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JAVIER GÓMEZ TABOADA
Abogado tributarista y miembro del Consejo Asesor de la AEDAF

Cuando en el otoño de 2008, “The Economist” publicó aquel inquietante reportaje que llevaba por título “The party is over in Spain”, era difícil imaginar que su crudo diagnóstico resultaría, a la postre, hasta optimista comparado con la evolución real del mal que nos aqueja. Uno de los puntos entonces ya acertadamente señalados era el énfasis que se ponía en nuestro elevado nivel de endeudamiento, resultado del fácil acceso al crédito que nos depararon aquellos primeros años de pertenencia a la eurozona.
El tiempo pasó, y muchas han sido las terapias que se han aplicado desde entonces, buscando una salida de la crisis tan rápida como incruenta. Entre ellas, en el específico ámbito tributario, destaca por méritos propios la limitación a la deducibilidad en el IS de gastos financieros que, introducida a través del hoy ya célebre RD-L 12/2012, de 30/3, disecciona dos situaciones bien diferentes: i) una concreta, referida a los costes financieros incurridos por la reestructuración de grupos multinacionales, positivizando así la interpretación que la AEAT ya venía haciendo a través de expedientes de “fraude de ley” (hoy, “conflicto en la aplicación de la norma”); y ii) otra, universal, limitando -temporal o, según los casos, ya permanentemente- la deducibilidad de los gastos “netos” que excedan el 30% del resultado “operativo”.

"En el específico ámbito tributario, destaca por méritos propios la limitación a la deducibilidad en el IS de gastos financieros"

Aquí me centraré en la primera de esas tipologías, pero no tanto para abundar en su variopinta génesis sino para poner el foco en algunas circunstancias que concurren en su apreciación administrativa. Como decía, esta limitación, que a diferencia de la otra es absoluta (es decir, que no admite la deducibilidad de gasto financiero alguno), fue la traslación al BOE de una previa interpretación administrativa a través de la que la AEAT llevaba años intentando poner coto a unas prácticas -consideradas “abusivas”- que localizaban en España un endeudamiento sin que -siempre según aquella apreciación- éste se acompañara de “plus” alguno, es decir: que no habría un “motivo económico válido”, más allá del puro ahorro fiscal, que fundamentara el grado de apalancamiento aquí ubicado. Tras el RD-L 12/2012, esa restricción a la deducibilidad del gasto financiero ya lo es por imperativo legal por lo que, dejando a salvo la eventual concurrencia de un “motivo económico válido” (nebuloso concepto importado hace ya dos décadas del acervo comunitario), su aplicación ya será “automática”, no requiriéndose para ello la apreciación del “fraude de ley”. Habrá que estar atentos, pues, a las eventuales consecuencias que este relevante matiz pueda aportar a la lectura que ahora se haga de las operaciones anteriores al 1/1/2012, habida cuenta de que pudiera resultar aplicable esa interpretación de que “si ahora está prohibido, es que antes estaba permitido”.
El concreto punto controvertido en el que me parece oportuno abundar es el que nos brinda el escenario temporal que se manifiesta en esos expedientes de fraude de ley relativos a ejercicios previos a la hoy ya vigente prohibición de deducibilidad. En efecto, en muchos casos, las reestructuraciones empresariales que dieron lugar a aquellos endeudamientos de los que la AEAT recelaba -y aún recela- se ubican en ejercicios ya prescritos, siendo así que las regularizaciones califican esas operaciones como en “fraude de ley” y, a partir de ahí, proyectan los efectos de esa caracterización hacia los ejercicios no prescritos que es en los que se priva al contribuyente de la deducibilidad de aquellos gastos financieros.
La cuestión es que ya ha habido algún pronunciamiento judicial (en concreto la SAN de 24/1/2013 que, a su vez, se basa en la previa de 24/7/2012) que sostiene “la nulidad de los actos recurridos (…) por imposibilidad de comprobar y declarar realizadas en fraude de ley unas operaciones realizadas en (…) un ejercicio prescrito” y ello es así por cuanto que no es “jurídicamente admisible proyectar el fraude sólo sobre los efectos jurídicos y económicos derivados del cumplimiento de tales actos o negocios, si éstos quedan extra muros de la declaración de fraude de ley, por razones temporales”. Para reforzar esta interpretación que encapsula ese supuesto abuso de derecho, ya prescrito, en una atmósfera del todo inerte, sin efecto alguno sobre ejercicios ulteriores, la AN trae a colación “el reiteradísimo criterio del TS sobre la materia, [que] ha venido considerando que declarada la prescripción con relación a la declaración-liquidación de un determinado ejercicio, ésta ha ganado firmeza y, por ende, los datos que en ella se declararon, de tal forma que no cabe su modificación por parte de la Administración Tributaria ni en ese ejercicio ni en otro posterior sobre el que pudiese, eventualmente, proyectar sus efectos”.

"No sólo el Tribunal Supremo, sino cualquier Tribunal, en el ejercicio de su potestad jurisdiccional, vincula a la Administración"

Pero (siempre hay un “pero”), pese a esos pronunciamientos judiciales (y a la espera de lo que dictamine el TS), la interpretación económico-administrativa se mantiene firme: “el reclamante pretende trasladar la prescripción del Derecho de la Administración a determinar la deuda tributaria mediante la correspondiente liquidación, que, por definición, cabe situarse o encardinarse con relación a un concepto impositivo y período, a todo procedimiento de fraude de ley, que no tiene relación con un determinado concepto impositivo o periodo, sino con una serie de actos o negocios que se han podido ejecutar en fraude de ley. Dicho en otras palabras, no cabe confundir o identificar el derecho de la Administración a practicar la correspondiente liquidación con el derecho a comprobar, derecho éste que no está sujeto a plazo de prescripción alguno” (TEAC 24/4/2013).
Y es esta pugna entre la interpretación de la AN y la del TEAC (y con él, la de la AEAT) la que me hace traer aquí las reflexiones que, precisamente sobre este fenómeno, hace el magistrado de la AN Navarro Sanchís: “(…) no sólo el Tribunal Supremo, sino cualquier Tribunal, en el ejercicio de su potestad jurisdiccional, vincula a la Administración. Si ese vínculo no alcanza el mismo grado de plenitud es por el carácter contingente de un criterio que puede verse revocado, en el futuro, en virtud de un recurso de casación. Sólo así se comprende bien la naturaleza de la relación entre Administración y Justicia en el ámbito del principio de división de poderes. Si un tribunal anula una resolución por reputarla ilegal, sería muy grave afrenta a la sentencia que la Administración la reproduzca de nuevo bajo el escuálido pretexto de la falta de jurisprudencia suficiente. Y aun, por el mismo motivo, cabe extender la vinculación, si bien atenuada, al caso de que la sentencia no sea firme, puesto que una sola sentencia es algo jurídicamente más consistente, más valioso, que la nada absoluta”1.

1 “Una sola sentencia sí hace jurisprudencia”. F. José Navarro Sanchís; Iuris&Lex (El Economista, 14/6/2013).

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