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ACADEMIA MATRITENSE DEL NOTARIADO

Conferencia dictada por David Blanquer Criado, Profesor Titular de  Derecho Administrativo y Letrado del Consejo de Estado excedente

El día 31 de enero de 2008, se celebró en el salón académico del Colegio Notarial de Madrid, dentro del ciclo de la Academia Matritense una conferencia dictada por David Blanquer Criado. El acto fue presidido por el decano del Colegio Notarial de Madrid, Ignacio Solís Villa, y el conferenciante fue presentado por el anterior decano, secretario de la Academia Matritense y director de esta revista, José Aristónico García Sánchez.

Madrid, Redacción.-    
El ponente centró su conferencia en tres materias: el mito de la autonomía de la voluntad, las normas que limitan la libertad de contratación, y las consecuencias de la infracción por los contratantes de las normas que limitan esa libertad.

Mito de la Autonomía de la Voluntad
A juicio del ponente, para comprender el mito de la autonomía de la voluntad es necesario contextualizarlo históricamente, comenzando en el Estado liberal, que posteriormente se transforma en social, y después en regulador del mercado para garantizar la competencia.
En el contexto del movimiento codificador el Estado liberal implica un acantonamiento jurídico de la burguesía frente a la burocracia y la Administración pública. En el Estado liberal se produce una radical contraposición entre el Estado y la sociedad, entre el Derecho público del Estado y el Derecho privado de la sociedad.
Por un lado el Derecho público del Estado en el que los fines están predeterminados por la norma, que regula relaciones verticales entre gobernantes y gobernados.
Por otro lado, el Derecho privado de la sociedad, fundado en la autorregulación privada, que es libre de elegir sus fines, y que establece con plena libertad y autonomía el régimen jurídico de las relaciones horizontales entre quienes son parte del contrato. La autonomía de la voluntad es el alfa y el omega de la lógica económica de la contratación privada.
Esta contraposición entre el Derecho público del Estado y el Derecho privado de la sociedad se produce en un momento histórico en el que todavía no hay Constitución en sentido normativo, y tampoco hay Constitución económica. Los pilares fundamentales de la ordenación de la economía no están en sede constitucional, pues esa función institucional es asumida por los Códigos: el Civil y el de Comercio.
En este marco del Estado liberal que contrapone el Derecho privado al Derecho público, crece y toma cuerpo la autorregulación de la sociedad, la plena autonomía de la voluntad contractual, que logra espontáneamente la racionalidad del mercado, y consigue el equilibrio natural entre la oferta y la demanda. En ese momento histórico el sistema contractual se apoya en cuatro pilares: libertad, igualdad, negociación y justicia conmutativa.
Hay libertad de pactos porque la voluntad individual de las partes es soberana. Guiada por intereses legítimamente egoístas, en la celebración del contrato hay plena libertad de fines, de medios y de forma. Por otro lado, se presume que hay igualdad formal de las partes del contrato. En tercer lugar, se parte de la premisa de que siempre hay negociación. Fruto de esa deliberación, la fijación del contenido del contrato resulta imputable al 50% a las partes, y como las partes que negocian son iguales y lo hacen libremente, el resultado es necesariamente justo, se presume que hay justicia conmutativa y se orilla la rescisión por lesión.
Ahora bien, ese sistema construido sobre los cuatro pilares descritos se construye por la jurisprudencia de conceptos que arranca del historicismo de Savigny, y su elaboración de la figura del negocio jurídico como declaración de voluntad, sentando así las bases del mito de la autonomía de la voluntad. Conviene destacar que la jurisprudencia de conceptos identifica al derecho subjetivo con el señorío de la voluntad, a diferencia de la jurisprudencia de intereses por la que aboga Ihering, quien considera que un derecho subjetivo es un interés jurídicamente protegido. La llamada crisis de la autonomía de la voluntad es en realidad una manifestación de la crisis de la jurisprudencia de conceptos, que con el transcurso del tiempo es claramente superada por la jurisprudencia de intereses.

"¿Dónde nos ha llevado la interpretación que hace el Tribunal Supremo del artículo 6.3 del Código Civil? a la primacía del arbitrio judicial frente a la norma; a la desorientación de la jurisprudencia; a la balcanización autonómica; a la descodificación estatal por las leyes sectoriales del régimen de validez o nulidad de los contratos"

De forma casi paralela a esa crisis metodológica de la jurisprudencia de conceptos, se produce también una crisis del Estado liberal de Derecho y de su modelo histórico de contratación, fundado en la absoluta soberanía de la voluntad y la plena autorregulación del mercado. En la vida cotidiana empiezan a aflorar los defectos que produce ese modelo del Estado liberal de Derecho: el descontrol de las externalidades sociales o ambientales, o la ausencia de justicia conmutativa en los negocios jurídicos celebrados entre partes desiguales.
En este contexto histórico se produce la transición hacia el Estado social: el Estado deja de ser un pasivo espectador del mercado, el Estado pasa a regular las relaciones económicas y negociales entre los particulares, y donde antes se ejercitaba la libertad contractual, ahora el particular se convierte en un consumidor de normas que limitan la libertad contractual y sustituyen la autonomía privada por la heteronomía pública. Ahora sí que hay Constitución en sentido normativo, y también hay una Constitución económica que condiciona la interpretación de los viejos Códigos que ya han perdido definitivamente su valor supralegal.
Con el transcurso del tiempo, al igual que le ocurrió al Estado liberal, también el Estado social entra en crisis: el tamaño desbordado de la Administración, la torpeza gestora de la burocracia, su ineficacia social y su ineficiencia económica, determinan la crisis de ese modelo histórico. Entra en crisis el Estado social, pero no se vuelve al Estado minimalista del liberalismo extremo, y tampoco se renuncia a los logros alcanzados por el Estado social.
El resultado histórico es que se da paso a una combinación múltiple y compleja del Estado, que ahora es a la vez liberal, social y regulador del mercado para garantizar la competencia. En ese nueva fórmula estatal compleja se implanta la gobernanza, como red de intereses públicos y privados, se produce una recuperación de los cuerpos intermedios y, en cierta medida, un tránsito del Estado del bienestar a la sociedad del bienestar, porque una vez generalizada la garantía de la procura existencial mínima, es la propia sociedad la que debe lograr el incremento de la calidad de vida.
Los objetivos de ese nuevo Estado complejo de la gobernanza en red son: la regulación del mercado para garantizar la competencia empresarial, o la mejora de la calidad de producto y de servicio, para incrementar así la satisfacción de las necesidades de los consumidores y usuarios.
En este contexto se produce una transformación de la actividad pública: se abandonan las funciones de prestación de servicios públicos y se pasa a su simple regulación. Ahora son los particulares quienes prestan esos servicios antaño monopolizados por el Estado. Paralelamente a esa privatización, también hay un cierto grado de desregulación, entendida como un aligeramiento de los controles administrativos o de las injerencias públicas. Y en ese contexto histórico se relativiza la tradicional contraposición entre el Derecho público y el Derecho privado, y cobra plena pujanza la jurisprudencia de intereses por la que abogó Rudolph von Ihering. ¿Cuáles son los intereses jurídicamente protegidos en ese nuevo marco de la gobernanza y del Estado regulador?.
Destacaremos cinco círculos: (i) los intereses estrictamente públicos, (ii) la protección del débil; (iii) la ordenación de los riesgos; (iv) la ordenación pública de la economía; y, (v) la garantía de la competencia entre operadores económicos del mercado.
En ese Estado, que es a la vez liberal, social y regulador, siguen existiendo los intereses públicos, y entre ellos ninguno más paradigmático que el de la Defensa nacional, interés público que incide en la contratación privada de bienes inmuebles situados en zonas de acceso restringido a la propiedad por parte de extranjeros, contratos cuya validez se subordina a una previa autorización administrativa.
Por otro lado, la protección del débil ya no es una cuestión “de interés público” o “de interés privado”, sino que se produce una combinación de esos intereses, dando lugar a la regulación de los contratos de adhesión o a las condiciones generales de la contratación, satisfaciendo así tanto intereses generales, como colectivos o individuales.
Esa misma mixtura entre los intereses públicos y los privados se produce en la ordenación de los riesgos, como sucede en aquellos escenarios donde con carácter forzoso se impone la obligatoria celebración de una póliza de seguro, como premisa habilitante para obtener la autorización administrativa que legitima el desarrollo de una determinada actividad económica.
Un cuarto círculo de intereses que a la vez son públicos y privados, es el de los jurídicamente tutelados por la ordenación de la economía, donde cada vez es más frecuente la exigencia de autorizaciones administrativas habilitantes de la celebración de contratos: para vender un gran centro comercial en los términos exigidos por la legislación de las Comunidades Autónomas, o para enajenar una central térmica de carbón de especial relevancia, contrato sometido a la autorización previa de la llamada función 14 de la Comisión Nacional de la Energía.
Como quinto círculo de intereses que son a la vez públicos y privados, hay que mencionar los de la competencia en el mercado, intereses cuya tutela justifica, por ejemplo, la prohibición de pactos colusorios.

Normas que limitan la libertad de contratación
El ponente se centró en tres pares de normas que limitan la libertad contractual y sustituyen la autonomía privada: (i) normas públicas o privadas; (ii) normas estatales o autonómicas; y (iii) normas con rango de ley o normas reglamentarias.
En cuanto a la bifurcación entre normas públicas o privadas, hoy en día ya las normas no son o de Derecho público o de Derecho privado; la misma disposición justifica el ejercicio procesal de pretensiones tanto ante la Jurisdicción ordinaria como ante la contencioso-administrativa, así sucede por ejemplo con los artículos 1 y 2 de la Ley de defensa de la competencia de 3 de julio de 2007.
En cuanto a la disyuntiva entre las normas estatales y las autonómicas, hay que partir del 149.1.8ª de la Constitución, que atribuye al Estado la competencia para establecer las bases de las obligaciones contractuales, por lo que intuitivamente se piensa que el Estado va a fagocitar toda la limitación de la libertad contractual. De hecho, el Tribunal Constitucional ha hecho una interpretación expansiva de ese título competencial, de forma que puede llegarse a la conclusión de que todo lo que atañe a la eficacia horizontal de la norma entre las partes del contrato, está reservado exclusivamente a la competencia del Estado.
Ahora bien, ello no significa que el Estado monopolice la limitación de la libertad de contratación, toda vez que estamos en un ordenamiento jurídico donde por arriba tenemos una tendencia hacia la liberalización de los mercados desde la Unión Europea, y por abajo un crecimiento exponencial del intervencionismo autonómico en la contratación privada. Los títulos competenciales que pueden invocar las Comunidades Autónomas son variadísimos: vivienda, ordenación del comercio minorista, protección de los consumidores y usuarios.
Aquí nos limitamos a ese último título competencial. Según la jurisprudencia constitucional, la infracción de una norma autonómica en materia de protección de consumidores y usuarios que acaece con ocasión de la celebración de un contrato, únicamente puede tener consecuencias verticales entre gobernantes y gobernados, es decir, esa infracción podrá determinar que se imponga una sanción administrativa. Pero según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, esas normas autonómicas no tienen, en cambio, eficacia jurídica horizontal entre las partes del contrato. Ahora bien, no tienen eficacia jurídica horizontal respaldada por los tribunales, pero eso no es lo mismo que no exista ninguna eficacia jurídica horizontal en la vida cotidiana que se desarrolla al margen de los tribunales. Las partes contractuales piensan que esas normas autonómicas les obligan, y espontáneamente se atienen a ellas, como sucede con la normativa autonómica que regula los contratos de hospedaje, normativa que establece los anticipos que se pueden exigir por la reserva de una habitación, y las penalidades que se pueden imponer con carácter forzoso por cancelación de la reserva.
El último par de normas que pueden limitar el ejercicio de la libertad contractual es el que distingue las normas reglamentarias y las normas con rango, valor o fuerza de ley. En el contexto del Estado liberal de Derecho existía una reserva absoluta de ley, de forma tal que el Derecho privado no podía ser desarrollado por reglamentos, la ley se desarrollaba en régimen de autorregulación privada celebrando libremente contratos entre particulares.
Pero hoy en día, en ese Estado que es a la vez liberal, social y regulador del mercado para garantizar la competencia, hay una reserva relativa de ley, que admite la colaboración del reglamento con la ley en la limitación de la libertad contractual y la sustitución de la autonomía privada. Se admite la colaboración del reglamento siempre y cuando la ley fije las cuestiones básicas de la estructura y funcionamiento del contrato, que se deciden en sede parlamentaria, y las cuestiones accesorias de detalle sobre la limitación de la libertad contractual se remitan a sede reglamentaria.

"Según la jurisprudencia constitucional, la infracción de una norma autonómica en materia de protección de consumidores y usuarios, únicamente puede tener consecuencias verticales entre gobernantes y gobernados, sin producir efectos horizontales entre las partes del contrato"
"El Estado regulador implanta la gobernanza, como red de intereses públicos y privados. Se produce el tránsito del Estado del bienestar a la sociedad del bienestar, ya que ahora es la propia sociedad quien debe procurarse la mejora de la calidad de vida"

Consecuencias de la infracción de las normas que limitan esa libertad
Sabemos ya qué normas pueden limitar la libertad de la contratación entre particulares, queda pendiente de analizar qué consecuencias jurídicas derivan de la celebración de contratos infringiendo alguna de esas normas. Y para responder a este interrogante volvemos al corsé de la jurisprudencia de conceptos.
¿Qué metodología se utiliza para establecer esas consecuencias? Pues la tradicional clasificación de Ulpiano, en la que se distinguen cuatro tipos de normas: (i) las normas pluscuamperfectas, aquellas cuya infracción determina la nulidad y la imposición de una sanción; (ii) las normas perfectas, que únicamente comportan la nulidad; (iii) las normas minuscuamperfectas, cuya vulneración conlleva una sanción; y, (iv) las normas imperfectas, que guardan silencio, y no tipifican cuáles son las consecuencias de su infracción.
Exigencia básica del Derecho es la certeza y la seguridad jurídica, y para colmar la inseguridad jurídica que deriva de las normas imperfectas, es necesaria una norma de cierre del sistema, que por medio de presunciones legales evite una laguna del Derecho. Esa es la función que en el Derecho Romano tenía la “Lex non dubium” del año 439, y esa misión institucional se confió al artículo 7 del Código Civil de 1889.
El análisis de la jurisprudencia de la sala de lo Civil del Tribunal Supremo nos conduce a constatar el rechazo a la interpretación estricta del artículo 4 del Código Civil y a la primacía del arbitrio judicial. El objetivo no es imponer la obediencia al Derecho positivo, la finalidad prioritaria es la conservación del negocio jurídico, la protección de la voluntad de las partes del contrato, quizá porque se atribuye al artículo 1255 del Código Civil un valor supralegal propio de la Constitución económica, y al que deben subordinarse las normas con rango de Ley que inútilmente pretenden limitar la libertad contractual. En la práctica la jurisprudencia del Tribunal Supremo prescinde del análisis de los intereses jurídicamente protegidos por la norma cuya infracción se ha producido como consecuencia de la celebración del contrato.
Después vino la reforma del Titulo Preliminar del Código Civil, realizada en 1974, y el artículo 6.3 tampoco aportó mayor certeza o seguridad jurídica, que es la función institucional básica de esta norma de cierre. ¿Qué es lo que establece el 6.3? Pues una presunción “iuris tantum” de nulidad, salvo que en la norma infringida se establezcan otras consecuencias para caso de contradicción. Ahora bien, aunque así no lo diga en su estricta literalidad el artículo 6.3,en la práctica se viene a interpretar que cuando se establezcan otras consecuencias para caso de contravención, el titular de la potestad normativa está obligado, además, a disponer explícitamente el carácter acumulativo con la nulidad de las otras consecuencias para caso de contravención, como las sancionadoras. Si la norma guarda silencio sobre la compatibilidad de las sanciones y la nulidad, se aplica una presunción de incompatibilidad implícita entre la nulidad y las otras consecuencias como las sancionadoras.
Esa idea de que es necesario un explícito reconocimiento de la compatibilidad de las otras consecuencias distintas a la nulidad, recuerda la lógica del literalismo propio de la escuela de la exégesis del Código Civil napoleónico, que partía del postulado de que “pas de nulité sans texte”. Llevada esa regla al artículo 6.3 del Código Civil, se concluye que si no hay una declaración expresa de compatibilidad ésta no se puede presumir1.
¿Dónde nos ha llevado esa interpretación del Tribunal Supremo del artículo 6.3 del Código Civil? Cabe destacar cuatro consecuencias fundamentales: (i) la primacía del arbitrio judicial sobre la norma del Derecho positivo; (ii) en segundo lugar la desorientación de la jurisprudencia; (iii) la balcanización autonómica; y (iv) la descodificación estatal por las leyes sectoriales del régimen de validez o nulidad de los contratos.
Baste exponer aquí alguna de esas consecuencias. Mientras que es uniforme la existencia de algún régimen de intervención pública en el precio de las viviendas sujetas a algún régimen de protección pública, es heterogénea y zigzagueante la jurisprudencia sobre la trascendencia contractual de la infracción de la normativa de precios. En esta materia no es insólita la práctica irregular de que el promotor exija a los compradores un sobreprecio. Al margen de las sanciones que puedan imponerse por la Administración, en aplicación de las mismas normas estatales el Tribunal Supremo ha realizado hasta 4 interpretaciones distintas sobre la incidencia de esa infracción normativa en la validez del contrato.
(i) En un primer momento, la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo declaró que la vulneración de esas normas determinaba la nulidad del contrato, con el efecto de estar obligadas las partes a restituirse las recíprocas prestaciones.
(ii) En una segunda fase se declaraba la nulidad, pero en aplicación de lo dispuesto en el artículo 1306 del Código Civil, se estimó que no procedía la restitución de las prestaciones.
(iii) En la tercera etapa se consideró que las consecuencias de la infracción normativa eran exclusivamente administrativas (como sanciones o devolución de beneficios tributarios), pero sin producir efectos civiles, por lo que se conservaba la validez del contrato celebrado con sobreprecio, siguiendo así una interpretación muy restrictiva del artículo 6.3 del Código Civil.
(iv) En la cuarta fase la jurisprudencia se decantó por superar las limitaciones de la estricta literalidad del Código Civil, y en ejercicio del arbitrio judicial, el Tribunal Supremo consagró la figura de la nulidad parcial del contrato que sólo afecta a la cláusula irregular (que se entiende sustituida por el precio máximo normativamente establecido), conservándose en lo demás la validez y eficacia del contrato (siempre y cuando el adquirente no incurra en dolo y coopere en el fraude a la ley). Un sector de la doctrina, abanderado por Federico DE CASTRO, abogó por su aplicación para proteger los intereses de la parte contractual más débil.
En la actualidad, la línea jurisprudencial más generalizada es volver a la tercera fase, y declarar que las consecuencias de la infracción de los precios máximos de venta o renta de las viviendas de protección oficial son exclusivamente administrativas, sin alcanzar a la validez del contrato. En ese sentido cabe citar la reciente Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de diciembre de 2007 (ponente Ignacio Sierra). Ahora bien, por esa vía se producen resultados prácticos ciertamente llamativos, pues el efecto útil de esa jurisprudencia es la liberalización del precio de las viviendas de protección pública. Estamos pues ante una jurisprudencia desreguladora que transforma en “soft law” las normas imperativas de ordenación económica de la compraventa de viviendas.
Esa jurisprudencia zigzagueante del Tribunal Supremo ha funcionado como una invitación a las Comunidades Autónomas para que en materias de su competencia, como es la vivienda, regulen la validez de los contratos. Así sucede, por ejemplo, en el artículo 34.2 de la Ley de vivienda de Galicia de 29 de julio de 2003, donde, a las sanciones administrativas que puedan corresponder se acumula de forma expresa la nulidad parcial sustitutiva de las cláusulas contractuales que establecen el sobreprecio, ostentando el comprador el derecho a reclamar el reintegro de las cantidades indebidamente abonadas. Una disposición análoga o similar es el artículo 84.2 de la reciente Ley de 28 de diciembre de 2007, del derecho a la vivienda en Cataluña.
Ahora bien, lo llamativo de esa Ley es la novedad conceptual introducida en su artículo 114. Esa Ley catalana transforma el sobreprecio en una deuda de derecho público, que se puede ejecutar en régimen de autotutela administrativa mediante el apremio sobre el patrimonio del vendedor. Es más, esa norma atribuye a la Administración la competencia para valorar si el comprador actuó de buena fe. Todo ello cual constituye no sólo una invasión autonómica de la regulación contractual, sino también una alteración del orden jurisdiccional competente para conocer de esa controversia estrictamente civil.
¿Y el punto de partida cuál era? Una norma de cierre cuya función básica y fundamental es aportar certidumbre y seguridad jurídica: el 6.3 del Código Civil. En ese escenario quizá convenga reflexionar sobre la funcionalidad práctica de ese precepto, que para muchos nació obsoleto, y que hoy en día está desfasado en el actual marco complejo de la gobernanza y de un Estado que es a la vez liberal, social y regulador del mercado para garantizar la competencial.
La obsolescencia del Título Preliminar de 1974 es tanto originaria como sobrevenida. Originaria, pues porque en línea general de principio arranca del esquema conceptual de relaciones del Estado liberal de Derecho, e ignora, salvo algún matiz en el 6.4, al Estado social. A la obsolescencia originaria se añade la sobrevenida, acentuada por un Estado territorialmente complejo, en el que las Comunidades Autónomas limitan la libertad contractual y sustituyen la autonomía privada, y se crean zonas de incertidumbre jurídica sobre el alcance contractual que tiene la infracción de esas normas.

1 Ese criterio no es uniforme en la jurisprudencia; buena prueba de ello es la reciente Sentencia de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo de 31 de octubre de 2007 (ponente Francisco Marín Castán), en la que se examina la validez o nulidad de un contrato de transformación de algodón que se celebró infringiendo la normativa sobre cooperativas agrarias aprobada por la Comunidad Autónoma de Andalucía. Esa normativa sólo tipifica una sanción administrativa para caso de contravención. Pese a ello la Sentencia declara la nulidad del contrato por considerar que la tipificación de la sanción administrativa “lejos de excluir la nulidad civil del contrato, la corrobora”. Es decir, que se establezca expresamente una consecuencia distinta a la nulidad para caso de contravención, no significa que la norma “excluyera la posibilidad de declarar civilmente nulo el contrato mediante el cual se vulneró la prohibición”.  

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