de alcance puramente retórico (“propósitos eugenésicos”, “instrumentalización de la vida humana”, “bebé-medicamento”…); afirmaciones (como la de que la ley permite el uso de esas técnicas “sin límite alguno”, “sin garantías de seguridad”…), cuya falsedad es fácil de comprobar por cualquier lector desprejuiciado de la ley; o acusaciones (que el PSOE y los grupos que apoyaron la ley –todos menos el PP- estarían buscando el beneficio de las clínicas privadas cuando no “oscuros intereses sociales”) que parecen simplemente infundadas (¿acaso no hay en las clínicas privadas de reproducción asistida médicos y personal sanitario –aparte de empresarios- afines al PP?) y cuyo propósito no parece ser otro que el de presentar al PP (en una especie de “tiro por elevación”) como el defensor de la medicina pública y de la igualdad en el uso de esas técnicas.
Pasemos a lo que la ley prohíbe o pretende hacer imposible. Esquerra Republicana fue la única fuerza política que defendió en el parlamento la posibilidad de elegir el sexo (a partir del tercer hijo), pero su propuesta no tuvo prácticamente eco. En la discusión en comisión (el 21 de diciembre de 2005), el único interviniente que se refirió a ella fue el representante del PSOE, pero lo que dijo al respecto quizás sea mejor no considerarlo ni siquiera como un intento de argumentar: “La enmienda (…) que se refiere a la elección de sexo, no nos parece que tenga que ver con el objeto de esta ley [pero el art. 26,C, 10ª de la nueva ley califica de “infracción muy grave” “la selección del sexo o la manipulación genética con fines no terapéuticos o terapéuticos no autorizados”], ni nos parece que sea este el momento oportuno para plantearla [¿cuál entonces?], ni que se refiera a una demanda socialmente justificada [¿por qué no?, ¿qué quiere decir “socialmente justificada”?]”. He defendido en otro lugar que no hay ninguna razón ética para oponerse, en términos absolutos, a la elección del sexo cuando no se trata de evitar la transmisión de una enfermedad. No voy a extenderme aquí en este extremo, pero me limito a señalar que ninguno de los argumentos que suelen esgrimir los prohibicionistas está, en mi opinión, justificado: la elección del sexo (por ejemplo, a partir del tercer hijo, como se permite en Gran Bretaña) no tiene por qué tener consecuencias “monstruosas”; no supone “instrumentalizar a un ser humano” (como no supone instrumentalizar a un niño el que sus padres hayan decidido tenerlo en tal momento de sus vidas); y no es cierto que la norma moral en que se apoya la permisión no sea perfectamente universalizable aunque, al mismo tiempo, pueda tener excepciones y, en ese sentido, no ser completamente general (por ejemplo, puede estar justificado prohibir la selección de sexo si se da la circunstancia de que, en tal sociedad, existe una clara preferencia a favor de tener, digamos, hijos varones).
Finalmente, la gestación por sustitución o maternidad “subrogada” no está exactamente prohibida en la nueva ley (no hay previstas sanciones para quienes participan en ese tipo de prácticas), sino que un contrato con esa finalidad se declara “nulo de pleno derecho” (art. 10. 1) y se establece que “la filiación de los hijos nacidos por gestación de sustitución será determinada por el parto” (art. 10. 2). En las últimas semanas, los medios de comunicación se hicieron amplio eco de la existencia en internet de diversas empresas que facilitan madres de alquiler y, al parecer, hay un cierto número de parejas españolas que han recurrido a  esa práctica que es legal, por ejemplo, en diversos Estados de los Estados Unidos: después del parto (y de haber pagado cantidades que oscilan entre 60.000 y 75.000 euros), la pareja obtiene un certificado médico que acredita que el niño es suyo; se corre el riesgo de que la madre gestante denuncie el caso ante las autoridades españolas (que tendrían que reconocer su condición de madre –a efectos jurídicos-), pero la probabilidad de que ocurra seguramente no sea muy alta y, en consecuencia, el riesgo resulta asumible al menos para algunos.
Ahora bien, con independencia de que esa práctica exista, ¿se trata de un comportamiento ilícito, contrario a la moral y que el Derecho haría bien en prohibir? No lo creo o, para precisar más, no creo que haya razones para prohibirlo con carácter general. Si volvemos a los tres grandes principios una y otra vez puestos en juego: la gestación por sustitución no va contra la dignidad del niño que ni es tratado con crueldad por haber sido gestado de esa manera ni pierde ninguno de sus derechos (si no fuera así, ¿qué diríamos de los niños no deseados o de los dados en adopción?); tampoco tiene por qué suponer para los implicados un daño que justifique su prohibición en toda circunstancia (en relación con el niño, y aún aceptando que ello pueda ser una fuente de dificultades psicológicas, ¿acaso no se permite el nacimiento de niños en circunstancias en las que es seguro que van a vivir vidas de grandes sufrimientos?); y no atenta tampoco contra la autonomía de nadie (aunque podría ser razonable reconocer a la madre gestante el derecho –basado en razones paternalistas- a cambiar de opinión –y ser reconocida como madre legal- durante un corto periodo de tiempo después del nacimiento). En resumen, en lugar de prohibirla, lo que habría que hacer es regular ese tipo de práctica de manera cuidadosa. La ley española la regula, pero de manera tan expeditiva, tan tosca, que probablemente va a producir efectos muy poco deseables: no impedirá que se recurra a la gestación por sustitución, pero puede hacer de ella una práctica elitista y que suponga algunos riesgos adicionales a los que, de suyo, conlleva.

"Está clara la legitimidad de poner límites al ejercicio de la autonomía o a la persecución de la felicidad, pero sólo cuando se dan ciertas circunstancias como la de evitar un daño a otro o garantizar que un individuo sea realmente autónomo"

Consenso político y técnica legislativa. Decía al comienzo que una ley puede juzgarse desde el punto de vista de los fines perseguidos o de los medios establecidos para lograrlos; o sea, desde un punto de vista ético o técnico. No hay, como he tratado de mostrar, ninguna objeción ética fundada que oponer a la ley, como no sea la de no haber sido suficientemente liberal; pero también es cierto que no lo es en relación con dos aspectos de importancia relativamente secundaria. En contra de lo que muchas veces –interesadamente- suele afirmarse, yo creo que es relativamente fácil llegar a un consenso en materia de reproducción asistida (y, en general, de bioética) que permita resolver los problemas de lo que podríamos llamar “la vida en común” (que son aquellos de los que tiene que ocuparse el Derecho). La razón es que, para ello, no se necesita un consenso profundo (no hace falta que compartamos el mismo “sentido de la vida”), sino que basta con un consenso superficial (por ejemplo, en reproducción asistida, bastaría en realidad con aceptar la idea de que el valor de la vida humana no es el mismo en todas las fases de su desarrollo o, si se quiere, que está justificado que el Derecho parta de ese presupuesto: algo a lo que ninguna persona razonable, en mi opinión, podría oponerse). La nueva ley española ha sido consensuada por formaciones políticas de muy diverso signo ideológico (algunas de ellas son partidos políticos de explícita inspiración cristiana, como el PNV y CiU) y no creo que haya ninguna razón de fondo (sino más bien motivos de carácter político que tienen que ver con la lucha partidista a corto plazo) para explicar la oposición frontal a la misma por parte del PP. Por lo que hace a las cuestiones de técnica legislativa, sin embargo, el juicio no puede ser tan favorable, sobre todo en relación con lo que cabría llamar su “racionalidad lingüística”: muchos artículos están redactados de manera manifiestamente mejorable y la lectura de alguno produce verdadera desazón. No puedo entrar aquí en detalles, pero me limitaré a dar algún ejemplo.
La ley atribuye considerable importancia a la Comisión Nacional de Reproducción Humana Asistida y –en mi opinión con buen criterio-  le confía, entre otras cosas, la labor de emitir informes sobre las nuevas técnicas que en el futuro puedan ir apareciendo, de manera que las autoridades sanitarias podrán autorizarlas sin necesidad de cambiar constantemente la ley. Sin embargo, me parece que los legisladores se han olvidado de una cosa esencial: de evaluar seriamente esa institución, o sea, de aprovechar la experiencia de estos últimos años (hablo con algún conocimiento de causa: he sido miembro de la misma desde su creación que, más allá de mandatos legales, se debió a la iniciativa de un funcionario del Ministerio, Javier Rey del Castillo, quien en todos estos años ha sido el secretario y el “alma” de la institución) para mejorar su funcionamiento futuro. Cuando se leen las intervenciones de los representantes de los partidos políticos en la comisión y en el pleno (o la propia exposición de motivos de la ley) se advierte que unos (los del  PSOE) estaban interesados más que otra cosa en usar la Comisión como una especie de “argumento de autoridad” que oponer al PP (argumento, por cierto, discutible: si se repasa la documentación de la Comisión, se verá que, en su mayoría, sus miembros no se mostraron ni mucho menos “particularmente críticos” en relación con la reforma de 2003); y otros (los de los partidos nacionalistas) parecían realmente obsesionados con disminuir su peso a favor del de las comisiones homólogas de las diversas comunidades autónomas. Por sorprendente que resulte, las principales dificultades para llegar a un acuerdo en cuanto al contenido de la ley surgieron de cuestiones competenciales y no sustantivas; al parecer, para los partidos nacionalistas, la existencia de una comisión nacional (cuando lo de “nacional” remite a España) representa un mal, una amenaza, frente a la que hay que defenderse: cuanto menos  –y menos se diga de la comisión nacional, tanto mejor. Supongo que esa será la explicación de que la ley establezca (art. 20.2) qué órganos nombrarán a los miembros de la comisión, pero no fije cuántos miembros puede nombrar cada órgano y cuántos miembros tendrá en total lo que, ciertamente, me parece relevante para el funcionamiento de la misma. Eso (y algunas otras cosas que son de importancia cardinal para la comisión: recuérdese que, en la época en la que fue ministra Celia Villalobos, la institución dejó de existir, simplemente, porque el ministerio dejó de convocarla) se deja ahora a un reglamento posterior, esto es, al gobierno. ¿Pero no hubiese sido mejor que lo estableciera la ley, sobre todo si se está pensando en una Comisión que actúe con criterios de agilidad e independencia?
El artículo 1 es un verdadero pandemonium, en donde aparecen (desmintiendo lo que anuncia su título: “objeto y ámbito de aplicación de la ley”) no sólo las conductas objeto de regulación, sino también una definición (la de “preembrión”: ¿no sería mejor un artículo o una disposición que contuviera esa y otras definiciones?) y una prohibición (la clonación con fines reproductivos: ¿era necesario incluirla ahí cuando, además, aparece también en el art. 26,c,9ª?). Pero además, al describir los tres tipos de conducta que dice regular (de hecho, regula también otras conductas que no figuran ahí) lo hace de manera  tan desmañada que roza el despropósito; así, en el art. 1, ap. 1 letra b) puede leerse: “[la ley tiene por objeto] regular la aplicación de las técnicas de reproducción humana asistida (…) siempre que (…) sean debidamente autorizadas en los términos previstos en esta ley”; pues bien, la ley regula también las técnicas no autorizadas: lo hace prohibiéndolas y estableciendo sanciones al respecto. Y, en fin, ¿no hubiese sido mejor haber acomodado los sucesivos capítulos de la ley a esos tres objetos de regulación, siguiendo el mismo orden establecido en el art. 1 y utilizando siempre las mismas expresiones (o sea, la misma palabra si se pretende designar el mismo concepto)?
El último ejemplo que pondré se refiere al art. 9 que responde al título de “premoriencia del marido”, o sea, la norma que regula qué ocurre cuando el marido ha fallecido antes de que su material reproductor se halle en el útero de la mujer. Su redacción resulta verdaderamente intrincada, pero podría simplificarse (y clarificarse) enormemente si se manejaran algunas nociones muy simples de lógica elemental y de teoría (no menos elemental) de la norma jurídica. Quizás se trate de conocimientos que no hay por qué presuponer en los parlamentarios. ¿Pero no hay técnicos en el ministerio y en el parlamento? ¿No ha llegado aún la hora de tomarse en serio la técnica legislativa?

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