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CARLOS E. RODRÍGUEZ
Periodista

Me perdonará el lector la aparente paradoja del título de este comentario, pero estoy convencido de que, a la lectura de las líneas que siguen, coincidirá conmigo en que la paradoja deja de serlo cuando el seguro dista mucho de dar seguridad. Distintas personas me hacen llegar su inquietud ante las informaciones, publicadas en distintos medios e incluso en EL NOTARIO DEL SIGLO XXI, sobre la posible introducción en España del mecanismo, habitual en Estados Unidos, de contratación de un seguro sobre operaciones inmobiliarias de compraventa, a fin de que el comprador se cubra, al menos económicamente, de posibles irregularidades o defectos que no le permitan la toma de posesión efectiva del inmueble adquirido. Ajeno a conocimientos jurídicos precisos, no puedo ocultar que comparto, como consumidor, esas inquietudes. ¿Es razonable sustituir la certeza de la compraventa del inmueble por una compensación económica?
Se dirá que de los males, el menor, pero no se entiende cuando estamos acostumbrados a que la compra de un inmueble, si se ha realizado con todos los trámites debidos ante notario y se ha inscrito en el correspondiente registro de la propiedad, sea algo seguro, sin incertidumbres. ¿Es que ahora las escrituras públicas ante notario van a ser menos eficaces? ¿Es que los registros de la propiedad, tan sólidos y precisos en nuestro país, van a dejar de serlo? La compra de un inmueble no es, ni por esfuerzo económico ni por implicación emocional del comprador, lo mismo que la de un traje, un electrodoméstico o un automóvil. La certeza de la adquisición de la propiedad del inmueble no puede ser compensada ni puesta en balanza con una compensación económica, incluso si ésta supone la recuperación del dinero entregado.

"Lo que el consumidor quiere, cuando compra un terreno o una vivienda, es el terreno o la vivienda, ese terreno preciso o esa vivienda precisa, y en modo alguno una eventual compensación del mal fin de la operación. Quiere una propiedad, no un pleito"

Así de primeras confieso dos cosas. En primer lugar que, como tantos ciudadanos españoles, soy titular de numerosos seguros: de vida, de accidentes, de automóviles, de riesgos del hogar, de complementos de asistencia sanitaria, etcétera, etcétera. Y al mismo tiempo, mi incómoda sensación, como consumidor, de que los seguros son contratos bastante asimétricos, porque yo tengo la certeza de que no tendré más remedio que pagar las primas o cuotas mientras quiera permanecer asegurado, pero no tengo, ni de lejos, una certeza equivalente de que, en caso de producirse el ingrato suceso a que el seguro se refiere, percibiré lo ofrecido en el momento de su contratación. Todos sabemos que la lucha con las compañías de seguros para que hagan frente a lo convenido forma parte, desagradable parte, de la vida de cualquier consumidor.
 Me ha llegado, por ejemplo, el caso de una señora viuda, cuyo marido falleció a edad temprana en un accidente de submarinismo, y que mantiene una prolongada polémica, con más legítima indignación que esperanzas, con la compañía en la que el fallecido tenía su seguro de vida y accidentes. Como es frecuente, la compensación es mayor en caso de fallecimiento por accidente, pero he aquí que el muerto se recuperó transitoriamente del accidente y pudo ser trasladado, todavía con vida, a un hospital, donde finalmente falleció al poco rato. Para maravilla de los profesores de lógica, la compañía aseguradora entiende que el muerto sobrevivió al accidente y que falleció después de muerte así como natural, pues fue en el hospital y a saber por qué. Es decir, que a su viuda le corresponde, como mucho, la indemnización por muerte natural. La broma sería deliciosa de no haber la tragedia de una muerte por medio.
Al fin y al cabo, es sabido que las compañías de seguros no regatean gastos en equipos y trámites jurídicos para evitar o reducir el pago de las compensaciones contratadas, y así como los usuarios, por ejemplo, de servicios bancarios se sienten protegidos por la vigilancia inspectora del Banco de España, los usuarios de seguros saben que poco pueden esperar de la Dirección General del ramo, frente a un sector que campa por sus respetos y utiliza el dinero de los asegurados para, entre otras cosas, profundizar por cualquier resquicio dudoso de la seguridad jurídica. Como consumidor, siendo una profunda desazón ante la perspectiva de cambiar lo que tenía por seguro, esto es, la eficacia jurídica de las escrituras notariales y los Registros públicos, por algo que la experiencia vivida me hace ver  como sensiblemente incierto, que son precisamente los seguros.
Esta inseguridad de los seguros, si se me permite la amable paradoja, es desagradable, pero llevadera en temas como muchos de los siniestros de hogar o los accidentes de automóvil. En estos sucesos menores de su vida, el consumidor ya sabe que, sufrido el siniestro o el accidente, deberá librar una prolongada y costosa batalla con la compañía de seguros, y con resultado incierto, pero lo que está en juego -un automóvil, un electrodoméstico, una obra en el hogar- es importante, pero no vital. No es el caso de la adquisición de una propiedad inmueble, acto en el que pueden estar implicados elementos y valores centrales de la vida personal y familiar del comprador.
Si ya lo tenemos y desde hace tanto tiempo ¿es mucho pedir que, cuando el consumidor va a comprar un terreno o un inmueble, pueda seguir teniendo la certeza de que si paga el precio, firma la escritura pública ante notario, hace frente a las distintas cargas fiscales inherentes y la inscribe en tiempo y forma en el Registro de la Propiedad, ese terreno o inmueble que ha comprado es inequívocamente suyo y nadie se lo podrá discutir, ni canjeárselo por una indemnización en metálico?. ¿Alguien en sus cabales puede cambiar un mecanismo bueno, seguro y largamente experimentado, por otro incierto y que puede prestarse a raros trucos y cambalaches?  Para decirlo con la sencillez de un profano, al margen por tanto de cualquier debate jurídico, lo que el consumidor quiere, cuando compra un terreno o una vivienda, es el terreno o la vivienda, ese terreno preciso o esa vivienda precisa, y en modo alguno un seguro que eventualmente compense del mal fin de la operación. Quiere una propiedad, no un pleito. Y la certeza de esa propiedad la tiene, sin restricción alguna, cuando paga el precio, firma la escritura de propiedad ante notario y la inscribe en el Registro correspondiente. Lo que funciona tan bien y desde hace tanto tiempo ¿alguien sensato puede pensar en cambiarlo? No sería ciertamente a beneficio del consumidor.

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