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JOAQUÍN ESTEFANÍA
Periodista y economista. Fue director de EL PAÍS entre los años 1988 y 1993

Desde el estallido de las hipotecas de alto riesgo en EEUU en verano de 2007 -fecha oficial de la Gran Recesión, que es como se denomina a la crisis económica actual- hasta la huelga general del 29 de septiembre de 2010, en España, han pasado alrededor de mil días. Mil días en los que el mundo se ha sentido especialmente deprimido y que será diferente en muchos aspectos al que era antes. Entre otros, por ejemplo, el geopolítico: todavía en 2007 el centro de los asuntos pasaba casi exclusivamente por EEUU; ahora, cualquier experto coincide en que no hay salida a los problemas sin EEUU, pero tampoco sólo con EEUU. En estos tres años han explotado con toda su fuerza los países emergentes, que son los responsables de la mayor parte del crecimiento económico en el planeta durante el último lustro.
Un analista de Goldman Sachs puso de moda el concepto de países BRIC (Brasil, Rusia, India y China) y tuvo éxito mediático. Ahora se le discute porque uno de sus componentes, Rusia, no es considerado por los analistas país emergente, sino superpotencia en declive, entre otras cosas porque su dinámica demográfica es negativa: la esperanza de vida es menor que antes y muere más gente de la que nace. Y se sustituye a Rusia por otros países emergentes, por ejemplo Sudáfrica, que expuso su potencialidad a la mirada de miles de millones de personas con motivo del Mundial de Fútbol del pasado mes de julio. Mientras se instala en la opinión pública el nuevo acrónimo, recordemos el poder de los BRIC: la mitad de la población mundial, un cuarto del Producto Interior Bruto global (la suma de toda la actividad económica del planeta) y el 40% de toda la superficie.

"Arrancó como una crisis hipotecaria en uno de los segmentos más sofisticados de Wall Street, derivó hacia dificultades en el sector de las materias primas y de los alimentos y, más adelante, a problemas financieros"

El mundo será diferente pero tampoco la Gran Recesión ha tenido la misma naturaleza en todas las coyunturas. Arrancó como una crisis hipotecaria en uno de los segmentos más sofisticados de Wall Street, derivó hacia dificultades en el sector de las materias primas (el petróleo alcanzó los 150 dólares el barril) y de los alimentos (entonces se habló de la vuelta de la estanflación: estancamiento económico acompañado de inflación) y, más adelante, a problemas financieros en dos fases: primero como ausencia de liquidez y después como falta de solvencia de los bancos. Luego contagió a la economía real y entonces se cambió la preocupación por la inflación por la inquietud por la deflación, se multiplicó el paro y comenzó a notarse el empobrecimiento de las clases medias. La última etapa de la crisis (last but not least) se ha manifestado en forma de gigantesco endeudamiento y crecimiento de los déficit públicos. Cuando se abre cada una de las etapas, un elemento se hace dominante sin que se hayan arreglado los problemas anteriores: coexisten todos.

"Según un informe conjunto reciente de la Organización Internacional del Trabajo y el Fondo Monetario Internacional, en los dos últimos años el paro en el mundo ha aumentado en 30 millones de personas, desigualmente repartidas"

Si hubiéramos de destilar en cada uno de los momentos cuál es el asunto, es difícil que éste no sea el espectacular aumento del desempleo. Según un informe conjunto muy reciente de la Organización Internacional del Trabajo y el Fondo Monetario Internacional, en los dos últimos años el paro en el mundo ha aumentado en 30 millones de personas, desigualmente repartidas. La mitad, 15,3 millones, corresponden a los países desarrollados, y de ellos, dos terceras partes son de dos países: EEUU (7,5 millones de puestos de trabajo perdidos) y España (2,7 millones). Generar esos 30 millones de empleos perdidos, más los que existían antes de la Gran Recesión, más los 45 millones de jóvenes que cada año se incorporan al mercado de trabajo constituye la prioridad si no se quiere que la crisis económica devenga en una crisis social y, más adelante, una crisis política, como ocurrió en otros momentos infaustos de la historia (años 1919 a 1939). Las exigencias de que el empleo figure en el frontispicio de las políticas económicas que discute el G-20 en sus reuniones, o que se incorpore a los estatutos de los bancos centrales (como ocurre con los de la Reserva Federal de EEUU) junto al control de la inflación y la supervisión de las entidades financieras, dará la medida de la voluntad para atajar el problema central de las democracias. Un problema que no es estrictamente económico.

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