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RODRIGO TENA ARREGUI
Notario de Madrid

¿Qué pensaría usted si se enterase que en EEUU las personas de raza negra, pese a que constituyen casi la mitad de la fuerza de trabajo del país y más de la mitad de los licenciados superiores, sólo ocupan el 8% de los puestos directivos de las empresas? ¿Qué pensaría si le dijeran que ese 8% percibe un salario que no llega a los dos tercios del de sus compañeros? ¿Qué, si supiese que cuando se habla de presidentes ejecutivos el porcentaje desciende al 0.7%? No lo diga en voz alta: no es necesario, porque es mentira. No son los negros, son las mujeres las que se encuentran en esa situación.
En España la cosa es todavía peor. La media en la alta dirección en las empresas del IBEX es de una mujer por cada veinte hombres (2,5% en consejos de administración). La media en el conjunto de las empresas es de menos del 4%. Existen algunas, cuyo nombre es mejor no citar, que con 18 consejeros y 50 altos directivos en plantilla no tienen ni una sola mujer ocupando esos puestos.
Podemos estar totalmente de acuerdo de que en el supuesto de que tal circunstancia afectase a los miembros de una determinada raza no habría más explicación que el prejuicio irracional. Pero en el caso de las mujeres ¿es sólo o fundamentalmente prejuicio? La tesis que aquí se defiende es que, sin desconocer que en algunos casos el juicio pueda degenerar en prejuicio, no lo es: existen razones fundadas que explican esta situación.
Si reflexionamos sobre las que normalmente se alegan para explicar semejante desproporción, encontraremos sin dificultad un común denominador, y aún por debajo de este una causa final, de tal modo que los motivos se nos presentan al modo de una pirámide invertida. Las razones invocadas son, entre otras: la falta de modelos de referencia; la penalización que impone la competitiva sociedad actual al que abandona su carrera por un tiempo (como muchas mujeres hacen por causa de la maternidad) y pretende reincorporarse más adelante; su preferencia por modelos de organización menos rígidos y más compatibles con las cargas familiares (cuidado de niños y ancianos) que lleva a las mujeres a buscar fuera de la jerarquía empresarial mayor libertad y autonomía, organizándose por su cuenta; su preferencia -por idéntica causa- por trabajos a tiempo parcial peor remunerados. Todo ello motiva que las empresas consideren que deben invertir menos en las mujeres que en los hombres.
Existe también otro tipo de razones, quizá poco objetivables, pero igualmente poderosas: son menos proclives que los hombres a las relaciones sociales corporativas, es decir, a las charlas “insustanciales” durante el trabajo o tras una interminable jornada en la barra del bar más próximo, a jugar al golf los fines de semana con el jefe, o a asistir a esas eternas comidas (o cenas) de trabajo de dos o tres horas de duración que constituyen un fenómeno hispánico digno de estudio. Pero lo cierto es que a nadie se le escapa que estas conductas son muy necesarias para lubricar convenientemente las vías de promoción dentro de las empresas. Por otra parte, la presencia de mujeres en los comités de selección y en las empresas headhunters es mínima (causa y consecuencia de un círculo vicioso) con lo que ello supone para mantener el persistente estereotipo en el que decide sobre la (in)capacidad de la mujer para el liderazgo, debido, si no a su falta real de capacidad (esto ya nadie se atreve a pensarlo) sí a su falta de disponibilidad (esto lo piensan ellas mismas).

"El tiempo es para todos un bien precioso y escaso, pero especialmente para las mujeres que trabajan fuera de casa y tienen hijos. En un mercado tan competitivo como el que vivimos, esta es una circunstancia determinante"

Después de leer lo anterior no parece muy difícil encontrar el común denominador. Sí, es obvio: el tiempo, o, más bien, la falta de tiempo. El tiempo es para todos un bien precioso y escaso, pero especialmente para las mujeres que trabajan fuera de casa y tienen hijos. En un mercado tan competitivo como el que vivimos, esta es una circunstancia determinante. Los hombres disponen, en términos generales, de más tiempo que las mujeres para invertir en su promoción profesional, dato irrefutable cuya traducción no es otra que las cifras que examinábamos al principio. Pero, si esto es así, como creo que nadie discute, ¿a qué se debe? ¿Porqué razón los hombres disponen de más tiempo? A primera vista, la explicación parece sencilla. Los hombres disponen de más tiempo porque una gran cantidad de ellos están casados o conviven con mujeres que no trabajan fuera de casa o lo hacen a tiempo parcial, lo que les hace enormemente competitivos -gracias al excedente de tiempo que ellas les proporcionan- frente a sus compañeras de trabajo que tienen hijos y cuyos maridos también trabajan a tiempo completo.
Es una consecuencia lógica de los principios de economía de escala y división del trabajo. La unión entre un hombre que trabaja y una mujer que no lo hace (o lo hace a tiempo parcial) origina una célula enormemente eficiente en el mercado. La mujer se ocupa de los niños –de tenerlos y educarlos- mientras que el marido invierte el tiempo que le “cede” su mujer, al liberarle de ese trabajo, en su promoción profesional, lo que normalmente le permitirá aumentar sus ingresos. (Esta circunstancia es, por cierto, la causa fundamental que justifica el régimen económico matrimonial de la sociedad de gananciales). El hombre no tiene necesidad de pedir ninguna baja, ni por parto ni por cuidado de niños, no tiene por que llevarlos al médico, no los recoge del colegio, no tiene que vigilar sus deberes, prepararles la cena, comprarles ropa, etc. No tiene tampoco por qué llevar el peso de la organización y gestión de su hogar. Su mujer tiene tiempo para eso. Es evidente que muchos hombres que viven en pareja comparten estas tareas, es cierto, pero lo fundamental es que no necesitan hacerlo. Si no pueden, no pasa nada y precisamente por eso sus jefes cuentan con su permanente disponibilidad para el trabajo.
Aún en el caso todavía poco frecuente de que marido y mujer trabajen a tiempo completo y compartan al 50% las cargas familiares, sigue existiendo una diferencia insoslayable: la maternidad. Y no sólo por el tiempo que exige a la madre, inevitable hasta que de la gestación se ocupen las máquinas, sino por algo mucho más importante, que quizá podríamos denominar “la captación de voluntad impuesta por la genética”. Este es, sin duda, el vértice de la gran pirámide, de donde nacen todas las determinaciones que terminan desembocando en las cifras señaladas al principio. No es sólo esos meses de baja lo que marca la diferencia, ni muchísimo menos. La clave es que por un condicionamiento genético inevitable, a la mujer le cuesta menos que al hombre –por término medio- adoptar determinadas decisiones a favor de la familia, aún a costa de su proyección profesional. Si la mujer tiende a dedicar comparativamente más horas que el hombre a su hogar que a su trabajo, si sale disparada a casa al sonar la campana, si llegado el caso pide jornada reducida –no hablemos de la baja por maternidad- si se despide de una multinacional y se organiza por su cuenta, si renuncia a una promoción que le exige viajar o más noches de insomnio, es porque quiere. ¿Cómo podría ser de otra manera?
La culpa, entonces, no la tiene concretamente nadie. No la tienen los hombres, por cuanto una gran mayoría de mujeres elige voluntariamente sacrificar en parte o totalmente su vida profesional a su vida familiar; no la tienen las mujeres que legítimamente prefieren ese modelo o las que también legítimamente aspiran a competir profesionalmente en condiciones de igualdad con los hombres sin querer renunciar a nada; no la tienen tampoco las mujeres que renuncian a una vida familiar y a unos hijos, voluntaria o involuntariamente; no la tienen las empresas, que se limitan a aplicar los principios de eficiencia y racionalidad productiva hasta el final. Decir que la tiene “la sociedad”, es como decir que la tienen “los genes”: algo completamente inútil. De lo que se trata es de buscar una solución.

"La Ley consagra un teórico principio de discriminación positiva, pero que en la práctica queda en muy poco o casi nada, huérfano de cualquier imposición o sanción. Lo más chocante es la diferencia de trato entre la esfera pública y la privada"

Los derechos de baja por paternidad, las guarderías sin horario, las ayudas públicas de todo tipo, son sin duda pasos en la buena dirección, pero no resolverán el problema por sí solos. Lo crucial es comprender que en la mayoría de los casos la mujer realiza sus opciones “voluntariamente”: prefiere coger ella la baja, no quiere dejar a su bebé en la guardería hasta que cierren, es ella la que solicita jornada reducida o la excedencia temporal, la que está dispuesta a posponer sus aspiraciones profesionales a cambio de tiempo que dedicar a sus hijos, etc. En una sociedad tan hipócrita como la nuestra no faltará quién diga que si la elección fue voluntaria, un elemental principio de responsabilidad exige asumir las consecuencias, por incómodas que puedan resultar. Nuestra sociedad “libre y democrática” está construida sobre esos parámetros y hay que ser consecuentes. Sobre este argumento gira el llamado “principio del mérito”, que no es más que un sofisma que descansa sobre dos presupuestos falsos: primero, el que la idoneidad de cada uno para desempeñar un determinado puesto se aprecia de manera imparcial en base a causas objetivas fácilmente mensurables; segundo, que esa idoneidad (o mérito) es casi una condición moral que atribuye un derecho inalienable a su reconocimiento y satisfacción, por muy injusta o desigual que haya sido la situación que lo ha originado. Las mujeres padecen un déficit de tiempo relativo que les origina un hándicap de partida, pero el problema se agrava desde el momento en que los criterios de valoración estándar suelen tener más en cuenta la disponibilidad para pernoctar en la oficina que la gestión racional del tiempo disponible, cuestión en el que las mujeres (a la fuerza ahorcan) suelen ser imbatibles.
Pero aun cuando el sofisma no fuese tal y el principio del mérito algo digno de todo el fervor que se le profesa, al menos deberíamos ser conscientes del precio que vamos a pagar por él: que las cifras que veíamos al principio permanezcan inamovibles por generaciones; que la mitad de nuestros conciudadanos se vean obligados a una elección vital radical entre una carrera profesional o la maternidad, disyuntiva felizmente inexistente para la otra mitad; que a medida que la esperanza de vida se alarga, se asume que el matrimonio no es para siempre y la competitividad laboral aumenta, cada vez mas mujeres se verán obligadas a una decisión racional en contra de la maternidad (y de su deseo), con todo lo que ello implica (sí, quién pagará nuestras pensiones); que desaprovecharemos todo lo que la mujer puede aportar a nuestra vida laboral y profesional, etc.
Pues bien, la Ley de Igualdad ha sido aprobada y publicada, y nuestro Presidente ha dicho que “la norma está llamada a transformar radicalmente y para siempre la sociedad española” (ahí queda eso). ¿Va a ser realmente así? Nos tememos que no.
La Exposición de Motivos arranca con una afirmación fundamental –“el pleno reconocimiento de la igualdad formal ante la ley, aun habiendo comportado, sin duda, un paso decisivo, ha resultado ser insuficiente”- pero sin extraer apenas consecuencias. Consagra un teórico principio de discriminación positiva, pero que en la práctica queda en muy poco o casi nada, huérfano de cualquier imposición o sanción. Como antes hemos defendido, no es lo mismo a estos efectos permitir al padre coger la baja que obligarle a hacerlo. Casi todas las medidas imperativas de discriminación positiva se centran en una esfera –la pública- de trascendencia muy limitada. De hecho, la Administración ha venido constituyendo desde hace años un refugio para las mujeres capaces, dado que combina un sistema de entrada muy competitivo (las oposiciones) con una carrera profesional que lo es mucho menos. Es decir, la competitividad se circunscribe a un momento temporal relativamente breve, situado al principio de la carrera, pero luego es mucho más limitada, dado el sistema de Cuerpos superiores con determinadas plazas reservadas, las retribuciones “igualitarias”, o por lo menos sin grandes diferencias entre los escalones más altos y los más bajos, el hecho de que la Administración esté exenta a su vez de funcionar en un mercado competitivo a la caza del cliente, etc. Viene así a constituir un destino laboral que no penaliza la falta de tiempo que soportan las mujeres ni, por tanto, premia el excedente de tiempo que disfrutan los hombres, salvo en supuestos muy excepcionales y en cargos de muy alto nivel o de carácter “político”.

"Es imprescindible asumir sin complejos la necesidad de imponer a través de medidas imperativas un espacio –por muy “voluntariamente” que se haya abandonado- en compensación por un tiempo empleado en interés de todos"

Realmente, lo más chocante de la Ley es la diferencia de trato entre la esfera pública y la privada. Mientras el principio de presencia equilibrada se impone imperativamente en órganos de selección de personal de la Administración y en organismos públicos vinculados, en sus representantes, en sus comités de expertos o consultivos y en las listas electorales, a las sociedades mercantiles de cierta dimensión (las obligadas a presentar cuenta de pérdidas y ganancias no abreviada) se les dedica un único artículo en donde simplemente se indica que “procurarán” incluir en su Consejo de administración un número de mujeres que permita alcanzar una presencia equilibrada de mujeres y hombres en un plazo de ocho años a partir de la entrada en vigor de esta Ley. Yo conocía las normas imperativas, las prohibitivas y las dispositivas, pero las “procurativas” eran para mí algo completamente desconocido. Pues ni un minuto más, porque esta Ley está llena de ellas.
Tiene razón en parte Gabriel Tortella cuando afirma (La sinecura, El País, 11 de abril de 2007) que la imposición de una presencia equilibrada en las listas electorales revela una visión patrimonialista del cargo público, que a quién conviene en primer lugar es al que lo desempeña. Pero tiene razón precisamente porque la imposición se limita a eso, sin trascender ni un palmo en lo privado... ¡no la vayamos a fastidiar, que una cosa son los intereses públicos (es decir, nuestros cargos públicos) y otra cosa la cuenta de resultados de las empresas! Ya se sabe: los experimentos con gaseosa.... Aunque a mí se me escapa por qué es menos importante para la nación el Parlamento español o el Consejo de Ministros que el Consejo de administración de una sociedad del IBEX 35, por cuanto se impone en un caso lo que en otro simplemente se debe “procurar”.
Pues bien, pienso que llega el momento de comprender que sin avances significativos en el sector privado y ocupándonos siempre de lo “fácil” (Administración pública, sector público, cargos públicos, donde ya las mujeres reinan por las razones más arriba expuestas) no conseguiremos, no ya “transformar radicalmente y para siempre la sociedad española”, sino ni siquiera avanzar decididamente en la buena dirección. Es imprescindible asumir sin complejos la necesidad de imponer a través de medidas imperativas un espacio –por muy “voluntariamente” que se haya abandonado- en compensación por un tiempo empleado en interés de todos. O, en otro caso, asumir resignadamente que la espera por la igualdad efectiva será muy larga....

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