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MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista

Alguna vez habrá que ocuparse de las leyes de la física y su vigencia en el campo de la información y el periodismo. Mientras llega esa ocasión podemos en una primera aproximación verificar que ningún hecho permanece igual a si mismo después de haber sido difundido como noticia o, si se prefiere, después de haber procedido a medir su magnitud noticiosa. De modo  que esa alteración del hecho en cuestión al ser difundido, al ser acelerado informativamente o, si se prefiere, al ser pesado en la balanza de la actualidad, sucede incluso en el caso de que se haya actuado con el más escrupuloso respeto a su realidad y de que el agente informador haya adoptado la actitud demás objetiva que quepa imaginar.
Esa línea de análisis nos lleva a darnos de bruces con Heisenberg, quien ya nos tenía advertidos de que no conocemos la realidad, sino la realidad sometida a nuestro modo de interrogarla o, si se prefiere, de observarla. Por ahí llegamos al principio de indeterminación, que él mismo enunció, según el cual no podemos conocer al mismo tiempo y con la misma precisión la cantidad de movimiento y la posición de una partícula elemental, pero en todo caso sucede que el producto de ambas magnitudes –cantidad de movimiento y posición- en cada instante debe ser igual a h, siendo h la constante de Plank.
Para nuestro hilo argumental la relevancia de ese principio, llamado por Heisenberg de incertidumbre, deriva de su posible aplicación al comportamiento de las fuentes informativas en presencia de agentes difusores. Porque las fuentes se manifiestan de manera tanto más explícita, son tanto más activas desde el punto de vista noticioso cuanto menos precisa vaya a quedar su identificación pública. Y además sucede que el producto de multiplicar la cantidad de noticia obtenida de una fuente por su identificación personal resulta ser también una constante como la de Plank, que llamaremos la constante del Verbo. En definitiva, que las fuentes tienden a ser muy locuaces bajo la condición garantizada de permanecer en el anonimato mientras que se encierran en un hermetismo tanto más impenetrable cuanto más teman que van a aparecer identificadas como origen de la información.
Reconozcamos que la duda es una compañera constante de nuestra condición de seres racionales, aunque también embargue a los brutos más o menos nobles. Pero, en todo caso, nosotros siempre andamos necesitados de algunas certezas elementales, no solo físicas sino también metafísicas. Por eso Descartes, cuyo diálogo con Pascal joven hemos visto en el escenario del teatro Español según la versión del dramaturgo francés Jean Claude Brisville, nos llevó a través de su discurso del método al hallazgo de una primera certeza, la del “pienso (dudo), luego existo”. En principio parecería que la duda estuviera mejor ambientada en la esfera de las humanidades mientras que en las matemáticas y en las llamadas ciencias de la naturaleza prevalecieran los axiomas, los teoremas y las certezas indubitables. Es decir, aquella contundencia admirable del poeta cuando escribe que “una rosa, es una rosa, es una rosa”.

"Reconozcamos que la duda es una compañera constante de nuestra condición de seres racionales, aunque también embargue a los brutos más o menos nobles"

Pero sabemos también que los avances científicos han sido impulsados por la puesta en cuestión de las verdades adquiridas como consecuencia muchas veces del perfeccionamiento de los instrumentos de observación, que adquieren la capacidad de detectar nuevos fenómenos imposibles de ser explicados por las teorías hasta entonces establecidas. Además, en el área de la Física esos nuevos instrumentos de medida nos llevaron de la mecánica clásica a la mecánica cuántica, nos exigieron la renuncia a las ideas claras y distintas, nos impulsaron a aceptar la doble naturaleza ondulatoria y corpuscular de la luz y en definitiva a trocar nuestras certezas de la dinámica racional por el principio de indeterminación de Heisenberg.
De ahí que, como escribió un buen amigo periodista, surjan todas esas reglas de comportamiento que pactan muchas veces los informadores con sus fuentes, moduladas bajo las reglas del off the record, a cuyo amparo las fuentes pasan de silencio defensivo a la más atrevida locuacidad. Como si todo respondiera a una nueva versión del oficio de tinieblas, o de las fiestas del Carnaval, donde cada uno da suelta a su personalidad más recóndita espoleado por el estímulo del enmascaramiento de su identidad. Este código de conducta ha tenido una peculiar traducción constitucional  entre nosotros a tenor de apartado d) del artículo 20 de nuestra Carta Magna que reconoce y protege el derecho “a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión” y añade que “la Ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades”.
Un primer análisis de este texto nos obligaría a interesarnos por el término veraz que aparece definido en el diccionario de la Real Academia como adjetivo aplicable a quien “dice, usa o profesa la verdad”. Entre las acepciones de la verdad, según esa misma autoridad lingüística, figura la “conformidad de las cosas con el  concepto que de ellas se forma la mente”, también la de lo que se dice con lo que se siente o piensa, aquello que se predica del juicio o proposición que no se puede negar racionalmente, así como lo que hace referencia a la realidad, es decir, a la existencia real de una cosa. En cuanto llegamos al perímetro de la verdad surge el vértigo de quién se reservará el derecho de promulgarla, del que se han apropiado toda clase de inquisidores e inquisiciones. Así que se impone retroceder para reconocer el carácter del veraz a la información que resulte de la diligente práctica profesional que incluye el contraste de las fuentes y la comprobación de los datos.

"Veinte años después de la Constitución se promulgó la Ley Orgánica 2/1997 de 19 de junio, reguladora de la cláusula de conciencia, donde se afirma este derecho constitucional de los profesionales de la información y se pretende garantizar la independencia en el desempeño de su función"

Veamos que casi veinte años después de la Constitución se promulgó la Ley Orgánica 2/1997 de 19 de junio, reguladora de la cláusula de conciencia de los profesionales de la información, donde se afirma este derecho constitucional de los profesionales de la información y se pretende garantizar la independencia en el desempeño de su función. De entrada, es interesante advertir la diferencia entre el texto de la Carta Magna, donde se menciona el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades, y el de la citada Ley Orgánica, que circunscribe el ámbito de su aplicación a los profesionales de la información  en el ejercicio de sus funciones profesionales. La senda emprendida de estampillar como titulares de unos derechos a los profesionales de la información obliga a formular una definición para dilucidar quiénes son los titulares de los citados derechos.
En cuanto al secreto profesional, pendiente del anunciado desarrollo legislativo, hay varias escuelas de pensamiento. Pero, a tenor de la lógica establecida en el supuesto de la cláusula de conciencia, se percibe la urgencia de determinar el perímetro de ese colectivo al que le será de aplicación, es decir, el de los profesionales de la información o, si se prefiere, el de los periodistas. Para responder a ese requerimiento se presentó la pasada legislatura una proposición de Ley sobre el Estatuto del Periodista, por cuenta del grupo de Izquierda Unida, que inició su  tramitación en el Congreso de los Diputados, hasta que decayó cuando se convocaron las elecciones. Sin que haya vuelto a saberse nada nunca más de esa iniciativa. Se comprobó que el intento de definir la condición profesional del periodista es terreno pantanoso como esclarece Scout Gant en su libro We’re All Journalists Now (Free Press New York 2007). Pero más allá del estruendo, algún jurista ilustre ha explicado que es preferible eludir la enojosa definición legal del periodista y limitarse a la del acto periodístico sin discriminar quién sea su agente.
Diferenciemos también, a un sector de la academia y de los colegas de los medios que considera el llamado secreto profesional un deber contraído por el periodista con su fuente informativa. Un deber que ha de ser honrado en aras de la decencia, para no incurrir en la delación y para propiciar al mismo tiempo que la fuente siga manando. Para esta escuela, el secreto profesional es un deber que obliga al periodista, y su cumplimiento en modo alguno puede alegarse para rehuir las responsabilidades frente a terceros, que puedan  seguirse  de la información difundida. En la posición antagónica se sitúan aquellos para quienes prevalece el secreto profesional como si fuera una patente de corso que garantizara la impunidad del periodista y le hiciera ininputable sin que los daminificados por sus informaciones pudieran exigirle las responsabilidades intransferibles que le alcanzan. Continuará

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