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Si la corrupción es un gravísimo problema social no se debe sólo a sus nocivos efectos económicos (aleja la inversión, dilapida los recursos públicos, genera servicios e infraestructuras deficientes, adultera la competitividad empresarial, etc.) sino también al efecto desmoralizador que produce en la sociedad. Especialmente cuando el ciudadano tiene la impresión de que en determinados ámbitos es generalizada y no suficientemente sancionada.
Pese a que el descubrimiento de casos de corrupción suele mantener siempre un ritmo bastante constante, los muy mediáticos acontecimientos de los últimos meses han llevado a primera línea de la actualidad –como, por cierto, suele ser frecuente en nuestro país- un tema no por grave menos antiguo. Súbitamente, los representantes de nuestros principales partidos, siempre sensibles a la presión de los medios, se han lanzado a proponer una amplia batería de medidas legales dirigidas, según afirman, a combatir esta lacra. Se proponen las consabidas reformas de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, de la Ley de Financiación de los Partidos, del Código Penal, de la Ley de Bases del Régimen Local y de la del Tribunal de Cuentas, entre otras. Se pretende incluso impulsar una norma que regule los derechos y deberes de los concejales, como si fuese necesario aclarar si pueden malversar o no. Desde otros foros se clama precisamente contra la falta de ética de nuestros gobernantes y se invoca el necesario rearme moral como la única medida efectiva contra esta grave lacra. Con todo ello se olvida que, ni las normas, ni las exhortaciones morales, son capaces de solventar por si solas este problema si no van apoyadas por dos pilares imprescindibles cuya ausencia explica mejor que cualquier otra cosa nuestras carencias en este importante asunto.

"El mejor antídoto contra la corrupción es la transparencia"

El primero, y más complejo de solucionar, es el deficiente funcionamiento de la responsabilidad política en nuestro país. La corrupción no se sanciona con el debido rigor porque nuestro actual sistema no incentiva en absoluto la asunción de responsabilidades políticas dentro de los partidos. No existe más responsabilidad que la penal, conocido instrumento excepcional cuyos naturales límites no le convierten en un medio idóneo para sanear la vida pública. Todo lo que no implica, no sólo procesamiento, sino condena firme, no afecta para nada a la vida política del protagonista, por lo que menos aún a la del que le ha designado para ejercer su cargo. Dado que el electorado no tiene suficientes armas para castigar estos comportamientos, los políticos carecen de los necesarios incentivos para prevenirlos.
Pero aún así, y sin renunciar a regenerar también por esta vía el principio de la responsabilidad política, cabe señalar otro pilar fundamental en el que hay mucho por hacer y en el que se puede avanzar con mayor rapidez: el del control y la transparencia. No conviene olvidar que la corrupción es una hidra con muchas cabezas, desde las más agresivas (malversación, cohecho, apropiación indebida, etc.) hasta las más light (nepotismo, despilfarro, subordinación de los intereses públicos a los privados, etc.), tan  nocivas éstas como las primeras, dado que, por ser más difíciles de perseguir y castigar, su completa impunidad mina aún más la vida cívica y fomenta su paulatina generalización. Pues bien, resulta evidente que el mejor mecanismo para combatir de manera global sus variadas manifestaciones es obligar a los sujetos involucrados en los distintos procedimientos que constituyen su oportunidad a actuar de cara al público, desde el principio hasta el fin. Tal pretensión, en otro tiempo de imposible cumplimiento, cuenta hoy en día con un instrumento idóneo, barato y eficiente: Internet y las nuevas tecnologías de la información.
La transparencia del procedimiento, lograda simplemente por su adecuado reflejo en la red, no sólo constituye un medio idóneo para controlar al político y al empleado público corrupto, sino también para defender al honesto. En determinadas situaciones no resulta sencillo resistirse a las presiones, más o menos disimuladas, de los superiores jerárquicos. Recordemos que en muchos casos no estamos hablando de delitos flagrantes, sino de  abusos difíciles de detectar por los mecanismos de control institucionalizado; casos en los que el empleado honesto puede imaginar que su franca oposición no será valorada positivamente por nadie y sí tenida en cuenta por alguno. La transparencia le proporciona un medio idóneo de defensa de los intereses públicos en cuanto facilita la difusión anónima a escala global de cualquier paso dudoso. La misma publicación de los informes técnicos constituye el más claro incentivo, no sólo para que sean rigurosos, sino para que sean tenidos en cuenta por el que debe decidir a la vista de todos.

"Para fiscalizar el funcionamiento de las Administraciones los ciudadanos contamos hoy con un instrumento idóneo: Internet y las nuevas tecnologías de la información"

Para ser realmente efectivo un objetivo de este tipo debe ser riguroso en la forma y ambicioso en el fondo. Debe ser riguroso en la forma de instrumentarlo, pues no cabe duda de que un exceso de información, especialmente si esta es anodina o irrelevante, combinada con un formato complejo e intratable, puede frustrar el fin perseguido. Un ejemplo paradigmático de cómo hacer las cosas es el proyecto “Data.gov” de la Administración Obama, una iniciativa revolucionaria que pretende configurarse como un gran archivo de información federal accesible a cualquiera, en un único sitio y bajo un mismo formato. Pero debe ser ambicioso en el fondo, buscando facilitar el acceso a toda la información, interna y externa a la Administración, que sea relevante para juzgar su funcionamiento. La protección de datos sensibles de carácter privado no puede utilizarse como parapeto para esconder la lesión de los intereses públicos. Aquél que quiere participar en un procedimiento administrativo, involucrándose de esta manera en el ámbito de lo público, debe ser consciente de que asume un deber obvio de transparencia con el resto de la ciudadanía, obligada a su vez  a controlar, por un sano principio democrático, a sus representantes políticos.
Una vez que se haya realizado una apuesta decidida por la transparencia la propia sociedad civil generará los mecanismos necesarios, incluidos los tecnológicos, para tratar esa información. No sólo se  perfeccionará así el control pretendido, sino que será posible ofrecer a las distintas Administraciones, gracias a esta sinergia, nueva información susceptible de mejorar sus procesos de decisión y control interno. El Notariado lleva algunos años demostrando las enormes posibilidades que existen de colaboración con los poderes públicos a través de las plataformas tecnológicas y de la información conectada y centralizada, en ámbitos tales como blanqueo de capitales y delincuencia organizada. Pero es obvio que, con las cautelas oportunas, cabe ir mucho más lejos. Por una parte, ofreciendo a la sociedad información estadística de primera calidad. Por otro, ofreciendo a los poderes públicos información valiosísima con relación a determinados sectores que, quizá con demasiada precipitación fueron sustraídos al control notarial, como la contratación administrativa. Si el coste era lo que preocupaba, podía haberse solucionado el problema con algunas medidas menos drásticas. Hoy sólo cabe imaginar, desgraciadamente, las enormes posibilidades de fiscalización e investigación de tramas corruptas que la tecnología alimentada con la información notarial podía haber proporcionado en este ámbito.

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