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JOSEP M. VALLÉS
Catedrático de ciencia política y de la administración en la Universitat Autónoma de Barcelona

AUTONOMÍAS

¿Punto final?

Plantea pocos problemas a expertos y profesionales definir qué es una compraventa o cómo se distingue una hipoteca de otros derechos reales. Mucho menos pacífica ha sido y es la doctrina cuando trata de definir la soberanía o de identificar a qué sujeto colectivo se atribuye. Debates todavía más enconados se entablan sobre qué se entiende por nación o qué colectivo puede o no puede arrogarse esta presunta condición. En todos los casos se manejan categorías jurídicas o de resonancia jurídica. Pero es necesario reconocer que no con el mismo sentido ni con el mismo éxito histórico.
Someter las decisiones políticas a cierta formalidad jurídica ha representado un salto trascendental: el que ha llevado del absolutismo al estado de derecho. Ha reforzado la aceptación –la legitimación- de los acuerdos políticos. Pero este salto no es el salto limpio y preciso que separa, por ejemplo, la rapiña del contrato de compraventa. Es un salto vacilante, plagado de incidencias que escapan al esquematismo de fórmulas cerradas por elegantes que aparezcan en los manuales o en los propios textos constitucionales.
Si el lector no comparte esta premisa – está en su derecho – y apenas ve diferencias entre la regulación de los conflictos de intereses privados y la superación de desacuerdos políticos, le aconsejo que no siga adelante. Porque la perspectiva de este artículo es subrayar la imposibilidad de situarse en un terreno estrictamente jurídico para analizar las vicisitudes que acompañaron la gestación del Estatuto de autonomía de Cataluña de 2006, para comentar la accidentada y dilatada tramitación del recurso de inconstitucionalidad interpuesto por noventa y nueve diputados del Partido Popular o para pronunciarse sobre los eventuales efectos de la sentencia que lo ha dirimido (STC 31/2010, de 28 de junio).
Lo que importa es preguntarse si con dicha sentencia puede darse por resuelta y cerrada la cuestión que ha centrado gran parte de la agenda política española de los últimos años. Se trata de una cuestión inequívocamente política y no estrictamente jurídico-constitucional. Lo ha sido en sus antecedentes remotos e inmediatos, lo ha sido en su desarrollo más reciente y probablemente lo seguirá siendo. Por ello es útil recordar el punto de partida y el itinerario que nos ha conducido hasta aquí.

"Lo que importa es preguntarse si con dicha sentencia puede darse por resuelta y cerrada la cuestión que ha centrado gran parte de la agenda política española de los últimos años. Se trata de una cuestión inequívocamente política y no estrictamente jurídico-constitucional"

Punto de partida. Hace algo más de treinta años, la transición política tuvo que acometer simultáneamente tres tareas que otros estados europeos habían solventado de manera consecutiva. Después de fallidos y fugaces intentos emprendidos desde 1812, se trataba de consolidar las reglas del liberalismo político, las instituciones de la democracia y, finalmente, la articulación pacífica de una comunidad nacional. Las dos primeras tareas han obtenido resultados razonablemente satisfactorios. Si en algunos aspectos merecen críticas son críticas que no se distinguen de las que reciben sistemas políticos más consolidados: por ejemplo, la llamada desafección ciudadana, la profesionalización abusiva de la política o la tensión crónica entre el liberalismo económico y los principios democráticos.

Algo distinto ha ocurrido con el tercer objetivo de la transición. Se buscaba dar salida aceptable a las discrepancias históricas sobre la distribución territorial del poder político y sobre el reconocimiento simbólico de las identidades colectivas. Fue la llamada cuestión de los nacionalismos –central y periféricos- lo que concitó mayores desacuerdos y se convirtió en asunto de primer orden de la agenda constituyente.
La “transición por transacción” –como la han calificado algunos- debía tratar con posiciones encontradas: la defensa tradicional del estado-nación unitario, la propuesta de un estado-nación descentralizado, el proyecto de federación o la apuesta por la confederación. El resultado final fue ambiguo y abierto como tantas fórmulas constitucionales, obligadas a renunciar a afirmaciones taxativas para salvar discrepancias de fondo. La “salida” adoptada se configuraba mediante una combinación de elementos: el preámbulo constitucional, el título preliminar que contenía un abarrocado y enfático artículo 2º y un complejo título VIII -sobre organización territorial y, en particular, su capítulo III sobre las nuevas comunidades autónomas, incluida la referencia a su financiación. Finalmente y de gran importancia, se incorporaba una disposición adicional singular y muy notable sobre los llamados derechos históricos de los territorios forales.

"Se buscaba dar salida aceptable a las discrepancias históricas sobre la distribución territorial del poder político y sobre el reconocimiento simbólico de las identidades colectivas"

La cuestión simbólica –para nada irrelevante en la política- se gestionó con referencias combinadas a la nación española y a sus nacionalidades y regiones, en un esfuerzo por compatibilizar un potente nacionalismo de estado con los nacionalismos periféricos. Por su parte, la cuestión organizativa se trató esbozando un modelo territorial abierto que se guiaba por un principio dispositivo: contarían con capacidad política de ámbito territorial los colectivos que así lo decidieran y después de un acuerdo entre los titulares del poder central y los representantes de cada colectivo. La regulación elaborada por los constituyentes no agradó a buena parte de los profesionales del derecho que no conseguían identificar en ella a ninguno de los modelos recogidos en sus libros y manuales. Le auguraron, por tanto, un fracaso inevitable e inmediato. Éste fue el punto de partida.

El desarrollo. ¿Cómo funcionó en la práctica la transacción constituyente? La transacción constituyente desembocó en algo no previsto ni por quienes la elaboraron ni por quienes la criticaron. El bautizado como “estado de las autonomías” fue más lejos en algunos aspectos y se quedó corto en otros. Fue más allá de lo que se había concebido como una descentralización administrativa para la mayoría de las regiones tradicionales de la monarquía española. Una mutación constitucional sobrevenida mediante una interpretación “creativa” del procedimiento de acceso a la autonomía dio a Andalucía un autogobierno político más amplio y protegido del previsto en la discusión constituyente. Se abría así una vía insospechada para el desarrollo político de otras comunidades. En cambio, la dinámica generada después de la aprobación de la constitución frustró buena parte de las expectativas que había levantado en Cataluña y en el País Vasco, sede de los nacionalismos periféricos más arraigados. Los efectos del golpe de estado abortado de 1981 y la persistencia del terrorismo independentista de ETA alimentaron los desacuerdos entre las mayorías políticas, española, por una parte, y catalana y vasca, por otra, cuando se trató de fijar los márgenes de su autogobierno. Así ocurrió por ejemplo con la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 y sus ulteriores modificaciones.

"La transacción constituyente desembocó en algo no previsto ni por quienes la elaboraron ni por quienes la criticaron. El bautizado como 'estado de las autonomías' fue más lejos en algunos aspectos y se quedó corto en otros"

A la vista de todo ello, ¿hay que afirmar el fracaso de la propuesta constitucional de 1978? Con todas sus ambigüedades e imperfecciones, la concreción del modelo parcialmente definido en la constitución de 1978 ha dado lugar a un dinamismo territorial sin precedentes en la historia contemporánea de España, despertando energías locales, sofocadas o adormecidas durante décadas: en lo social, en lo económico, en lo cultural. Viajar por España es darse cuenta de que ha tenido lugar algo parecido a la “redención de las provincias” que reclamaba Ortega. Que este dinamismo territorial ha comportado también algunos efectos negativos no se le escapa al observador. No hay evolución colectiva que se presente inmaculada. Pero cuesta entender la obsesión de algunos por centrar su foco en las facetas negativas y dejar en la penumbra la cara más positiva del fenómeno.
Sin embargo, la aplicación de la propuesta constitucional no satisfizo –como ya dije- las expectativas creadas en Cataluña y en el País Vasco. Por lo que se refiere a la situación catalana, es un dato comprobado que sus mayorías políticas sin distinción de partidos han considerado que la interpretación dominante de la constitución de 1978 y del estatuto de 1979 mutilaba competencias, restringía financiación y minusvaloraba reconocimiento simbólico. Ello motivó que las instituciones catalanas denunciaran la deslealtad constitucional de determinadas decisiones de las instituciones estatales, asumiendo que una correcta relación de lealtad depende de todos los sujetos de la relación y no de uno solo.
Se ha insistido en que esta decepción era una fabricación interesada de las elites catalanas, poco acorde con una opinión pública indiferente ante el tema. No lo señalan así los datos disponibles. Desde mediados de los años noventa, las encuestas del CIS –un organismo no catalán- indicaban que una mayoría amplía –entre el 65 y el 75 por ciento de la población- consideraba necesario ampliar los márgenes del autogobierno, adoptar las decisiones de mayor importancia en la propia Cataluña y mejorar su sistema de financiación.

"Con todas sus ambigüedades e imperfecciones, la concreción del modelo parcialmente definido en la constitución de 1978 ha dado lugar a un dinamismo territorial sin precedentes en la historia contemporánea de España, despertando energías locales, sofocadas o adormecidas durante décadas: en lo social, en lo económico, en lo cultural"

Las consecuencias. La esperanza de que estos deseos pudieran cumplimentarse con nuevas interpretaciones de la constitución de 1978 y sin acometer la reforma del estatuto de 1979 fueron debilitándose por obra de repetidas decisiones de los poderes estatales. En 2003 una amplísima mayoría parlamentaria catalana optó por emprender la revisión del texto estatutario siguiendo lo establecido por la propia constitución y por el estatuto. Se cometieron algunas torpezas en la gestión política del proceso. Pero la tramitación de la reforma fue impecable en sus pasos legales: en el parlamento catalán, en el parlamento español y en su ratificación por referéndum. Menos ortodoxos y de discutible legalidad fueron los intentos de abortar el proceso que impulsó sin éxito aparente el Partido Popular: la recogida de firmas en toda España o la interposición de un recurso de amparo desestimado en su día por el Tribunal Constitucional.

"Desde mediados de los años noventa, las encuestas del CIS –un organismo no catalán- indicaban que una mayoría amplía –entre el 65 y el 75 por ciento de la población- consideraba necesario ampliar los márgenes del autogobierno, adoptar las decisiones de mayor importancia en la propia Cataluña y mejorar su sistema de financiación"

Es una evidencia que el proyecto de estatuto se convirtió en cuestión central de la política española. Y no sólo como herramienta circunstancial de la oposición para atacar al gobierno presidido por Rodríguez Zapatero. Al igual que en 1931-32 o en 1977-79, la centralidad de esta cuestión en la agenda política reveló nuevamente un crónico desacuerdo sobre la ubicación de Cataluña en el conjunto de España y de su estado. La polémica sobre el estatuto de 2006 no se ha limitado a un pasajero debate jurídico-constitucional. Ha reavivado una vieja e irresuelta cuestión de fondo: si la mayoría política española y la mayoría política catalana pueden definir un acuerdo razonablemente satisfactorio y estable que cumplimente tanto sus respectivas aspiraciones de mutuo reconocimiento simbólico como la protección de sus intereses colectivos.

"La tramitación de la reforma fue impecable en sus pasos legales: en el parlamento catalán, en el parlamento español y en su ratificación por referéndum. Menos ortodoxos y de discutible legalidad fueron los intentos de abortar el proceso que impulsó sin éxito aparente el Partido Popular"

El calado político del asunto lo ha revelado también la secuencia posterior a la aprobación del estatuto. El derecho a la interposición del recurso de inconstitucionalidad por parte del Partido Popular se ha ejercido en un contexto donde se ha evidenciado la manipulación maniobrera de la composición del Tribunal Constitucional y se ha practicado una intensísima estrategia de acoso político y mediático durante la agónica y prolongada tramitación del recurso.

"La polémica sobre el estatuto de 2006 no se ha limitado a un pasajero debate jurídico-constitucional. Ha reavivado una vieja e irresuelta cuestión de fondo: si la mayoría política española y la mayoría política catalana pueden definir un acuerdo razonablemente satisfactorio y estable que cumplimente tanto sus respectivas aspiraciones de mutuo reconocimiento simbólico como la protección de sus intereses colectivos"

¿Punto final? La sentencia 31/2010 de 28 de junio ha de valorarse en este entorno y no sólo mediante el análisis de su tenor literal. Pese a la validación de buena parte del estatuto, ciertos cambios de acento en la doctrina del Tribunal desfavorables al valor constitucional de los estatutos o el contenido restrictivo de la interpretación de algunos preceptos estatutarios incrementarán probablemente la conflictividad constitucional en los próximos años. Pero no es ésta la cuestión principal. Subsiste el interrogante político de fondo. ¿Cierra esta sentencia el debate sobre “el modelo de estado”, tal como se ha reclamado a menudo? ¿Contribuye a una mejor convivencia entre una Cataluña integrante de España y una España integradora?
No lo parece a la vista de las reacciones suscitadas durante la atropellada génesis de la sentencia y de su mismo contenido. Cuesta admitir, pues, que estemos ante un simple “punto y aparte” tras otro intento fallido de resolver el problema. En realidad, la pregunta pertinente es si hemos asistido al primer y último intento del siglo XXI, al definitivo “punto final” de la vía estatutaria. Si esta sentencia fuera la única interpretación posible de la constitución de 1978, no ha de sorprender que se proponga inmediatamente una revisión profunda del pacto constitucional. O, alternativamente, el planteamiento de un proceso unilateral de separación. En cualquier caso, no serán los textos constitucionales ni las sentencias de los tribunales los que marquen el camino a seguir. Será una decisión política que renueve o revoque la conformidad con el acuerdo expresado en la constitución. No cabe otra manera de salir del que se ha denominado “círculo vicioso de la constitucionalidad”, el círculo que se cierra cuando la interpretación dominante de una constitución se muestra incapaz de adaptarse a nuevos equilibrios sociales y políticos. Sólo una decisión política puede entonces restaurar la perdida estabilidad jurídico-constitucional.

"La pregunta pertinente es si hemos asistido al primer y último intento del siglo XXI, al definitivo 'punto final' de la vía estatutaria. Si esta sentencia fuera la única interpretación posible de la constitución de 1978, no ha de sorprender que se proponga inmediatamente una revisión profunda del pacto constitucional. O, alternativamente, el planteamiento de un proceso unilateral de separación"

Tal como indicaba al principio de estas notas, la relación entre derecho y política escapa a la relativa precisión jurídica que se da en la regulación de los conflictos entre intereses privados. Sólo con el reconocimiento de la naturaleza política de la cuestión del autogobierno es posible trazar alguna vía de solución. Si predomina la resistencia a dicho reconocimiento, debemos prepararnos para tiempos políticamente inciertos.

Abstract

During de Spanish political transition (1977-79) Spain undertook three tasks that other European countries had already settled in successive stages: consolidating the rules of political liberalism and democratic institutions and, finally, a peaceful organization of the national community. The result of these constitutional agreement was the so called “estado de las autonomías” (state made up of autonomous regions). In some aspects its implementation went further than expected by some of the members of the constituent assembly although it backed down in other fields. Despite its imperfections, this self-government has resulted in an unprecedented case in Spanish contemporary history of territorial dynamism that has awakened local energies, for decades smothered or asleep.
In Catalonia, however, the majority (between 65% and 75% of the population, according to the surveys of CIS, the Spanish Centre for Sociological Studies) demanded already since the 90’s to increase self-government, to make crucial decisions in Catalonia itself and to improve their financing system. The process that resulted in the new statutory provisions of 2006 was an answer to this view of the population.
The controversy on the making and contents of these provisions is no passing legal-constitutional debate. On the contrary, it has put forward an ancient and unresolved fundamental political matter: Can the Spanish and the Catalonian political majorities reach a steady agreement that meets their aspirations of mutual and symbolic recognition while protecting their collective interests? If the only possible interpretation of the Constitution is the one put forward in the STC 31/2010 (ruling of the Constitutional Court) their proposal for an in-depth revision of the constitutional text would be hardly surprising; but the alternative, to consider a unilateral division process, would be no wonder either. It seems that this ruling is not going to bring the political debate on the “state model" to an end.

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