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Los teóricos del siglo XIX lo llamaban Estado moderno. Más tarde, los alemanes empezaron a hablar de Estado de Derecho (Rechtsstaat). Los anglosajones, por su parte, de Rule of Law. Pero presupuesto fundamental de todas estas calificaciones era la aceptación del principio de la división de poderes, en cuanto implicaba la plena garantía jurisdiccional de los derechos públicos subjetivos. Sólo ese principio permitía sustituir el anterior gobierno de los hombres por el deseado gobierno de las leyes, mediante la posibilidad dada a los ciudadanos de obtener la invalidez de los actos del Poder ejecutivo contrarios a la ley y, en determinados casos, de las propias leyes cuando chocaban con la Constitución. La confusión entre la función jurisdiccional y la legislativa no sólo pone en peligro la libertad de los ciudadanos, sino que amenaza liquidar el principio de certeza del Derecho y, de esta manera, al mismo Derecho. Cuando las premisas en las que se apoya el silogismo judicial no vienen marcadas por la ley (o por la Constitución), sino que, convertido el Tribunal en un órgano de decisión política, son sustituidas por la conveniencia o la oportunidad, entonces hace crisis todo el sistema jurídico de manera irremediable.

"Existe una gran mayoría de juristas respecto de los cuales el calificativo de “conservador” o “progresista” no tiene ningún sentido. La etiqueta solo alcanza su pleno sentido precisamente tras la designación partitocrática"

Nadie que haya tenido los ojos abiertos en España durante los últimos veinticinco años puede desconocer el largo pero inexorable proceso desencadenado por nuestros políticos, con la complicidad de gran parte de la prensa y de algunos juristas, destinado a socavar ese fundamental principio de la división de poderes. Dos instituciones básicas de nuestra democracia, el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial, llevan décadas agonizando ante la pasividad general, hasta el punto de que hoy cabe preguntarse sin son órganos verdaderamente independientes o más bien sucursales de nuestras cámaras legislativas.
Si empezamos por el Tribunal Constitucional, el reciente espectáculo de recusaciones, contrarrecusaciones y recusaciones parciales, ha venido a poner de manifiesto de manera evidente para todos lo que por otra parte era sabido desde hace tiempo: que sus miembros son considerados por nuestros partidos políticos como sus legítimos representantes, y que no dudan en llevar al seno del Tribunal las disputas, controversias y ardides de todo tipo que caracterizan la vida parlamentaria. Por eso, resulta perfectamente lógico que un instrumento como la recusación, pensado básicamente para cuando se plantea un conflicto entre partes con intereses antagónicos, pueda trasladarse sin tapujos y con total normalidad a un debate sobre la constitucionalidad de un Estatuto.
Pero quizá eso esté muy bien. Quizá haya que quitarse de una vez la careta, porque lo peor es la ficción. Eliminar la ficción de la independencia tiene, sin duda, sus ventajas. Porque nada hay más corrosivo para una democracia que utilizar las instituciones de manera hipócrita: alegar la independencia cuando el fallo es favorable (entonces decide “el Tribunal”), e invocar la contaminación y la parcialidad cuando es desfavorable (entonces decide la “mayoría conservadora” o “la progresista”).

"Eliminar la ficción de la independencia tiene sus ventajas. Porque nada hay más corrosivo para una democracia que utilizar las instituciones de manera hipócrita: alegar la independencia cuando el fallo es favorable e invocar la contaminación y la parcialidad cuando es desfavorable"

Quitémonos la careta, para no tener entonces que oír de un ilustre constitucionalista que la recusación fue un “golpe de Estado” y asumirla sin más como una natural estrategia parlamentaria, que sinceramente es lo que fue. De paso, además, ahorraremos costes, pues ya no será necesario exigir a sus miembros la condición de juristas de reconocido prestigio con quince años de experiencia y pagarles en consecuencia. Bastará que los diputados más ociosos ocupen sus puestos una vez por semana, dado que para vestir decentemente el muñeco contamos con los competentes Letrados del Tribunal.
Puede ser tentador, pero no parece que sea ese el mejor camino si queremos salvaguardar nuestro Estado de Derecho. Bastaría un poco de respeto y moderación en partidos y medios para que el Tribunal pudiese cumplir su función. En la mayor parte de los casos, etiquetas como “conservador” o “progresista” dicen menos de la condición real de los así calificados –juristas competentes que buscan una decisión técnica- que de la voluntad partidista de los que utilizan tales calificativos.
Lo que ocurre, por supuesto, es que el sistema de elección no ayuda. Un ejemplo claro es lo que lleva sucediendo desde hace años con el Consejo General del Poder Judicial. La Constitución exige una mayoría de tres quintos de diputados y senadores para elegir a los miembros del Consejo. Pero lo que el Constituyente no pudo imaginar (o quizá sí) es que esa mayoría no sería utilizada para designar de consuno a las personas más competentes, sino para acordar un reparto de puestos, de tal manera que cada partido eligiese, de acuerdo con la aritmética parlamentaria que en cada caso correspondiese, a los suyos. Como, a su vez, la Ley Orgánica del Poder Judicial exige otros tres quintos de los vocales para las cuestiones más trascendentales, en especial el nombramiento de los cargos judiciales clave en el Supremo, el Constitucional y los Tribunales Superiores de Justicia, se produce el revelador efecto de que estas designaciones las realiza –eso sí, “indirectamente”- la mayoría parlamentaria de turno que sea capaz de alcanzar esa proporción sin necesidad de consensuar ni uno de esos nombramientos con la minoría, por muy importante que esta sea. El sistema se convierte no solo en un juego de suma cero (lo que uno gana lo pierde el otro), sino también en un juego en el que el que gana se lo lleva todo. Resulta lógico entonces que la minoría proteste, pero lo que no resulta tan lógico es que lo haga exigiendo un reparto más ventajoso, porque revela a las claras que si estuviese en mayoría haría lo mismo.

"La confusión entre la función jurisdiccional y la legislativa no sólo pone en peligro la libertad de los ciudadanos, sino que amenaza liquidar el principio de certeza del Derecho y de esta manera, al mismo Derecho"

Es precisamente esta asunción del procedimiento como un juego de suma cero lo que resulta perverso para la independencia judicial, por cuanto implica el formal y completo reconocimiento por parte de nuestros políticos de que la cooperación es imposible. Especialmente perverso, por cuanto este no es por naturaleza, a diferencia del fútbol, un juego de tal clase. Fue diseñado constitucionalmente como un juego cooperativo, pero ha sido adulterado, como tantas otras cosas en nuestra democracia, por el sectarismo partitocrático que nos gobierna. Existe una gran mayoría de juristas respecto de los cuales el calificativo de “conservador” o “progresista” no tiene ningún sentido, como, por cierto, ocurre con la mayor parte de ciudadanos cultos e informados de este país. La etiqueta solo alcanza su pleno sentido precisamente tras la designación partitocrática. Es entonces cuando el designado parece que asume una especial responsabilidad con su “mandante”, singularmente grave si el propio interesado termina por creérsela, como no resulta infrecuente.
En el actual clima político aspirar a un entendimiento cooperativo, en esta como en cualquier otra materia, parece una quimera. Pero llegar a él es imprescindible, por responsabilidad institucional, y porque lo que está en juego no es cualquier cosa, sino el pilar fundamental en el que se asienta cualquier Estado que aspire a ser moderno... o de Derecho.

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