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JOSÉ MARÍA ASENCIO
Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Alicante

Modernización de la Justicia

La reforma
Las leyes 1 y 13/2009, de 3 de noviembre, han venido a conformar el marco del desarrollo procesal de las previsiones generales que se establecieron en la LOPJ con motivo de la reforma operada por medio de la LO 19/2003, de 23 de diciembre. Esta última ley, que sentó las bases de un cambio en el modelo organizativo de la oficina judicial, fue fruto del llamado pacto de la justicia y diseñó un sistema que rompía con el tradicional español, basado en la coincidencia entre juzgado o tribunal y oficina judicial propia de cada órgano y que respondía a la idea liberal de garantizar la independencia desde la preservación de la de cada órgano, que se entendía como un todo, en la medida que era en sí mismo poder judicial. La noción de independencia se vinculaba a la de cada tribunal, por más que el sistema sostenía cierta relación con el Ministerio de Justicia, en tanto no se preveía un órgano de autogobierno. Pero, el clásico modelo huía de toda equiparación que asimilara, igualándolos en su organización y funcionamiento, al Poder Judicial y a la Administración y acentuaba el criterio de Poder Judicial sobre el de servicio público, aún sin olvidar que la justicia tiene como fin la resolución de conflictos. La reforma que ahora se concreta procesalmente -aunque trasunto de los principios vigentes en la LOPJ-, no se resuelve, pues, en una simple modificación de una estructura, de una organización administrativa, sino que comporta y decide, pues materializa las previsiones de la LOPJ de 2003, un cambio radical y en profundidad que parte de un planteamiento de la Justicia vinculada al modelo general de organización de la Administración, fundamentada en los mismos criterios que ésta y que, por tanto, asume un relativo o cierto riesgo de relegar, si no se adoptan las medidas oportunas y directa o indirectamente, a los que informan y fundamentan el Poder Judicial, como son la independencia y la imparcialidad. Constituye, pues, una opción que se asienta en los criterios de la rentabilidad, de la eficiencia, de la productividad con el menor esfuerzo presupuestario, pero que, tal vez sin que sea esa la intención, relega a un segundo plano o no se plantea, los riesgos derivados de equiparar Administración de Justicia, esto es, Poder Judicial por encima de todo, con Administración del Estado. Basta ver la Constitución para apreciar que se trata de dos realidades no exactamente equiparables, lo que debiera conducir a huir de similitudes que pueden desembocar en confusiones no deseables. Asimilar una organización judicial con la administrativa, incluso atendiendo a la diversidad de poderes en que esta última se estructura, no se compadece exactamente con la regulación que la Constitución efectúa del Judicial y el Ejecutivo, siquiera sea por los diferentes principios que informan ambas realidades y por las garantías que rodean al Poder Judicial que, no se olvide, en última instancia, controla al resto de poderes. Siendo así, es al menos ineludible plantearse si es conveniente que quien debe ser controlado pueda interferir en quien le controla. Toda dispersión de competencias conlleva una disminución de poder y decisión, mientras que la concentración lo acrecienta y evita interferencias. Y ésta es la cuestión central de una reforma que opta por transformar la realidad y que, por tanto, asume sus consecuencias al comprender la independencia de una manera que no se corresponde con la que hasta ahora se ha mantenido.
La reforma, por otra parte, no puede, ni debe, ser analizada desde principios abstractamente considerados, alejados de la realidad en la que debe operar. Siendo los fundamentos teóricos en ocasiones irrefutables, los hechos y los elementos circundantes, pueden obligar a tomar o desistir de medidas que pueden verse influidas por datos que aquella realidad impone. En este sentido, a nadie se le escapa que la Justicia en España está sujeta a presiones provenientes del Poder Ejecutivo, cuando no directamente de los partidos políticos. Desde un Consejo General del Poder Judicial que, por politizado dada su designación por cuotas, ha perdido su función primigenia, al nombramiento de ciertos magistrados, así como de los presidentes de determinados tribunales por ese CGPJ, terminando por el considerable poder de que gozan las CCAA, quienes tienen atribuida, ni más, ni menos, que la dotación de los medios materiales y el control de los medios personales colaboradores y auxiliares de esa función. Desde esta realidad, desde la vocación de control y desde el riesgo de que la misma se vea fuertemente incrementada con una reforma que ponga en manos del Ejecutivo la Oficina Judicial, ha de analizarse la reforma, más allá, pues, de razonamientos que, aunque teóricamente plausibles, pueden verse afectados y reducidos a otra consideración, cuando de la independencia judicial se habla. Porque, el Ejecutivo, en sus diversas administraciones, aunque no penetre directamente en la función de juzgar, sí asume poderes que indirectamente influyen en la misma, ya que, no en vano, están a su servicio.

"La reforma que ahora se concreta procesalmente no se resuelve en una simple modificación de una estructura sino que comporta y decide un cambio radical y en profundidad"

Y, por último, tampoco debe ignorarse la fragmentación del Poder Ejecutivo por causa de la división de competencias en materia de justicia y la tendencia de las CCAA a asumir las más posibles, siendo así que, si bien es verdad que en lo referido al estatuto de jueces y magistrados existe un órgano de autogobierno, aunque éste se encuentre excesivamente vinculado a quien le designa, las competencias que ejercitan las CCAA son actuadas por el Ejecutivo de estos entes territoriales. Pero, en todo caso, la realidad es que el Poder Judicial, entendido en un sentido amplio, pues así debe comprenderse todo el conjunto de personas y medios puestos al servicio de la función jurisdiccional, que es la que explica su existencia, está hoy diseminado entre diversas administraciones, que no actúan consensuadamente o de modo uniforme, pues no hay leyes que disciplinen esta actuación acordada. La Oficina Judicial en su conjunto, por tanto, se va a fraccionar mucho más, siendo posible que los que decidan sobre ella entren en colisión en relación con asuntos determinados o, incluso, con la visión general de un específico territorio con mayor o menor vocación intervencionista.
Tras la reforma concretada, pues, se esconden estos elementos que deben analizarse, sin poder detenernos en su mera literalidad y debiendo optarse antes que por el modelo decidido abstractamente considerado, por la configuración y principios que deben informar al Poder Judicial. Poder Judicial, como Poder y no como mero servicio público e independencia efectiva, que no se compadece con los controles indirectos sobre los medios que se ponen al servicio del ejercicio de la potestad jurisdiccional, ya que, a nadie se le escapa que no son indiferentes a la función jurisdiccional e influyen decididamente en ella.

La Oficina Judicial

El concepto de Oficina Judicial, hasta 2003 asimilado al de juzgado o tribunal, vinculado a la figura del Juez como director de la misma, experimentó con la reforma citada una modificación sustancial que está en la base de la reforma que ahora se proyecta en su desarrollo. La Oficina Judicial se considera ahora y desde entonces como una organización diversa, vinculada a un territorio más o menos amplio, que puede contener a una multiplicidad de “unidades de apoyo directo”, esto es, las de los juzgados o tribunales y de “servicios comunes”. De este modo, pues, no contiene cada juzgado o tribunal su propia oficina judicial, sino que tales tribunales se integran en un concepto amplio de “Oficina Judicial” que, a su vez, guarda una dependencia respecto de una variedad de órganos y funcionarios administrativos que, igualmente, dependen, conforme a su ubicación y funciones, del Ministerio de Justicia o de las CCAA pero, en todo caso, sujetos en su actuación a los principios de dependencia jerárquica y unidad de actuación.
La conformación y dirección de los medios de la “Oficina Judicial”, a cuyo frente se situará un Secretario Judicial, queda al margen de la decisión de los Jueces y Magistrados, al igual que la de los integrantes de las “unidades de apoyo directo”, dependientes de la “Oficina Judicial” en la que se integran, sometidos a la dirección de su correspondiente Secretario Judicial, como ya sucede desde 2003, si lo tienen en exclusiva, a lo que se une que al Secretario Judicial compete la dirección jurídico procesal del personal colaborador y auxiliar.
En definitiva, al Juez y Magistrado se le preserva la exclusiva competencia del juzgar, de decir el derecho, pero todo el entramado administrativo puesto al servicio de esa función, queda ajeno a sus competencias y decisiones y atribuido al Poder Ejecutivo, pues el Secretario Judicial, desgraciadamente, en lo que constituye el punto débil de la reforma, se mantiene sujeto al principio de dependencia jerárquica. Y esa realidad no puede ocultarse, ni se ha modificado cuando se ha incrementado el ámbito de competencias del Secretariado Judicial que puede verse expuesto a presiones indebidas. Ampliar las funciones de este funcionario especializado, otorgándole algunas de naturaleza jurisdiccional aunque la ley huya de calificarlas de este modo, pero manteniendo su estatuto de dependencia, no constituye una decisión que pueda adoptarse sin explicaciones adicionales a la vista de los elementos circundantes a la reforma arriba expuestos.
Como se mantenía en un Manifiesto elaborado por Profesores de Derecho Procesal, no es posible olvidar que cada juzgado o tribunal es, de por sí, Poder Judicial y que la Justicia se imparte por cada juzgado o tribunal, siendo así que los medios dispuestos al efecto deben vincularse a esa noción y no exclusivamente a una organización superior, de naturaleza diferente, pero siempre capaz de interferir en la función jurisdiccional, por asumir los medios dispuestos a tal efecto.

"Asimilar una organización judicial con la administrativa, incluso atendiendo a la diversidad de poderes en que esta última se estructura, no se compadece exactamente con la regulación que la Constitución efectúa del Judicial y el Ejecutivo"

La ley, pues, se asienta sobre los dos criterios esbozados al inicio de esta breve aportación: la administrativización del Poder Judicial, su sometimiento a criterios empresariales, que ya se aplican al exigirse a los Jueces unos rendimientos medidos objetivamente que ignoran que la labor judicial no es mecánica, sino que debe responder a las realidades de los conflictos que subyacen y que requieren de una atención especial. Y, a la vez, todo el control de lo “organizativo” pasa a manos de la Administración, quedando el Juez para la importante función de juzgar, pero sujeto a las condiciones o la falta de ellas que decidan las administraciones públicas.  

Los Secretarios Judiciales

Otra cuestión a dilucidar, de enorme trascendencia en el entramado creado, es la referente a la figura del Secretario Judicial, funcionario técnico absolutamente desaprovechado por sus conocimientos y que no va a experimentar una transformación sustancial a la vista de las competencias que le asigna la ley. Dos aspectos deben ser objeto de consideración: el primero, el conjunto de competencias “procesales” que se les atribuyen, su suficiencia y naturaleza; el segundo, su ubicación en el organigrama ideado en relación con el carácter de funcionario no independiente y su relación con las administraciones que van a regir la nueva Oficina Judicial.

"La reforma, por otra parte, no puede, ni debe, ser analizada desde principios abstractamente considerados, alejados de la realidad en la que debe operar"

La ley realiza una asignación a los Secretarios de determinadas competencias en el ámbito del proceso, siendo las más relevantes en el ámbito civil, la de admisión de la demanda, la de resolver ante medios anormales de terminación del proceso y la ejecución, con excepción de las materias reservadas a los jueces. Algo está claro, aunque se quiera negar y es que tales competencias tienen carácter jurisdiccional, pues lo procesal no deja de serlo cuando tiene efectos materiales incluso fuera del proceso. No cabe duda de que un acuerdo conciliatorio los tiene, al igual que la admisión de la demanda, que produce, entre otras cosas, la interrupción de la prescripción. De la misma forma, la ejecución, aunque se traduzca en la realización de un título, no se limita a meras operaciones mecánicas, sino que implica decisiones que pueden afectar a derechos y situaciones jurídicas de las partes y de los terceros. En suma, pues, la decisión acerca de atribuir al Secretario Judicial estas funciones y no otras, considerando que no tienen naturaleza jurisdiccional es artificiosa y, por supuesto, insuficiente si de lo que se trata es de aprovechar a un funcionario con conocimientos superiores. Se ha hecho una selección que no ha querido profundizar en la atribución de competencias a los Secretarios Judiciales, a los que se niega potestad jurisdiccional y se ha rehuido de la posibilidad de atribuírsela, con lo que, descartada esta opción, toda la elección de materias no pasa de ser una decisión discrecional, relativa y poco fundada, además de no ser útil para el desarrollo de una figura tan trascendental para el proceso y de, por esta vía, mantener el criterio de dependencia jerárquica.
De la misma forma, la atribución, que ya se hizo en 2003, al Secretario Judicial de la dirección de Oficina Judicial y de sus unidades de apoyo directo y servicios comunes, choca con la realidad, no modificada, de su naturaleza dependiente del Poder Ejecutivo, ya que no en vano sólo se garantiza la independencia de estos funcionarios en lo tocante a la fe pública judicial. Si el director de la Oficina experimenta injerencias y los medios están predispuestos al ejercicio de la función jurisdiccional, lo que explica la razón de ser del Poder Judicial, no puede obviarse la posibilidad de que el Poder Judicial se vea influenciado por presiones o interferencias externas que debiliten su posición institucional. La crítica no seria tan severa o no se formularía en estos términos, si la ley hubiera profundizado en la independencia de este funcionario especializado.
No parece descabellado que el legislador se hubiera planteado la posibilidad de reconvertir a los secretarios judiciales en jueces de tramitación, esto es, jueces procesales cuyas competencias podrían haberse ampliado a la fase de alegaciones e, incluso, a la audiencia previa y a la ejecución en su conjunto, reservando al juez de decisión el juicio oral y la sentencia. Hubiera resultado una suerte de equiparación del proceso civil y el penal, atribuyendo cada fase a un juez diferente, lo que podría redundar en un incremento de la conciliación intraprocesal eliminando el riesgo de prejuzgamiento al ser otro juez el que la pretendiera, así como en la posibilidad de profundizar en la proposición de pruebas de oficio sólo tangencialmente prevista hoy en la LEC.

"El concepto de Oficina Judicial, hasta 2003 asimilado al de juzgado o tribunal experimentó con la reforma citada una modificación sustancial que está en la base de la reforma que ahora se proyecta en su desarrollo"

No cabe duda de que, una vez que la fe pública judicial ha perdido buena parte de su contenido a la vista de la oralidad procesal y del uso de medios mecánicos de captación y reproducción de la imagen y el sonido, la figura del Secretario Judicial no se satisface con la atribución artificiosa de competencias pretendidamente no jurisdiccionales. Este paso no se ha dado, ni siquiera se ha planteado, con lo que la reforma no pasa de ser una solución tímida que no satisface, ni puede satisfacer a los Secretarios Judiciales, ni a los intereses de la Justicia en general. Es más, someter a recurso todas sus decisiones ante el órgano judicial, va a implicar que los procesos se encarezcan en términos de tiempo y cuantía, ya que es difícil imaginar que no se haga uso de todos los que la ley dispone en un país acostumbrado a impugnar cualquier resolución frente a la que la ley conceda esta posibilidad.
La transformación de los Secretarios Judiciales en jueces de tramitación, investidos de plena potestad jurisdiccional, podría servir para superar esa atribución competencial procesal artificiosa, fortaleciendo la independencia del juez decisor al que se le evitaría la intervención en aquellos actos que, de común, se considera que pueden afectar a la necesaria imparcialidad y, del mismo modo, soslayar el régimen de recursos ante el juez hoy previsto, ya que todos se acumularían a los que se dedujeran frente a la sentencia definitiva. Y, del mismo modo, no cabe duda de que, la dirección de la Oficina Judicial en manos de un funcionario independiente no suscitaría las críticas que cabe hacer a la entrega de las mismas a quien depende jerárquicamente del Poder Ejecutivo. Porque es la independencia lo que está en juego y la reforma, garantizada esa condición consustancial a la magistratura, podría minorar sus posibles efectos negativos.
Pero, de no asumirse esta propuesta, aún queda otra posibilidad abierta, reclamada desde diversos sectores que, sin modificar el estatus de los secretarios judiciales garantice su independencia. Se trataría de desligarlos del Ministerio de Justicia y vincularlos al CGPJ, del cual dependería su régimen a semejanza de jueces y magistrados. Ciertamente, esta opción no daría solución al hecho de la atribución de competencias procesales identificadas con las jurisdiccionales, pero, al menos, garantizaría que un funcionario independiente estuviera al frente de la oficina judicial evitándose la directa intromisión en la misma del Ejecutivo.
Optar por una oficina judicial excesivamente asimilada a la organización administrativa, exige adoptar medidas que eviten que el Poder Judicial pierda la esencia que garantizan sus principios. Y, no hay otra solución que fomentar, una vez decidido que esa organización celular debe superarse, la independencia de quien va a ocupar en ella una posición relevante. No hacerlo supone asumir los riesgos propios de la vocación de interferencia del Poder Ejecutivo y máxime en un país en el que el número de “funcionarios” designados directamente por ese poder, supera ya el veinticinco por ciento del total de contratados administrativos.
Tal vez estas líneas no sean otra cosa que una reflexión sin visos de ser atendida, pero a mi juicio, legislar sobre intenciones y abstraerlas del entorno real en que deben moverse, puede ocasionar más inconvenientes que beneficios. La responsabilidad obliga a, incluso, poner en tela de juicio las propias creencias cuando factores diversos pueden interferir en su materialidad y los objetivos perseguidos, loables, estén expuestos al riesgo de ser utilizados para fines no deseables.

Abstract

The LO (Public general Act of Parliament) 19/2003 of the 23rd of December laid the foundations for a change of the organizational structure of the judicial office. This change is the result of the so-called Pacto de la Justicia (agreement between Government and opposition aiming for a reform of the Spanish Judicial System) and created a new system that broke away from the Spanish traditional model. In this new system, the court of law and its own judicial office are one and the same. This change was motivated by the liberal views on securing the independence of Justice based on the protection of every court, understood as a whole, because each of them represents by himself the Judiciary.
On the other hand, such a reform neither can nor should be analyzed, according to the author, from an abstract point of view, far away from the reality where it is due to operate. In this respect, it is widely known that the Spanish Justice System is subject to pressure from the Executive and even from the political parties. This applies to different aspects of the System, from the Consejo General del Poder Judicial (General Council of the Spanish Judiciary) which has lost its original purpose after becoming politicized due to the quota based designation procedure, to the designation of certain senior judges, as well as the presidents of certain courts appointed by the General Council of the Spanish Judiciary and the substantial amount of power that the Autonomous Communities have.

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