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LOS LIBROS por JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ, decano honorario

NÉMESIS

Desde que Philip M. Roth en 1989 conoció el éxito con su tercera novela El mal de Portnoy, el simple anuncio de una nueva publicación suya despierta todas las expectativas de público y crítica. Su actitud irónica, provocativa, incluso iconoclasta, siempre rozando el escándalo y la irreverencia, y su cinismo frente a esos mismísimos valores acrisolados por el american dream garantizaban la expectación. Su talento hacía el resto.
La fama de Roth creció de forma vertiginosa y alcanzó su cima con la publicación de la llamada trilogía americana integrada por las tres novelas Pastoral americana (1997), Me casé con un comunista (1998), y La marcha humana (2000) con las que cerró el siglo XX en la cresta de la ola. Los premios a su obra se multiplicaron: por dos veces ganó el National Book Award y dos veces se le concedió el Pen Club, también ganó el Pulitzer, la medalla de Oro de narrativa, el WH Smith Literary Award británico, la Medalla Nacional de las Artes etc. Es el único escritor norteamericano vivo cuya obra está siendo publicada por la Library of America, y el creciente interés por su obra ha dado lugar a una publicación periódica llamada Philip Roth Studies a la que son ajenos el autor y su editor.

"Némesis contiene, 'es', una narración dramática. Ya el título alusivo a la diosa mitológica de la venganza, protectora del equilibrio cósmico, nos orienta hacia el contexto de la cosmogonía griega"

Con el nuevo siglo parecía querer cambiar la tendencia. Algunas de sus últimas entregas, en concreto dos novelas cortas Elegía (2006), y La Humillación (2009) no alcanzaron la excelencia acostumbrada trasluciéndose algunos síntomas de cansancio y mediocridad, y no faltaron críticos que empezaron a hablar de decadencia y regresión. Pero la publicación en este año de su última novela, también corta, Némesis (Mondadori 2011) ha acallado las críticas y desmentido todas las sospechas. De nuevo ha aparecido el Roth de las excelencias narrativas, el escritor intimista y reflexivo, el Roth satírico que desmonta la hipocresía y deja al desnudo las miserias de la condición humana en cuanto se enfrenta a un trance moral; el Roth poderoso que crea personajes, muchas veces íntimamente torturados, pero siempre de gran riqueza psicológica, engarzados en una trama directa, sin digresiones, que embarga al lector haciéndole reflexionar sobre los temas eternos: la vida, la muerte, el destino, Dios, el amor, la segregación étnica (Roth es de ascendencia judía), la culpa o la responsabilidad.

"Siempre le quedará un sentido de culpa tan intenso por haber abandonado a sus alumnos, que a su retorno a Newark y tras un giro inesperado en la narración (acto 3º), su sentido de responsabilidad se acrecienta y agudiza hasta un paroxismo aniquilador"

Némesis contiene, “es”, una narración dramática. Ya el título alusivo a la diosa mitológica de la venganza, protectora del equilibrio cósmico, nos orienta hacia el contexto de la cosmogonía griega. Y la trama, articulada magistralmente en tres capítulos, tres escenarios distintos, los tres actos de mimesis y catarsis heroica nos mete de lleno en los cánones de la tragedia clásica, y su objetivo final, la purificación del exceso o del orgullo desmedido, coincide con la función encomendada a Némesis por el concierto mitológico.
El drama de Roth se desarrolla en plena guerra mundial en Newark, su ciudad natal, cuando en los años 40, en un ambiente local idílico se declara un brote virulento de polio que ataca a la población infantil, la más vulnerable (Acto 1º). Como en La Peste de Camus, con la epidemia devorando vidas al azar, se desatan los peores instintos: brotan el rencor, el egoísmo, la caza de brujas, las culpas, la desconfianza o el racismo, y saltan en pedazos la solidaridad y todos los valores morales. Sobre tanta miseria se levanta la metáfora, como en La peste, y surge también el héroe, Bucky Cantor, profesor de educación física que, para compensar su ausencia del frente bélico del que ha sido excluido por miopía, se desvive y entrega en forma heroica a la protección de sus alumnos.

"Esa responsabilidad cósmica asumida por el protagonista puede parecer absurda pero es inevitable en un héroe como Cantor"

Cuando un día le ofrecen un puesto de trabajo en un campamento de montaña alejado de la epidemia, su moral entra en crisis y se pone a prueba su integridad. Tras un intenso debate de conciencia en el que –--quizá solo aparentemente--- juega papel decisivo el amor, termina cediendo y acepta marchar a la montaña (acto 2º), pero siempre le quedará un sentido de culpa tan intenso por haber abandonado a sus alumnos, que a su retorno a Newark y tras un giro inesperado en la narración (acto 3º), su sentido de responsabilidad se acrecienta y agudiza hasta un paroxismo aniquilador.
El héroe es víctima de un exceso de sentimiento de culpa y responsabilidad, tema central de la narración. El héroe tiene una sed insaciable de asumir culpas que no son suyas porque ni el caos, ni Dios ni siquiera el azar son capaces de controlar el destino. Esa responsabilidad cósmica asumida por el protagonista puede parecer absurda pero es inevitable en un héroe como Cantor. Una persona así está condenada. Nada de lo que haga estará a la altura de su ideal. Su bondad natural es tan severa que no admite límites sin sentirse culpable, su heroísmo consiste en rechazar su deseo mas profundo renunciando a lo que desea. Un héroe como Cantor solo salvará su honor negándose a sí mismo lo que siempre había deseado porque si cayera en la debilidad de actuar de otro modo, sufriría su derrota final. Solo saciará su sed infinita de arrepentimiento llegando a la máxima renunciación.

"Es un héroe marcado por el destino, como lo fue Edipo y otros héroes de la tragedia griega"

Es un héroe marcado por el destino, como lo fue Edipo y otros héroes de la tragedia griega. No sirve Dios para explicar una epidemia de polio, tampoco el azar. Es el destino inexorable, el hado griego, el fatum mitológico lo que nos persigue. Y es la diosa de la venganza la encargada de proteger el equilibrio cósmico (sofrosine), provocando la ruina de las demasías, de las desmesuras y la caída de los excesivamente favorecidos por la fortuna como el héroe Cantor. Es Némesis.

DE LA CULTURA DIGITAL A LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL

Todas las conquistas del progreso, hasta las más incuestionables, han tenido detractores. Sócrates se lamentaba del desarrollo de la escritura porque los que confían en la palabra escrita como sustituto del conocimiento que antes llevaban en la cabeza, dejarán de ejercitar la memoria y se harán olvidadizos, y el invento de Gutemberg hizo temer a algunos humanistas que la fácil disponibilidad de los libros condujera a pereza intelectual haciendo a los hombres menos estudiosos y debilitando sus mentes.
Hoy vivimos la época del avance tecnológico más gigantesco, Internet, el sistema de comunicación más poderoso que nunca hubiese podido imaginar la humanidad. Y, aunque nadie se ha atrevido a renegar de sus ventajas, tampoco ha faltado un grupo de detractores que nos advierten de los peligros implícitos en la cultura digital y en ese encadenamiento interminable de clicks a que un ordenador nos condena. De esa pléyade destaca sobre todos Nicholas Carr, un escritor norteamericano nacido en 1959, educado en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard que ha publicado muchos libros y artículos sobre tecnología y negocios, entre los que destacan Las tecnologías de la información, ¿son realmente una ventaja competitiva (2004) y El gran interruptor (2008), cuyos títulos ya son suficientemente indicativos de sus mensajes y que acaba de publicar (Taurus, 2011) Superficiales ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? en el que trata de avisarnos del lado oscuro e inquietante y de la dudosa ética intelectual de una tecnología que te esclaviza y de la que no te puedes despegar.

"Los internautas no leen en la forma tradicional sino que navegan horizontalmente por los títulos, los índices o los resúmenes buscando rapidez, y ese estilo de lectura tributario de la eficiencia y la inmediatez como únicos valores, está debilitando nuestra capacidad para concentrarnos en esa lectura profunda que conlleva un tipo distinto de pensamiento y tal vez incluso un nuevo sentido del ser porque como dice M. Wolff no somos lo que leemos, sino como leemos"

El proceso crítico de Carr se desencadena a partir de una observación personal. Antes, dice, le era fácil sumergirse en la lectura, su mente quedaba atrapada sin esfuerzo en los argumentos de la gran prosa, pero después de pasar diez años vinculado a la red, su concentración tras dos o tres páginas de lectura, empieza a disiparse. La red había sido una bendición; en pocos minutos, con algunos clics rápidos en Google se obtenía el dato revelador o la cita que antes costaba horas de investigación. Pero este milagro se ha cobrado el alto precio de socavar la capacidad de concentración de sus adictos. Una encuesta entre hombres de letras le llevó al convencimiento de que no era algo personal sino un mal general, cuanto más usaban la red, más dificultades encontraban todos luego para concentrarse en escritos largos.
Fue el punto de partida para que Carr empezara a analizar resultados de programas de investigación neurobiológica, pautas de comportamiento y los registros de computación existentes en los laboratorios de psicología de las Universidades. Advirtió que los internautas no leen en la forma tradicional sino que navegan horizontalmente por los títulos, los índices o los resúmenes buscando rapidez, y ese estilo de lectura tributario de la eficiencia y la inmediatez como únicos valores, está debilitando nuestra capacidad para concentrarnos en esa lectura profunda que conlleva un tipo distinto de pensamiento y tal vez incluso un nuevo sentido del ser porque como dice M. Wolff no somos lo que leemos, sino como leemos. Y así llega a la primera conclusión: el instrumento que empleamos para leer influye no ya en nuestra forma de pensar sino también en nuestros pensamientos.
Cuando Friedrich Nietzsche en 1882 por recomendación médica tuvo que dejar de escribir a mano y pasó a hacerlo a máquina, cambió sin advertirlo su estilo de escribir, su prosa se volvió más comprimida, más telegráfica, no cambió solo su estilo sino el mismo contenido de su pensamiento, lo que reconoció el propio filósofo en una carta a un amigo músico al que confesó que el equipo de escribir participa en la formación de nuestros pensamientos.

"Las consecuencias para nuestra vida intelectual son funestas, dice Carr. Nuestras mentes empiezan por recibir el influjo de los programas de software externo y terminan por reprogramar nuestro propio sistema neuronal, con lo que los circuitos de la reflexión se atrofian o desaparecen"

La realidad, continua Carr, es que la neurociencia ha demostrado que el cerebro humano esta constituido de una materia de plasticidad infinita, una materia capaz de reprogramarse y cambiar su forma de funcionar a la carrera, y por esa plasticidad los cambios mentales no se detienen en el sistema funcional sino que alcanzan al sistema orgánico o biológico. La invención del mapa y del reloj, por ejemplo, fomentaron unas formas de pensar basadas en la percepción y definición de formas y procesos abstractos que iban más allá de lo evidente a los sentidos. Su aceptación e implantación como sistema mental de medir tiempo y espacio tuvo como primera secuela que dejamos de escuchar a nuestros sentidos y empezamos a someternos al influjo de estos sistemas abstractos, pero como consecuencia última en el cerebro humano se produjeron a nivel biológico los cambios neuronales consiguientes. Lo mismo pasó con el ábaco, el sextante, el libro, la imprenta o la escuela, todas tecnologías intelectuales que el hombre ha utilizado para ampliar o apoyar su capacidad mental pero que han producido en el cerebro las  modificaciones neuronales necesarias.
Parte Carr de una fe ciega en las teorías de la zonificación y en otras conclusiones mas o menos definitivas de las ciencias neurológicas, y aduce entre otras pruebas los circuitos mentales que desarrollan para la lectura los lectores de ideogramas, como los chinos, diferentes al parecer de los circuitos de quienes utilizan el alfabeto, y el comprobado mayor desarrollo del hipocampo del cerebro relacionado con la representación espacial y la memoria, que antes tenían más desarrollado que los demás ciudadanos quienes habían confiado a sus propios recuerdos la navegación en su entorno, caso de los taxistas, y que en la actualidad tras la invención del GPS están sufriendo de nuevo cambios anatómicos y funcionales de retorno. Estas comprobaciones empíricas, entre otras, constituyen para Carr pruebas irrefutables de su tesis.
Tesis que en la actualidad adquiere una dimensión mucho mas grave. Hoy las herramientas intelectuales que utilizamos son más poderosas y absorbentes. El influjo que el ordenador, Internet o Google producen sobre las sinapsis de nuestras neuronas son más determinantes. El uso de las tecnologías basadas en pantallas produce un desarrollo sofisticado y generalizado de habilidades visuales espaciales. Hoy la lectura horizontal y el acoso de ese cliqueo contínuo que estimulan las propias herramientas que usamos, producen un hiperdesarrollo de la función que nos ayuda a localizar, clarificar y evaluar rápidamente fragmentos de información dispares, y de la que nos permite mantener nuestra orientación mental mientras nos bombardean los estímulos, funciones ambas que no por casualidad son muy similares a las realizadas por los ordenadores, programados como están para la transferencia a alta velocidad de datos dentro y fuera de la memoria. Pero están perdiendo la batalla por la supervivencia los sistemas neuronales que fomentan el pensamiento tranquilo, los que utilizamos al querer penetrar una narración extensa o para reflexionar sobre un fenómeno externo o interno.
Las consecuencias para nuestra vida intelectual son funestas, dice Carr. Nuestras mentes empiezan por recibir el influjo de los programas de software externo y terminan por reprogramar nuestro propio sistema neuronal, con lo que los circuitos de la reflexión se atrofian o desaparecen. El ordenador conectado a la red es un amplificador neuronal de un alcance particularmente grande, pero en contrapartida sus efectos adormecedores son igual de potentes.

"Carr avisa y reacciona frente a estos efectos colaterales de la cultura digital y especialmente de Internet/Google, que para muchos se está convirtiendo en fuente exclusiva y oráculo infalible de conocimiento y saber"

Particularmente inquietante es la disección que hace Carr del futuro de la memoria. Hoy externalizamos progresivamente nuestra memoria confiándola a bases de datos informáticas. Pero esto, que parece una practica inocente, supone postergar la memoria biológica que es ilimitada, creativa y fortalece los poderes mentales, sustituyéndola por una memoria informática que no pasa por el proceso interno de consolidación mental y que vacía progresivamente nuestra mente de sus riquezas. Y altamente perturbador resulta el análisis que hace del gran monstruo informático, Google, entre cuyos designios figura el de organizar la información mundial y hacerla universalmente accesible, pero cuya ética de estimular el cliqueo, primar las páginas nuevas y fomentar la distracción para vender y distribuir más anuncios on line, distorsiona la calidad de la información con que nos inunda, que además sólo podremos digerir recurriendo a los filtros automáticos que la propia fuente brinda. La mente se cierra así en un templo omnipotente que para unos es Satanás y para otros es Dios. Los fundadores de Google no ocultan su deseo de convertir su motor de búsqueda en una inteligencia artificial que se pudiera conectar directamente a nuestros cerebros. A medida que confiemos en los ordenadores para medir nuestra concepción del mundo, dadas las transformaciones neuronales, también en el plano bioquímico, más trascendentes cuanto mas poderosa y absorbente es la herramienta empleada, será nuestra propia inteligencia la que se aplanará hasta parecerse progresivamente más a una inteligencia artificial.
Carr avisa y reacciona frente a estos efectos colaterales de la cultura digital y especialmente de Internet/Google, que para muchos se está convirtiendo en fuente exclusiva y oráculo infalible de conocimiento y saber. Y argumenta su posición en estudios científicos, barómetros psicoanalíticos, estudios neurobiológicos y resultados de gabinetes de psicología aplicada. Él, que predica contra sus efectos funestos, se confiesa paradójicamente adicto a la cultura digital, de la que reconoce que no sabría ahora prescindir. Y bien que se percibe en la confección de su obra, compuesta de ficheros e informes que parecen extraídos del monstruo sagrado precisamente en la misma forma que cuestiona. Son, a pesar de todo, reflexiones interesantes, probablemente en gran parte atinadas, que le tenemos que agradecer aunque la metodología que utiliza, tributaria tanto de la ciencia psicológica e informática como neurobiológica, recordando tantos intentos fracasados desde Gall para acá para desentrañar inútilmente el funcionamiento final de las sinapsis, nos obliga a mantener cierto escepticismo sobre algunas de sus conminaciones.

"Es necesario escuchar a nuestros sentidos, cultivar nuestra memoria y dejar reflexionar a la mente para que sea ésta la que decida cuándo, como ocurre en 2001: Una Odisea del espacio, es necesario desconectar las supercomputadoras que amenacen con convertir nuestro cerebro en inteligencia artificial"

No encontramos razones que demuestren que no puede coexistir la cultura informática del cliqueo con el sistema cultural reflexivo. No parecen definitivas algunas de sus conclusiones sobre el funcionamiento de las sinapsis neuronales, ni es concluyente la localización de funciones en la corteza cerebral y, por el contrario, la ya admitida extrema plasticidad de las neuronas debe garantizar una reversión de nuestros hábitos mentales, temporal o definitivamente, a la cultura del pensamiento profundo, del análisis inductivo, del pensamiento crítico y la reflexión.
Pero tiene razón Carr. Es necesario estar prevenidos frente a los que afirman que la cultura digital es inofensiva y frente a los que afirman que la tecnología nos hace más inteligentes. Es necesario escuchar a nuestros sentidos, cultivar nuestra memoria y dejar reflexionar a la mente para que sea ésta la que decida qué parte de nuestro cerebro y de nuestro tiempo podemos entregar a la red y cuándo, como ocurre en 2001: Una Odisea del espacio, es necesario desconectar las supercomputadoras que amenacen con convertir nuestro cerebro en inteligencia artificial.

 

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